Leonardo , Ethan Morgan el peor villado y más temido de la historia.
El se obsesiono con la protagonista trato de ganar su amor pero ella siempre lo rechazaba entonce secuestro y abusó de ella la torturo de muchas forma por que ella no lo amaba así que cuando rescantaron a la protagonista el fue sentenciado a guillotina ademas de ser torturado de una horrible manera fue sentenciado publicamente a morir .
Aquí dentro yo he renacido en el cuerpo del villano .
¿ Como lograre evitar mi muerte ? Tendre que hacer muchos arreglos a este retrasado mundo y desde luego aprender todo para ser un buen duque cambiare mi final .
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Un momento que comenzó aburrido pero terminará divertido
Ethan
La música resonaba en cada rincón del salón, mezclándose con el murmullo de conversaciones cargadas de falsedad. Era la misma escena de siempre: mujeres diseminando rumores venenosos, hombres planeando alianzas mediante matrimonios estratégicos, y un desfile de sonrisas tan ensayadas que resultaban ridículas. Era un espectáculo patético, un mundo donde todos se usaban mutuamente para alcanzar algún objetivo. No era muy diferente a mi vida pasada; las reglas eran las mismas, solo cambiaban los disfraces.
Mientras mi padre conversaba con el emperador, aproveché para escapar hacia la mesa de postres. Si algo bueno tenía este tipo de eventos, era la comida. La tarta de chocolate que tomé era decente, aunque el dulzor apenas lograba mitigar el tedio de estar aquí.
Cerca de mí, un grupo de mujeres cuchicheaba con fervor, pensando que sus voces quedaban ahogadas por la música.
—Mira, ahí está el hijo del duque monstruo. Dicen que mató a su madrastra.
—Seguro lo hizo. Pobre mujer, debió haber sido insoportable tener que criarlo.
—¿Quién podría soportar a alguien como él? Ni su propia madre lo quiere.
—Deberían haberlo matado al nacer. Le habrían ahorrado vergüenzas a todos.
Me causó gracia. Qué eficientes eran para gastar saliva en cosas inútiles. Sus palabras, llenas de veneno, no me afectaban. Eran ecos de gente insignificante que buscaba reafirmar su propio valor menospreciando a otros. Si estuviera en un lugar menos concurrido, tal vez habría considerado cortarles la lengua, pero aquí no valía la pena el esfuerzo.
Mientras tomaba una tarta de fresa —mi favorita, debo admitir—, una mujer irrumpió en mi camino, fingiendo tropezar. Me tiró la tarta y luego vació su copa de vino sobre mi cabello. Las risas llenaron el aire, como si hubiera sido el espectáculo del día. La misma mujer, altanera y con una expresión de satisfacción, tomó otra copa y me la arrojó a la camisa.
Respiré hondo, manteniendo mi rostro inmutable. La furia burbujeaba bajo la superficie, pero no pensaba darle la satisfacción de ver que me afectaba. Controlar las emociones es poder. La miré con frialdad, analizando sus movimientos y las palabras que lanzaba con desprecio.
—¿Por qué me miras así? —dijo finalmente, con una sonrisa altiva—. Deberías bajar la cabeza y disculparte por interponerte en mi camino.
Mis labios se curvaron en una leve sonrisa.
—¿Disculparme? —dije con voz tranquila, pero helada—. ¿Por qué debería hacerlo, si fuiste tú quien se interpuso en mi camino y luego decidiste tirarme dos copas? Creo que quien debería disculparse aquí eres tú. Aunque, claro, la educación no es algo que todos posean.
Su rostro, una mezcla de incredulidad y rabia, me divirtió. Las risas a nuestro alrededor se transformaron en murmullos tensos.
—¿Disculparme con un bastardo como tú? —espetó la mujer, elevando la voz para que todos la oyeran—. Yo, que soy la esposa de un admirable barón, no me rebajaré a eso.
Incliné la cabeza ligeramente, como si evaluara a un insecto bajo una lupa.
—Hablas mucho del cargo de tu esposo, pero tú solo eres una extensión de él, ¿no? —respondí, con el sarcasmo goteando en cada palabra—. No tienes nada propio, ni siquiera modales. Qué vergonzoso para tu marido, llevar como esposa a alguien tan inútil que ni siquiera sabe comportarse.
Hice un gesto a uno de mis guardianes para que trajera un par de copas y un pastel. Sin apartar los ojos de la mujer, le vacié una copa sobre el rostro y el vestido. Luego, tomé el pastel y lo estampé contra su cara.
—¿Listo para disculparte? —pregunté, con frialdad calculada.
La mujer balbuceó algo, pero antes de que pudiera responder, las puertas se abrieron y entraron mi padre y el emperador.
—¡Bastardo! —gritó la mujer, intentando recuperar algo de dignidad—. ¡Esto no quedará así! ¡Le diré al duque y al emperador! ¡Te harán pedir perdón de rodillas!
Antes de que pudiera seguir con su espectáculo, la voz de mi padre cortó el aire como una espada.
—¿Llamas bastardo a mi hijo? —preguntó, con un tono que hizo temblar a varios presentes—. Sería absurdo que se arrodillara ante alguien como tú. Fuiste tú quien comenzó esta falta. Por mujeres como tú, el mundo no avanza.
El rostro de la mujer palideció de inmediato, y su esposo, el barón Ferrero, se apresuró a intervenir.
—Disculpe la ignorancia de mi esposa, duque. Ella no sabía que era su hijo. Por favor, perdónela.
Mi padre lo ignoró y continuó.
—No es a mí a quien deben una disculpa, sino a mi hijo. Si él la acepta, será su decisión.
El barón bajó la cabeza, susurrando algo a su esposa. Ella, sin embargo, parecía demasiado aturdida para moverse.
—Arrodíllate y discúlpate con el joven maestro —ordenó finalmente el barón.
Después de lo que pareció una eternidad, la mujer se arrodilló ante mí, con una mezcla de odio y miedo en su rostro.
—Lamento mi comportamiento, joven maestro. Por favor, perdone mi vida.
La satisfacción se extendió en mi interior, aunque mi rostro permaneció tan frío como siempre.
—Lo haré —dije lentamente—, pero con una condición: recibirás cincuenta latigazos. Si no aceptas, morirás aquí mismo.
El barón, con lágrimas en los ojos, asintió agradecido. No supe si reírme o compadecerlo. Qué vida tan triste debía llevar, enamorado de alguien tan despreciable.
Cuando los guardias comenzaron a cumplir mi orden, sentí cómo todas las miradas se fijaban en mí, algunas llenas de miedo, otras de respeto. Era evidente que hoy habían aprendido algo importante: nadie humilla a Ethan Ferrero sin consecuencias.
Mientras subía al carruaje al final de la fiesta, no pude evitar sonreír. Tal vez esta noche no había sido tan aburrida después de todo. La diversión apenas comenzaba.