En la turbulenta Inglaterra medieval, Lady Isabella de Worthington, una mujer de espíritu indomable y belleza inigualable, descubre la infidelidad de su marido, Lord Geoffrey. En una época donde las mujeres tienen pocas opciones, Isabella toma la valiente decisión de pedir el divorcio, algo prácticamente inaudito en su tiempo. Gracias a la ley de la región que otorga beneficios a la parte agraviada, Isabella logra quedarse con la mayoría de las propiedades y acciones de su exmarido.Liberada de las ataduras de un matrimonio infeliz, Isabella canaliza su energía y recursos en abrir su propia boutique en el corazón de Londres, un lugar donde las mujeres pueden encontrar los más exquisitos vestidos y accesorios. Su tienda rápidamente se convierte en el lugar de moda, atrayendo a la nobleza y a la realeza.
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El día de la boda
El amanecer trajo consigo un día claro y sereno, iluminando el cielo con tonos suaves de rosa y dorado, anunciando la llegada de un día especial. Isabella se despertó con una mezcla de emoción y nerviosismo recorriendo su cuerpo. Era su día, el día en que uniría su vida con Alexander, el hombre que había sido su amigo de la infancia, su protector y ahora, su futuro esposo.
El bullicio en la mansión de Isabella era palpable. Sirvientes iban y venían, asegurándose de que cada detalle de la boda fuera perfecto. Las flores adornaban los arcos del jardín donde se llevaría a cabo la ceremonia, con rosas blancas y lirios que perfumaban el aire. Los preparativos se habían llevado a cabo durante días, y ahora todo estaba listo.
Isabella, rodeada por sus amigas más cercanas, se encontraba en su alcoba preparándose para la ceremonia. Su vestido, hecho a medida por los mejores modistas del reino, era una obra de arte. De encaje fino y de seda, el vestido caía con elegancia, abrazando su figura de manera delicada. Los detalles en bordado de oro brillaban a la luz del sol, haciendo que la tela pareciera viva. El velo, largo y translúcido, estaba adornado con pequeños hilos de perlas que relucían tenuemente.
—Estás preciosa, Isabella —dijo Clara, su amiga más cercana, mientras ajustaba el velo sobre su cabello oscuro.
—Gracias, Clara —respondió Isabella, suave y un poco temblorosa—. No puedo creer que haya llegado el día.
—Hoy comienzas una nueva vida —respondió Clara con una sonrisa llena de afecto—. Te lo mereces más que nadie.
—Es hora —dijo una de las damas de compañía, entrando en la habitación con una sonrisa—. Todo está listo.
El corazón de Isabella dio un vuelco. Se levantó, alisando suavemente su vestido, y tomó un último respiro profundo.
El jardín estaba lleno de invitados de la nobleza, cada uno de ellos vestian sus mejores galas para la ocasión. Bajo los arcos florales, se encontraba Alexander, esperando a Isabella con una calma que solo él parecía poseer. Su porte elegante y su expresión serena no dejaban entrever la emoción que sentía en su interior. Su traje negro, adornado con detalles en dorado, destacaba su figura alta y distinguida.
A su lado, el sacerdote esperaba pacientemente. Los invitados murmuraban emocionados mientras observaban cada detalle, desde la exquisita decoración hasta la música suave que resonaba en el aire. Pero lo que más esperaban todos era la llegada de la novia.
De pronto, las puertas de la mansión se abrieron, y todos los ojos se volvieron hacia la entrada. Isabella apareció, radiante en su vestido blanco, caminando lentamente hacia el altar. La brisa movía ligeramente su velo, y su rostro reflejaba una mezcla de felicidad y serenidad. Su corazón latía con fuerza, pero cada paso la acercaba a la certeza de que este era el camino que deseaba seguir.
Alexander, al verla, sintió que el tiempo se detenía. Había esperado este momento durante tantos años, y ahora, frente a él, estaba la mujer que había amado en silencio desde su juventud. Sus ojos se encontraron, y aunque no pronunciaron palabra alguna, ambos entendieron la profundidad de lo que estaban a punto de compartir.
Cuando Isabella llegó al altar, Alexander extendió su mano, y ella la tomó con delicadeza. La suavidad de ese contacto pareció sellar un pacto silencioso entre ambos, una promesa de amor, lealtad y compañía para el resto de sus vidas.
El sacerdote comenzó a hablar, pero para Isabella y Alexander, el mundo exterior se desvaneció. Las palabras de la ceremonia, aunque solemnes, pasaron casi como un susurro para ellos. Estaban inmersos en un océano de emociones, donde el amor, la esperanza y el futuro se entrelazaban en un mismo sentimiento.
—Alexander, ¿aceptas a Isabella como tu legítima esposa, para amarla y protegerla, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, hasta que la muerte los separe? —preguntó el sacerdote, reverberando en el aire.
—Sí, acepto —respondió Alexander, firme y claro, con una ternura que solo Isabella podía percibir.
El sacerdote se volvió hacia Isabella.
—Isabella, ¿aceptas a Alexander como tu legítimo esposo, para amarlo y honrarlo, en la salud y la enfermedad, en la riqueza y la pobreza, hasta que la muerte los separe?
Isabella sintió un nudo en la garganta, pero su respuesta salió con una suavidad que sorprendió incluso a ella misma.
—Sí, acepto.
Un suspiro de alivio recorrió a los invitados, quienes sonrieron y murmuraron palabras de felicitación en voz baja. El sacerdote, con una sonrisa cálida, los declaró marido y mujer.
—Puedes besar a la novia.
Alexander, con una mezcla de emoción y respeto, levantó el velo de Isabella y la miró a los ojos antes de inclinarse para besarla. Fue un beso suave, lleno de promesas y amor, pero también con la certeza de que este era solo el comienzo de una vida juntos.
Los aplausos estallaron, y los invitados se levantaron de sus asientos, felicitando a la pareja. Las risas, los abrazos y las palabras de alegría llenaron el jardín, mientras la música comenzaba a sonar para dar inicio a la celebración.
La recepción se llevó a cabo en el mismo jardín, bajo una carpa adornada con luces suaves que parecían estrellas. Las mesas estaban llenas de delicias, y los invitados disfrutaban de la comida y el vino mientras conversaban alegremente.
Isabella y Alexander, sentados juntos en la mesa principal, no podían apartar la vista el uno del otro. Aunque el bullicio de la fiesta los rodeaba, ellos estaban en su propio mundo.
—Parece que finalmente llegamos aquí —murmuró Isabella, con una sonrisa tímida.
—Así es —respondió Alexander, tomando su mano—. Y este es solo el principio de lo que construiremos juntos.
Isabella sintió una oleada de emoción. La vida había sido impredecible, pero ahora, junto a Alexander, todo parecía tener sentido.
La noche avanzó, y después de la cena, la pareja fue invitada a abrir el primer baile. Bajo las luces titilantes, Isabella y Alexander se movieron al ritmo de la música, sus cuerpos estaban sincronizados en un vals suave y armonioso. A su alrededor, los invitados los miraban con admiración, pero para ellos, solo existía el otro.
Con cada giro, Isabella se sentía más ligera, más libre. Su vida había cambiado de maneras que nunca hubiera imaginado, pero en ese momento, en los brazos de Alexander, todo parecía perfecto.