En un pequeño pueblo donde los ecos del pasado aún resuenan en cada rincón, la vida de sus habitantes transcurre en un delicado equilibrio entre la esperanza y la desesperanza. A través de los ojos de aquellos que cargan con cicatrices invisibles, se desvela una trama donde las decisiones equivocadas y las oportunidades perdidas son inevitables. En esta historia, cada capítulo se convierte en un espejo de la impotencia humana, reflejando la lucha interna de personajes atrapados en sus propios laberintos de tristeza y desilusión. Lo que comienza como una serie de eventos triviales se transforma en un desgarrador relato de cómo la vida puede ser cruelmente injusta y, al final, nos deja con una amarga lección que pocos querrían enfrentar.
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Capítulo 5: Los Fantasmas del Olvido
Clara despertó al amanecer con una sensación de vacío en el pecho que había estado creciendo desde su llegada a San Gregorio. Había pasado cuatro días en el pueblo, y cada nuevo paso parecía hundirla más en una espiral de recuerdos y silencios. Las noches se habían vuelto un refugio incómodo, un lugar donde sus pensamientos la acosaban con la insistencia de que algo se había perdido para siempre.
Ese día decidió visitar la casa donde había crecido. La pequeña casa de campo en las afueras del pueblo había sido un lugar feliz en su memoria, un rincón lleno de vida, risas y calidez. Mientras caminaba hacia allí, un sentimiento de aprehensión le invadió. Sabía que lo que encontraría no sería como lo recordaba.
La casa apareció ante ella, en el borde de un campo que alguna vez había sido cultivado por su familia. El jardín, antes cuidado con esmero por su madre, ahora era solo un mar de maleza. La pintura de las paredes estaba desgastada y las ventanas polvorientas. Clara respiró hondo antes de empujar la puerta que, sorprendentemente, estaba abierta.
Al entrar, una ráfaga de aire frío la golpeó. El interior estaba en ruinas: los muebles cubiertos de polvo, las paredes agrietadas y los pisos chirriantes. Cada paso que daba parecía romper algo en su interior. Se dirigió a la cocina, un lugar donde su madre solía preparar las comidas mientras ella jugaba en el suelo. La vieja mesa seguía allí, aunque ahora tambaleante y carcomida por los años.
Clara pasó los dedos por la mesa, recordando las tardes en que su madre y ella compartían historias y risas. Ahora, ese lugar era un espectro, una tumba de recuerdos que habían sido dejados atrás. Se sentó en una de las sillas, que gimió bajo su peso, y se quedó en silencio. ¿Qué buscaba en ese lugar? ¿Por qué había vuelto?
Mientras estaba allí, su mente comenzó a llenarse de imágenes. Recordó el día que sus padres habían decidido dejar San Gregorio. Era joven entonces, y el cambio le había parecido una aventura. Ahora se daba cuenta de lo que realmente significaba. Ese día no solo habían dejado el pueblo; habían dejado una parte de sí mismos atrás.
Un ruido la sacó de sus pensamientos. Al principio pensó que era su imaginación, pero luego lo escuchó nuevamente: el crujido de un piso en el pasillo. Clara se levantó, sus sentidos alerta, y caminó hacia el lugar del sonido. Al llegar a la sala principal, vio una figura de pie junto a la ventana.
Su corazón dio un vuelco. Era su madre.
Clara parpadeó varias veces, convencida de que estaba alucinando. La figura de su madre estaba allí, de espaldas a ella, mirando hacia el exterior, como si estuviera contemplando algo a lo lejos. Clara intentó hablar, pero su voz no salió. Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, logró susurrar:
—¿Mamá?
La figura no respondió. Clara dio un paso adelante, pero la imagen de su madre comenzó a desvanecerse, desintegrándose como una sombra bajo la luz del sol. Clara sintió un escalofrío recorrer su espalda. No podía ser real. No podía estar viendo eso.
Cerró los ojos con fuerza, intentando calmar su mente. Cuando los abrió, la figura había desaparecido, y la casa estaba de nuevo vacía. La desesperación se apoderó de ella. Había venido buscando respuestas, buscando alguna conexión con el pasado, pero lo único que encontraba era vacío, recuerdos que se desmoronaban ante sus ojos como castillos de arena.
—No hay nada aquí —susurró para sí misma, sintiendo que la impotencia comenzaba a apoderarse de ella.
Decidió que no podía quedarse más tiempo. Salió de la casa y se dirigió al porche, donde el aire fresco la golpeó, recordándole que el mundo seguía girando fuera de su pequeña burbuja de tristeza. Pero mientras caminaba hacia el camino de tierra que la llevaría de vuelta al pueblo, algo la detuvo. Un sonido, suave y distante, llegó a sus oídos. Era el sonido de una risa, una risa infantil que venía de los campos.
Clara se detuvo, confusa. Miró alrededor, pero no había nadie. El sonido continuaba, creciendo en intensidad. Se giró hacia los campos y, en la distancia, vio a un grupo de niños corriendo y jugando entre la maleza. Sus siluetas eran vagas, borrosas, como si no pertenecieran a ese lugar.
El corazón de Clara latía con fuerza. ¿Qué estaba viendo? ¿Eran niños de verdad o solo otra ilusión? Intentó acercarse, pero los niños parecían estar demasiado lejos. A pesar de sus esfuerzos, sus pasos no la llevaban más cerca de ellos. Entonces, de repente, las risas se apagaron, y los niños desaparecieron tan rápido como habían aparecido.
Clara se quedó quieta, sintiendo que el mundo a su alrededor se desmoronaba. ¿Qué estaba pasando? ¿Era el pueblo el que jugaba con su mente, o eran sus propios recuerdos los que la hacían ver cosas que no existían?
Esa noche, Clara volvió a su pequeña habitación en la pensión con la sensación de haber estado caminando sobre los bordes de un abismo. No podía sacudirse la impresión de que algo estaba fundamentalmente mal en San Gregorio, algo más allá de la mera decadencia del lugar. El pueblo parecía estar lleno de fantasmas, no solo del pasado, sino de algo más profundo, algo que no podía entender.
Se tumbó en la cama, mirando el techo mientras la oscuridad la envolvía. La sensación de impotencia crecía en su pecho. Había venido buscando respuestas, pero lo único que había encontrado era más preguntas, más incertidumbre. Se dio cuenta de que estaba atrapada, no solo en San Gregorio, sino en su propia mente, en su propio dolor. Y esa trampa, al parecer, no tenía salida.