El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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8
El SUV se abrió paso por la carretera secundaria, dejando atrás el humo y los ecos lejanos que todavía parecían adherirse a la carrocería como una mancha moral. El interior del vehículo se había convertido en una cámara de eco para un silencio particularmente denso, un vacío sonoro que pesaba más que cualquier explosión. No era la ausencia de sonido, sino la presencia abrumadora de todo lo que no se decía: el crepitar de las llamas, los gritos sofocados, el crujido de huesos bajo el puente, y la decisión calculada que lo había hecho posible. Era el sonido de su humanidad desgarrada, resonando en el espacio reducido entre los tres supervivientes.
Valery permanecía rígida en el asiento del copiloto, una estatua de tensión con la mirada clavada en el paisaje que desfilaba fuera de su ventana. No se permitía mirar atrás, ni al espejo retrovisor que podía mostrarles el rastro de su culpa, ni a su padre, cuyo perfil era un estudio en piedra de la angustia. Su único refugio era la lógica implacable de la supervivencia. Sobre sus rodillas, el mapa estaba desplegado, sus dedos—manchados de una suciedad que no era solo tierra—trazaban y volvían a trazar rutas alternativas con una compulsión nerviosa. Su mente, una máquina de cálculos en estado de sobrecalentamiento, procesaba números: la autonomía del SUV con el nuevo combustible, la distancia restante hasta la casa del lago, la relación peso-combustible, las calorías por persona por día. Cada cifra era un ladrillo en el muro que levantaba contra la marea de horror que amenazaba con arrastrarla. "Cincuenta kilómetros por cada cuatro litros," repetía mentalmente, "tres latas de atún, dos barras de cereal... Luka necesita más proteína." Cualquier pensamiento era mejor que el sonido de aquel grito humano que se cortaba de golpe.
Derek conducía con una concentración que era casi violenta, sus ojos, enmarcados por ojeras profundas, fijos en la cinta gris de asfalto como si desviar la mirada un solo segundo los llevara al abismo. Había sido testigo de cómo su hija, la niña que solía jugar a ser doctora con un estetoscopio de juguete, se transformaba en una estratega fría y despiadada. Y lo peor, lo que le helaba el alma, era que él la había seguido. La humillación silenciosa del neurocirujano que una vez comandó quirófanos se había transmutado en un respeto temeroso y lleno de culpa. Ella tenía la claridad que a él le había sido arrebatada por el dolor.
El silencio, tan espeso que casi se podía palpar, se rompió con la voz somnolienta y frágil de Luka desde el asiento trasero.
—Papi...Valy... —susurró el niño, desperezándose y frotándose los ojos con el brazo, sin soltar su dinosaurio verde—. ¿Por qué hacían tanto ruido los hombres malos? —preguntó, su inocencia atravesando el ambiente cargado como un cuchillo—. ¿Y por qué olía a humo... como cuando se quema la comida?
Derek se quedó paralizado. El volante vibró bajo sus manos repentinamente sudorosas. Abrió la boca, buscando en el repertorio de mentiras piadosas que los padres guardan para proteger a sus hijos, pero las palabras se quedaron atascadas en su garganta, ahogadas por el recuerdo demasiado vívido de los rostros distorsionados por el miedo y las llamas. No podía mentir. No después de lo que habían hecho. O de lo que habían permitido. O de lo que Valery había orquestado. La distinción se le antojaba borrosa y dolorosa.
Valery actuó en el instante, como si hubiera estado esperando el ataque desde esa retaguardia inocente. No se giró por completo, manteniendo la vista hacia adelante, como si mirar directamente a los ojos de su hermano pudiera resquebrajar el frágil escudo de pragmatismo que había construido a su alrededor.
—Era para que los zombis se distrajeran con ellos y no vinieran a buscarnos a nosotros,Luky —dijo con una voz suave, artificialmente calmada, pero extrañamente hueca, como un cascarón vacío—. Eran... tontos. Y hacían mucho ruido. Nosotros no somos tontos. Nosotros somos silenciosos. Como en el juego, ¿recuerdas?
Luka la miró, sus grandes ojos azules reflejando la fe ciega que solo un niño puede tener. No entendía la complejidad, pero captó la esencia: ruido igual a peligro, silencio igual a seguridad. Se acurrucó de nuevo en el asiento, asintiendo solemnemente mientras apretaba el dinosaurio contra su pecho. Había absorbido la lección, otra más en su nuevo y terrible currículum vital.
Derek no dijo nada, pero un músculo en su mandíbula se tensó de forma espasmódica. Sus nudillos, ya pálidos, apretaron el volante hasta hacer crujir el forro de cuero. La explicación de Valery era tan fría, tan eficiente, tan letal como la trampa misma. Ella no solo había sacrificado a otros seres humanos para salvarles, sino que ahora estaba reescribiendo la moralidad de su hermano, estableciendo el silencio como la virtud suprema y la estupidez—o la simple desesperación—como un pecado capital digno de la condena más brutal. Estaba moldeando a Luka a su imagen y semejanza: un superviviente, sí, pero ¿a qué costo?
El viaje continuó, una lenta y dolorosa procesión a través de un campo que parecía contener la respiración. La tensión no dicha entre Valery y Derek se manifestaba en el lenguaje corporal de los dos últimos miembros de su familia. Cuando Derek, en un gesto automático de consuelo, intentó alcanzar el hombro de su hija, Valery se encogió ligeramente, un movimiento casi imperceptible pero inequívoco, alejándose del contacto. Él, a su vez, comenzó a evitar sistemáticamente el contacto visual con ella a través del espejo retrovisor. Ambos sentían, con una certeza que les oprimía el pecho, que habían perdido algo más que a una esposa y una madre en aquel bosque; habían perdido una parte fundamental de su propia humanidad en el puente de cemento. El pacto familiar ya no se basaba solo en el amor, sino en un secreto terrible y una culpa compartida.
A medida que el sol comenzaba su descenso, pintando el cielo de naranjas y morados que parecían burlarse de su desolación, un nuevo cálculo surgió en la mente de Valery, nítido e incómodo. La casa del lago. Dos horas y media. Eso era lo que marcaba el ritmo cardíaco del viaje ahora. No kilómetros, sino tiempo. Ciento cincuenta minutos de asfalto y peligro potencial los separaban del símbolo de su esperanza. Pero la esperanza era un lujo. La realidad era que la fatiga pronto se convertiría en su peor enemigo, más peligroso que cualquier horda. La última vez que se habían detenido por agotamiento, la consecuencia había sido la muerte de su madre. No podían permitirse otro error. La noche no podía pillarlos otra vez a la intemperie, vulnerables. ¿Valía la pena arriesgarse a conducir esas dos horas y media con la pesadilla del puente aún fresca en sus párpados, con la sombra del error acechando cada curva? ¿O era más inteligente, más frío, recuperar fuerzas para afrontar el último tramo con la mente despejada?
Con movimientos que delataban un cansancio que se negaba a admitir, Valery desdobló de nuevo el mapa, sus ojos recorriendo la red de carreteras como un general estudiando un campo de batalla. Necesitaban un bastión. Algo con paredes sólidas, una vista despejada y, preferiblemente, un solo punto de entrada defendible. Su dedo índice, ahora firme, se detuvo en un punto a medio camino de esas dos horas y media de viaje. Una antigua granja abandonada, marcada con una pequeña mancha cuadrada. Lo suficientemente lejos de cualquier mancha urbana, lo suficientemente cerca de la ruta como para no desviarse demasiado.
—Papá —dijo, su voz era un parte, no una petición—, vamos a dejar la carretera principal en el próximo desvío. Hay una antigua granja abandonada, marcada aquí. Parece lo suficientemente aislada. Tiene varios edificios. Nos atrincheraremos allí por esta noche.
Derek no respondió con palabras. Solo un movimiento breve y seco de su cabeza, un gesto de asentimiento que era la rendición final. Él ya no era el que tomaba las decisiones. Había cedido el volante de su familia, en todos los sentidos, a la niña de dieciséis años cuyo corazón parecía haberse recubierto de acero.
Cuando el SUV giró por fin en el polvoriento camino de tierra que llevaba hacia la granja, alejándose del asfalto relativamente seguro, Valery sintió un súbito y helado pánico que no tenía nada que ver con el peligro externo. Por un instante, no vio el camino lleno de baches, sino el rostro pálido y amoratado de su madre superpuesto al parabrisas. El olor a gasolina y carne chamuscada le invadió las fosas nasales como un fantasma, tan real que contuvo la respiración. Se obligó a parpadear con fuerza, a desterrar el espectro. No podía fallar ahora. No podía permitirse el lujo de perder el control. La casa del lago estaba a dos horas y media. Solo dos horas y media. Pero esta noche, la distancia más importante era la que mediaba entre la decisión correcta y el error fatal.
Con una determinación que era en sí misma una forma de desesperación, Valery tomó la pesada llave inglesa que siempre descansaba en su regazo y la apretó con tanta fuerza que los surcos del metal le marcaron la palma de la mano. Se concentró en ese dolor agudo y tangible, un ancla en el torrente de sus recuerdos. Miró el mapa, la ubicación de la granja, la ruta de escape. El final estaba casi a la vista, un faro en la niebla de su realidad. Pero el costo para llegar allí, el peaje en almas y en conciencia, seguía aumentando con cada kilómetro recorrido. Y lo que la tranquilizaba, lo que le permitía respirar a pesar del peso en el pecho, no era una esperanza ingenua, sino la certeza oscura y reconfortante de que, sin importar lo que les esperara tras la siguiente curva, ella haría lo que fuera necesario. Siempre.