Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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La chica en mi mundo
SEBASTIÁN
Cuando Will terminó de curar sus rodillas y los moretones de los brazos, Gabriela parecía más frágil que nunca. Estaba ahí, sentada en la enorme cocina de la mansión, con un vaso de leche tibia en las manos, mirando a todos lados como si hubiera entrado a otro planeta.
Yo no podía dejar de observarla.
Una parte de mí se sentía orgulloso —la había sacado de ese infierno, estaba bajo mi techo, conmigo—. Pero otra parte estaba nerviosa, porque si mis padres llegaban a enterarse, me matarían.
—¿Qué miras tanto? —preguntó de repente, frunciendo el ceño cuando notó que no apartaba los ojos de ella.
Sonreí. —Que luces como si estuvieras en un museo.
—Es que tu casa parece un museo, Sebastián —dijo, bajando la mirada hacia la taza—. No entiendo cómo puedes vivir aquí… solo.
Sus palabras me atravesaron más de lo que quería admitir. Carraspeé y me dejé caer en la silla frente a ella.
—Créeme, no es tan divertido como parece. —La observé un poco más—. Aunque… ahora quizá sí lo sea.
Ella arqueó una ceja, desconfiada.
—¿Y eso qué significa?
Me encogí de hombros, fingiendo indiferencia.
—Nada. Solo que… ya no voy a aburrirme.
Will pasó cerca de nosotros y me lanzó esa mirada de sé perfectamente en lo que te estás metiendo, pero no dijo nada.
Esa noche no dormí mucho. El solo pensar que Gabriela estaba durmiendo en la habitación de al lado me causaba cierta curiosidad, pero ella apenas se movía en la habitación de huéspedes. Cada vez que cerraba los ojos, recordaba cómo había llegado: llorando, con la ropa medio rota, temblando con mucho miedo.
Y me juré que… Yo podía ser un desastre, podía meterme en problemas, podía tener mil defectos… pero jamás iba a dejar que alguien la volviera a hacer sentir así.
A la mañana siguiente, los gritos de Will me despertaron.
—¡Sebastián! ¡Ven a ver esto!
Bajé de la habitación todavía medio dormido y me encontré con una escena que jamás pensé ver:
Gabriela, en pijama prestada, estaba en la gigantesca cocina… preparando el desayuno. Había mucha comida preparada. No se sabía desde qué horas estaba despierta.
Ella me miró, con una espátula en la mano, los cachetes colorados y cara de trágame tierra.
—Yo… quería agradecerte.
Le dediqué una sonrisa.
—Si el plan era engordarme y atragantarme con comida, casi lo logras, Gabriela. No deberías estaré haciendo esto, eres mi invitada.
Will se pasó la mano por la cara, resignado.
—Dios mío, estos adolescentes me van a dejar sin canas que sacar.
Me di cuenta de algo que no había sentido en mucho tiempo:
La casa ya no estaba vacía.
...🔵...
Un mes.
Un mes desde aquella noche en que Gabriela apareció hecha un desastre en medio de un parque y yo decidí llevarla a mi casa.
Y contra todo pronóstico… aquí seguía.
Lo raro es que, aunque decía sentirse incómoda, se había adaptado. Iba a clases como si nada, aunque sabía que cada día era una batalla. Su madrastra rondaba el instituto con la excusa de “buscarla” por órdenes de su padre, y ella tenía que esquivarla como si fuera una fugitiva. A veces agradecía que su hermana estuviera en un curso distinto, porque si no, ya la habría delatado.
Yo la observaba en silencio. Había aprendido a moverse como un fantasma entre los pasillos de la escuela, y a sonreír aunque por dentro estuviera en alerta. No lo admitía, pero esa valentía me dejaba sin palabras.
Intenté darle ropa, zapatos, cualquier cosa. ¿Qué me costaba? Con la tarjeta de crédito podía comprarle medio centro comercial si quería. Pero Gabriela nunca aceptaba.
—No quiero incomodarte, Sebastián —me decía, doblando la cabeza con esa terquedad que me sacaba de quicio.
—No me incomodas, Gabi. Me incomoda que sigas usando esos zapatos que parecen tener más kilómetros que mi moto.
—Me gustan.
—Sí, claro, y yo soy un santo.
Nada. Ni un par de zapatillas logré que aceptara.
Lo que sí aceptó de parte de Will fue ponerse a trabajar medio tiempo en una cafetería. Como si le hiciera falta, con la mansión llena de personal. Yo al principio me molesté, pero después me rendí. Tenía esa forma testaruda de querer ganarse las cosas, y discutir con ella era como pelear con una muralla.
Lo que más me sorprendió fue que, en lugar de descansar después del colegio o de su trabajo, se ponía a ayudar a Will y al resto del personal.
—No tienes que hacerlo, Gabriela. —Se lo repetí mil veces.
—No quiero ser una carga —contestaba, con esa sonrisa suave.
Una carga… Dios, si supiera lo que ella significa para mí.
El día que la vi cocinar en serio casi me caigo de la silla. Al principio pensé que era otra escena del “Banquete de fiesta”, pero no. Gabriela, entre risas y mechones de cabello sueltos, preparó una pasta con salsa casera que dejó callados hasta a los chefs de mis padres.
Yo la miraba de reojo, fingiendo que no me importaba, cuando en realidad quería devorar no solo el plato sino también la forma en la que iluminaba la cocina.
—No tienes que cocinar, Gabriela. Eres mi invitada —le dije con tono serio.
Ella levantó los hombros. —Pero me gusta.
Rodé los ojos. —Claro, y seguro también te gusta ser terca.
Se rió bajito. Y ese sonido, maldita sea, se me quedó grabado.
Will me encontró después de la cena, con una copa en la mano en la sala.
—Joven Sebastián —dijo, con esa calma que siempre me incomodaba—, usted nunca había traído a nadie a esta casa. Y ahora… mire cómo cambia el ambiente.
—¿De verdad, Will? —le respondí, sonriendo.
Pero por dentro lo sabía.
La mansión ya no se sentía vacía.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)