Los Moretti habían jurado dejar atrás la mafia. Pero una sola heredera bastó para que todo volviera a teñirse de sangre. Rechazada por su familia por ser hija del difunto Arthur Kesington, un psicopata que casi asesina a su madre. Anne Moretti aprendió desde pequeña a sobrevivir con veneno en la lengua y acero en el corazón. A los veinticinco años decide lo impensable: reactivar las rutas de narcotráfico que su abuelo y el resto de la familia enterraron. Con frialdad y estrategia, se convierte en la jefa de la mafia más joven y temida de Europa. Bella y letal, todos la conocen con un mismo nombre: La Serpiente. Al otro lado está Antonella Russo. Rescatada de un infierno en su adolescencia, una heredera marcada por un pasado trágico que oculta bajo una vida de lujos. Sus caminos se cruzan cuando las ambiciones de Anne amenazan con arrastrar al imperio que protege a Antonella. Entre las dos mujeres surge un juego peligroso de poder, desconfianza y obsesión. Entre ellas, Nathaniel Moretti deberá elegir entre la lealtad a su hermana y la atracción hacia una mujer cuya luz podría salvarlo… o condenarlo para siempre.
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Manicomio familiar
...NATHANIEL DEVERAUX ...
—¿Terminaste? —preguntó Manuelle con voz grave.
Yo no respondí, solo arqueé una ceja.
—Muy bien —continuó, enderezándose en su sillón—. Entonces escucha lo que te voy a decir, Nathaniel: si decides seguir con los D’Amato, no solo estarás traicionando a tu familia… estarás poniéndote enfrente de ella. Y si eso pasa… —se inclinó hacia adelante—, tendrás que atenerte a las consecuencias.
Me reí por lo bajo, sin poder evitarlo.
—¿Consecuencias? ¿Qué pasa, abuelo? ¿Me vas a declarar enemigo solo por eso?
—Si hace falta —replicó él, seco, con una calma tan peligrosa que me hizo apretar la mandíbula.
Supe en ese momento que no era un farol. Manuelle nunca decía nada que no estuviera dispuesto a cumplir.
El aire se volvió denso, cargado de tensión, y aunque mi instinto fue soltar otro comentario sarcástico, por primera vez me mordí la lengua.
—Dios santo… —resonó la voz grave de Cassian.
Giré la cabeza y ahí estaba él, mi tío, con ese porte imponente. Se cruzó de brazos, mirándome primero a mí y luego a mi abuelo.
—Sé que Nathaniel hizo algo mal —dijo—, pero tampoco es para que lo condenes como si ya estuviera muerto, padre.
Manuelle apretó el bastón entre las manos y giró lentamente hacia él, sus ojos brillando con furia.
—¿Estuviste escuchando todo?
Cassian esbozó una sonrisa socarrona.
—No hacía falta pegar la oreja a la puerta… tus gritos se escuchaban hasta el jardín. Estoy seguro de que hasta las malditas rosas saben ya lo que piensas de Nate.
El abuelo golpeó el suelo con el bastón, haciendo que hasta yo me estremeciera.
—Está situación no es para jugar ni para estar con sus malditos juego, Cassian. Tu sobrino ha cometido un error grave, uno que puede costarnos la paz con los Calderone y atraer a la Fiscalía por sus “aventuras”. ¿Y tú lo defiendes?
—Lo defiendo porque sigue siendo parte de la familia —replicó Cassian, firme, clavándole la mirada—. Y porque lo que tú llamas error no es nada distinto de lo que Anne hace todos los días bajo tu bendición.
Yo, mientras tanto, solo me recosté en el sillón, con una sonrisa ladeada y la pierna cruzada, disfrutando el espectáculo.
Cassian avanzó unos pasos, desafiante.
—Padre, siempre estás con la misma cantaleta: los clanes, los pactos, las “alianzas sagradas”. Y mientras tanto, ¿qué? ¿Nuestros nietos se vuelven soldados de un juego que nunca escogieron?
—¡No compares lo que vive tu sobrino con lo que tú viviste! —gruñó Manuelle, alzando la voz con tanta fuerza que el eco retumbó en las paredes—. Te mantenía alejado de todo esto, así insistieras en meterte en problemas. Tú al menos sabías dónde estaba el límite.
Cassian rió con sarcasmo, ladeando la cabeza.
—¿Límite? ¿Y me lo dice el hombre que convirtió a Anne en jefa del Clan Moretti? Vamos, padre, tu moralidad cambia según te convenga.
—¡Basta! —el bastón golpeó otra vez contra el mármol, haciendo que hasta un cuadro vibrara.
Yo, que estaba sentado con mi eterna paciencia de santo, levanté las cejas y solté un silbido bajo.
—Vaya, vaya…como se sacan los trapitos al sol. Me gustan cuando hacen este tipo de actividades familiares. me siento en un teatro griego.
Los dos me fulminaron con la mirada al mismo tiempo, y eso solo me dio más ganas de sonreír.
—Nathaniel —gruñó mi abuelo, marcando cada sílaba como si fuera un látigo—, Ya deja de jugar y tomate las cosas en serio.
—¿Jugar? —me llevé la mano al pecho, fingiendo ofensa—. Solo intento apreciar la belleza de este espectáculo familiar. El abuelo acusándome de pecados que lleva décadas practicando, mi tío Cassian diciendo unas cuantas verdades que se guardaba y jugando a ser mi abogado defensor…
Cassian entrecerró los ojos, pero no pudo evitar que se le escapara una media sonrisa.
—Alguien tenía que ponerle freno a tu dramatismo, padre. Porque si seguimos con tus condenas, no solo perderemos a Nathaniel… perderemos la poca cordura que le queda a esta familia.
Manuelle lo miró con tal furia que por un segundo creí que lo atacaría con el bastón.
—La cordura ya la perdimos el día que nacimos con este apellido. Y ahora pagamos las consecuencias de nuestros antepasados.
Yo chasqueé la lengua, levantándome despacio.
—Entonces ya lo saben: somos un manicomio de lujo. A estas alturas, ¿a quién le sorprende?
Me levanté sin mirar atrás, dejando a Cassian y al abuelo en su duelo de egos. No tenía caso seguir en esa cacería de culpas. Si querían devorarse vivos, adelante.
El aire fresco me recibió al salir de la finca, y justo cuando encendí el auto, me topé con Dominik. Estaba parado junto a su coche, apoyado con esa actitud relajada.
Me miró fijo, apenas levantó la barbilla a modo de saludo.
Yo hice lo mismo. Nada de palabras. Entre nosotros, bastaba ese gesto. Después de todo, nunca fuimos muy buenos para las charlas fraternas.
El trayecto se me hizo eterno, y cuando llegué al punto acordado, el silencio era mi único acompañante. Quince malditos minutos mirando el reloj, pensando que Antonella me había mandado al carajo.
Pero entonces lo escuché. El rugido de un motor cortando la calma del lugar.
Me giré y la vi. Ella misma conducía, sin chofer, sin escolta. Vestida toda de negro, gorra calada hasta las cejas, capucha encima. Casi parecía una sombra más que una mujer.
Silbé entre dientes, cruzándome de brazos.
—¿Qué mierda habrás hecho, muñequita? ¿O de qué tamaño es el lío en el que te metiste para que tengas que camuflarte como un ninja?
Antonella bajó del coche con pasos firmes, sin siquiera dignarse a responderme la broma. Solo levantó la cabeza y me atravesó con esa mirada fría que sabía usar tan bien.
—¿Para qué querías hablar conmigo, Nathaniel?
La sonrisa se me borró, ahora sí, como casi nunca lo hacía, me puse serio. Muy serio y la miré fijamente.
Porque si estaba allí, con todo y su disfraz de fugitiva, era porque no había podido ignorarme del todo.
Antonella no se movió ni un centímetro. Me sostuvo la mirada como si intentara descifrarme, como si buscara al bufón de siempre detrás de mi cara relajada.
—Es raro verte así —dijo al fin, con la voz más baja de lo usual—. Creo que es la primera vez que te veo serio.
Arqueé una ceja, dejando escapar una risa seca.
—¿Y qué esperabas? ¿Que apareciera con un ramo de flores y un chiste sobre tu futuro esposo?
—La verdad si. Esperaba… lo de siempre. El sarcasmo, la sonrisa sobradora. No esto. Y la verdad verte así, me da algo de miedo.
Me encogí de hombros, aunque mis ojos siguieron fijos en los suyos.
—Pues ya sabes porque no mantengo de esta forma. tal vez el disfraz me sirve de algo, muñequita. Tú te escondes bajo esa fachada de ser la mimada de los Russo, yo bajo bromas. Pero hoy, parece que ambos decidimos venir sin máscara.
Ella entrecerró los ojos, evaluándome.
—Lo extraño es que sin esa máscara… me resultas todavía más peligroso.
Me reí de nuevo, esta vez con auténtica diversión.
—¿Peligroso yo? —di un paso hacia ella, inclinándome apenas—. Te recuerdo que la que viene vestida de comando eres tú.
Antonella bajó la vista un instante, como si no quisiera dejarme ver lo que pensaba, y luego volvió a alzarla.
—Dime de una vez por qué me citaste aquí, Nathaniel.
Yo suspiré, cruzándome de brazos.
—Porque necesito que dejes de huir cada vez que aparezco. Porque quiero entender qué demonios haces metida con un Calderone… y ¿porque —la miré de arriba abajo, sin disimular—, aunque me digas que no, querías usarme?