“Lo expuse al mundo… y ahora él quiere exponerme a mí.”
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Capitulo 17:Secretos, toallas y tropiezos
[Escena 1 – Después del desastre]
El sonido del agua cayendo en el lavadero se detuvo.
Isabella Fernández estaba empapada de pies a cabeza, su cabello goteaba y su blusa pegada al cuerpo era una mezcla entre vergüenza y desastre.
—Genial, Isabella, simplemente genial —murmuró con ironía mientras apretaba un trapo—.
Primero me secuestran, luego me ponen a lavar ropa, y ahora parezco fideo mojado. ¿Qué sigue? ¿Una auditoría fiscal?
Los dos guardias que vigilaban la puerta se miraron entre sí, intentando no reírse.
—Disculpen —dijo Isabella con voz dulce pero cargada de sarcasmo—, si quieren que sea eficiente, necesito secarme. ¿O pretenden que me resbale y muera aquí?
—El señor Montenegro no dio instrucciones sobre eso —respondió uno.
—Pues entonces improvisen —replicó ella, levantando el mentón—. No creo que el “señor perfecto” quiera una sirvienta congelada en su lavandería.
Los hombres suspiraron y, con cierta resignación, le permitieron ir al pasillo para “secarse”.
Isabella, aprovechando su pequeña victoria, sonrió para sí misma.
—Perfecto… operación fuga elegante —susurró mientras se escabullía pasillo arriba.
[Escena 2 – Explorando el reino Montenegro]
La mansión era inmensa.
Cada paso de Isabella resonaba en el mármol pulido. Las paredes estaban decoradas con cuadros antiguos, y las cortinas parecían costar más que su casa entera.
—Guau… esto es como un museo del ego —dijo en voz baja—.
Y allí, entre retratos solemnes, uno captó su atención: la familia Montenegro.
Un hombre de aspecto severo, una mujer de porte elegante, un joven Damián, y… otro chico más alto, con mirada desafiante.
—¿Eh? No sabía que Damián tenía un hermano… —murmuró—.
Todos en el cuadro parecían fríos, distantes, como si nadie allí supiera sonreír.
—Con razón es así… si yo creciera aquí, también le tendría miedo a mi reflejo.
Siguió caminando entre los pasillos, maravillada y curiosa.
Cada puerta que abría mostraba un fragmento del mundo Montenegro: una biblioteca infinita, un salón de música, un despacho cerrado con llave…
Hasta que, distraída, su pendiente se soltó de su oreja y cayó al suelo.
—¡Ay, no! Mi aretito… mamá me mata —dijo agachándose.
El pequeño pendiente rodó bajo una mesa antigua, y ella, sin pensar, se metió debajo para buscarlo.
—Ven aquí, pequeñito… no te me escapes… —decía mientras tanteaba el suelo.
Entonces, escuchó pasos firmes acercándose.
Y una voz.
Una voz que la hizo congelarse.
[Escena 3 – La llamada]
Era Damián Montenegro. Acababa de salir de su habitación, con una toalla en la cintura y el teléfono pegado al oído.
Su tono era frío, calculado… pero había algo más, un cansancio que Isabella nunca había notado en él.
—Sí, mamá. Ya vi los videos. No, no fue lo que parece —decía mientras caminaba frente al pasillo donde Isabella se escondía.
La voz de Claudia Montenegro era tan nítida que Isabella podía escucharla desde su escondite.
—“No me interesa lo que parezca, Damián. Te he dicho mil veces que tú no puedes cometer errores. Eres un Montenegro, no un niño del montón. No quiero volver a ver tu nombre en la boca de nadie por un escándalo tan… vulgar.”
Isabella frunció el ceño debajo de la mesa. “Vulgar… ¿Así me ve?” pensó, sintiendo un pinchazo en el pecho.
—Sí, madre —respondió Damián con voz tensa.
—“Por esta vez no le diré nada a tu padre. Pero si él se entera, ni tu apellido te salvará.”
—Entendido.
La llamada terminó.
Damián se quedó quieto, mirando el vacío. Su expresión ya no era fría, era algo que Isabella no podía describir: cansancio, frustración… ¿soledad?
Por un segundo, ella olvidó que estaba escondida.
Hasta que…
—¡Aaaachís!
El estornudo resonó por todo el pasillo.
—¿Qué fue eso? —dijo Damián girando la cabeza.
Isabella se cubrió la boca horrorizada.
—Ay no… no, no, no… ¡¿por qué justo ahora, nariz traidora?! —susurró desesperada, intentando salir de debajo de la mesa.
Pero en su torpeza, tropezó con una alfombra, resbaló y…
¡PUM!
Cayó de lleno sobre algo… o mejor dicho, alguien.
[Escena 4 – Caída y toalla]
Damián, que apenas había tenido tiempo de girarse, terminó en el suelo con Isabella encima.
Ambos quedaron inmóviles por un segundo eterno.
La toalla de Damián se aflojó un poco, y los dos soltaron un grito ahogado al mismo tiempo.
—¡¡AHH!!
—¡¡AHH!!
—¡Q-q-quítate! —balbuceó Damián, sonrojado, intentando sujetar la toalla con una mano y apartarla con la otra.
—¡Lo intento! ¡Pero tu brazo está enredado con mi cabello! —gritó Isabella, luchando por levantarse.
Ambos forcejearon torpemente hasta que Isabella logró ponerse de pie, roja como un tomate.
—¡Yo no vi nada! ¡Lo juro! Bueno, vi un poco, pero fue sin querer, no me juzgues, tú estabas ahí y yo—
—¡Ya cállate! —interrumpió Damián, con la voz entre furiosa y nerviosa.
—¡No fue mi culpa! ¡Tú y tus pasillos infinitos! ¡Y tu casa parece un laberinto del terror!
Él se pasó una mano por el cabello, respirando profundo.
—¿Qué hacías aquí, Fernández?
—Buscaba… mi pendiente.
—¿Debajo de mi mesa? —replicó, arqueando una ceja.
—¡Sí! ¡Tiene valor sentimental! Además, si no me hubieras secuestrado, no estaría aquí, ¡señor ego gigante!
Por un momento, sus miradas se cruzaron.
El silencio se volvió incómodo.
Damián tenía aún gotas de agua resbalando por su cuello; Isabella, el cabello despeinado y el rostro enrojecido.
Los dos respiraban agitados, sin saber qué decir.
—Tienes… jabón en la mejilla —murmuró ella sin pensar.
—¿Qué?
—Dije que… ¡me voy! —exclamó, dándose la vuelta.
Corrió pasillo abajo, tropezando dos veces antes de desaparecer por una esquina.
Damián la observó marcharse, todavía con la toalla ajustada con una mano, sin entender por qué… estaba sonriendo.
—Esta chica… es un completo desastre —dijo para sí.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, su voz no sonó molesta. Sonó… divertida.