Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 1 ¡Estamos para divertirnos!
El aire vibrante con el latido de la música, dos balcones se enfrentaban como campos de batalla en medio de la fiesta de la empresa. En uno de ellos, apoyada en la barandilla, la rubia ceniza clavó una mirada cargada de desprecio en el guapo joven de enfrente. La suya, en cambio, era un torrente de emociones contrariadas que la alcanzaban incluso a través del humo y las luces de neón.
Ella, con un gesto seco, cruzó los brazos sobre el pecho y desvió la cabeza, fingiendo un interés repentino en las luces del techo. Sin embargo, su amiga, ajena por completo a la tensión, se acercó por un costado.
—¡Vamos, deja de hacerle caso! —la instó, con un cóctel en la mano y el ritmo en los pies.
—¡Estamos para divertirnos!
Tras varios tragos que le habían bajado las defensas y subido el ánimo, la transformación fue completa. Ahora, una sonrisa fácil le iluminaba el rostro mientras seguía el compás de la música en medio de la pista. La necesidad urgente de ir al baño la obligó a dejar a su amiga, quien ya estaba inmersa en un coqueteo prometedor con un compañero de finanzas. "Me las arreglaré sola", pensó, abriéndose paso entre la multitud.
Al empujar la puerta del baño de mujeres, se encontró con un santuario de confesiones etílicas. Un corrillo de chicas, con el rostro sonrojado y las voces altas, reían a carcajadas mientras compartían teorías absurdas y secretos a gritos. Era el caos, pero un caos alegre.
Una sonrisa tonta se le escapaba a Belle tras las risas escuchadas en el baño. La euforia etílica era tal que no vio el escalón traicionero en su camino. Sus pies se enredaron y, con un grito ahogado, se lanzó al vacío... solo para ser interceptada por unos brazos firmes que la atraparon por la cintura antes de que el suelo acabara con su dignidad.
El instinto de supervivencia y quizás la rabia acumulada la hizo alzar la mano lista para una bofetada reparadora. Pero la mirada se le congeló al encontrar la de él. Petrificada, olvidó cómo funcionaban sus extremidades y, en un acto reflejo, sus manos se aferraron a los hombros de su salvador (y verdugo) mientras parpadeaba, intentando despejar la borrosa y exasperantemente guapa imagen.
Una sonrisa lenta y peligrosa curvándose en los labios de él. El alcohol navegaba por el torrente sanguíneo de ambos, derribando murallas. Sin mediar palabra, la distancia entre sus cuerpos se esfumó, apretujándose en un abrazo que fue a la vez un desafío y una rendición.
—Este vestido es un crimen —murmuró Diego, su voz, un susurro ronco mientras sus dedos presionaban ligeramente su cintura, marcando su territorio.
Las cejas de Belle se alzaron, furiosa. Pero la protesta murió en sus labios, que en su lugar formaron un pequeño y mimado puchero.
—A mí me gusta. Y me veo bien —replicó, con una voz que pretendía ser de reproche, pero que sonó a queja seductora. No recordaba la última vez que habían hablado así, tan... naturales.
—Te queda demasiado bien —rectificó él, acercando los labios a su oreja en un aliento caliente que le erizó la piel.
—Por eso debemos ir a un lugar donde pueda... admirar mejor la vista.
Ella no dijo nada. No asintió, ni lo negó. Solo un rubor traicionero le incendió las mejillas. Era la única respuesta que él necesitaba. Tomándola de la mano con una determinación que no admitía rechazo, la guio a través de los pasillos, alejándose del bullicio hacia la privacidad de las habitaciones del hotel.
Callaban, pero el silencio entre ellos era más elocuente que cualquier discurso. Después de meses de guerra declarada y una larga Guerra Fría antes de eso, este momento era una locura. O quizás, simplemente, lo que estaba destinado a ser, al fin, se abría paso.
Porque Diego Breton y Belle Ferrer Monterrosa no eran dos desconocidos. Eran amigos de la infancia, cómplices de travesuras y secretos. Antes de que la vida los separara en la adolescencia, "todo" y "nada" había sucedido entre ellos, una línea tan delgada que siempre habían escondido bajo la bandera de una "amistad pura". Ni siquiera ellos mismos eran capaces de admitir, ni en sus pensamientos más íntimos, el profundo y enredado amor que los unía.
La puerta de la suite se cerró con un clic sordo, aislando el mundo exterior. El silencio, cargado de cinco años de distancia y seis meses de tensión insoportable, era más ensordecedor que la música de la discoteca.
Diego la miró, apoyada contra la madera, y en sus ojos ya no había rastro de la guerra ni la ironía. Solo un anhelo raw y desesperado.
—Belle —susurró su nombre como una plegaria, como una maldición, como la única verdad en ese instante.
Ella no respondió con palabras. Un sollozo entrecortado, mitad rabia, mitad alivio, le escapó del pecho. Era todo el dolor, el orgullo herido y la añoranza de cinco largos años explotando en un solo sonido. Él se acercó, y sus manos enmarcaron su rostro, los pulgares limpiando las lágrimas que ella ya no podía, ni quería, contener.
—Te he extrañado todos y cada uno de estos malditos días —confesó, enterrando su rostro en el hueco de su cuello, inhalando su esencia como un hombre sediento.
—Esta guerra estúpida... me está matando.
—Y yo te odié por ello —susurró ella, enredando los dedos en su cabello para atraer su boca hacia la suya.
—Pero nunca dejé de amarte. Nunca.
Ese fue el fin de toda resistencia.
La primera caricia no fue suave, sino urgente, un reconquistar territorios perdidos. Sus labios se encontraron con la ferocidad de un naufragio que por fin alcanza la orilla. No era un beso, era una colisión. Era la respuesta a todas las preguntas no hechas, el perdón por todas las ofensas no perdonadas.
La complicidad de una infancia compartida, la pasión de unos primeros amores adolescentes que nunca se atrevieron a nombrar, todo se desbordó en un torbellino de manos ansiosas, piel descubierta y susurros entrecortados. No había lugar para el pasado ni el futuro; solo este presente tangible, el sonido de sus nombres jadeados en la oscuridad, la certeza de que, a pesar de todo, este era su lugar en el mundo: el uno en los brazos del otro. Destrozados y completos, perdidos y encontrados, todo a la vez.