El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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20. Damien
El motor de la camioneta rugió al arrancar, pero el sonido se ahogó bajo el zumbido en mis oídos. Mis dedos, entumecidos por el dolor, apenas respondían al girar el volante. El espejo retrovisor mostraba la silueta de la mansión reduciéndose en la distancia, sus ventanas iluminadas como ojos que me observaban escapar.
Intenté respirar hondo, pero el dolor en las costillas me obligó a jadear superficialmente. Cada bache en el camino enviaba un latigazo de agonía desde el torso hasta la punta de los dedos. La verja que solía saltar de niño ahora era una barrera infranqueable - tuve que arrastrarme por el hueco que dejaban los barrotes oxidados cerca de los rosales, sintiendo cómo el metal frío se clavaba en mis heridas.
La ciudad pasaba como un sueño febril. Las luces de los semáforos se difuminaban ante mis ojos. El sudor frío corría por mi espalda, mezclándose con la sangre que aún rezumaba de mis heridas.
El edificio apareció como un faro en la noche. El ascensor tardó una eternidad en llegar, y cuando por fin entré, el reflejo en los espejos me mostró lo que Elian vería: un hombre destrozado, con el labio partido, un ojo hinchado y cerrado, la camisa pegada al torso por las manchas de sangre seca.
La puerta del departamento cedió con un chasquido familiar. El aire olía fresas reales. La luz tenue del pasillo iluminaba el camino hacia nuestro dormitorio.
Allí estaba él.
Enroscado del lado izquierdo de la cama, su lado , con una mano bajo la almohada y las pestañas temblando levemente contra sus mejillas. Fingía dormir, pero la tensión en sus hombros delataba la verdad. Había dejado espacio en la cama, como si inconscientemente hubiera esperado mi regreso.
Me desvestí con movimientos torpes, cada prenda cayendo al suelo con un sonido sordo. La ducha quemó al principio, pero el agua caliente terminó por relajar mis músculos tensos. Cuando salí, envuelto sólo en un pantalón de dormir, Elian había cambiado de posición. Ahora miraba hacia la ventana, pero el ritmo de su respiración seguía siendo demasiado perfecto para ser real.
Me deslicé bajo las sábanas, sintiendo el calor de su cuerpo a apenas unos centímetros. Quise tocarlo. Necesitaba sentir su piel contra la mía para asegurarme de que aún era real, de que no lo había perdido. Pero mis brazos pesaban como plomo, y el miedo a que me rechazara era más paralizante que cualquier herida.
En cambio, me acerqué lo suficiente para que mi aliento, entrecortado y dolorido, le rozara la nuca cuando susurré:
—Perdóname.
Las palabras cayeran en el silencio como piedras en un estanque. No hubo respuesta inmediata, sólo el leve temblor de sus dedos sobre la sábana.
Pero cuando el amanecer empezó a filtrarse por las cortinas, encontré su mano buscando la mía en la penumbra. Sus dedos, cálidos y familiares, se entrelazaron con los míos con una presión casi imperceptible.
No fue un abrazo. No fue un beso. Pero en ese gesto pequeño y valiente, entendí que tal vez, sólo tal vez, el perdón no era imposible.
Entonces todo se derrumbó.
El zumbido insistente de mi celular me arrancó del sueño. Abrí los ojos con dificultad , el izquierdo aún hinchado por los golpes, y alcancé el maldito aparato que vibraba como un insecto enfurecido sobre la mesita.
147 notificaciones. 83 llamadas perdidas.
Mi garganta se cerró antes de siquiera tocar la pantalla.
Y entonces lo vi.
Un video.
Yo, borracho hasta la inconsciencia en el club de siempre, rodeado de Omegas que no eran Elian. Mis manos en lugares donde jamás deberían haber estado. Mi boca diciendo cosas que ni recordaba. Y en el centro del escándalo, ese Omega rubio de sonrisa victoriosa sobre mi.
Eric.
El nombre me quemó como ácido. Claro que había sido él. Su venganza por haberme atrevido a golpearlo, por haber elegido a Elian sobre su círculo podrido.
Las piernas me temblaron al levantarme. El departamento estaba en silencio, pero el aire olía a café recién hecho. Elian había estado aquí.
Apagué el teléfono con un golpe seco.
El departamento estaba en silencio, pero el eco de esa risa seguía martillando mi cráneo. Corrí al baño y vomité hasta que solo quedaron bilis y vergüenza.
El espejo me devolvió la imagen de un extraño: el ojo morado, el labio partido, la marca en el cuello palpitando como si intentara recordarme lo que estaba a punto de perder.
En la sala, encontré mi laptop abierta. El video ya estaba ahí, compartido en todas mis redes, etiquetado, comentado, viralizado. Eric no había dejado nada al azar.
Me desplomé en el sofá, pasando los dedos por la almohada donde Elian había dormido horas antes. Todavía olía a él—a esa mezcla que nunca pude replicar en ningún perfume caro.
El sonido de la llave en la cerradura me paralizó.
Elian.
Tenía que esconderlo. Apagar las pantallas. Borrar el historial. Mentir. Pero mis manos no se movieron.
Porque sabía que sería inútil.
La puerta se abrió.
Y en el umbral, Elian ya tenía su teléfono en la mano, la pantalla brillando con mi condena.
No hizo falta decir nada.
Sus ojos, esos ojos verdes que siempre me leyeron como un libro abierto, ya lo sabían todo.