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Cicatrices de la Mafia: Amor y Perdón

Cicatrices de la Mafia: Amor y Perdón

Status: Terminada
Genre:Mujer poderosa / Mafia / Embarazo no planeado / Novia sustituta / Completas
Popularitas:401
Nilai: 5
nombre de autor: Edina Gonçalves

De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.

Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?

Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.

NovelToon tiene autorización de Edina Gonçalves para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 19

Teresa ya venía desconfiada hacía días. Eran las huellas de mentira, las miradas que ella veía pasar y el modo en que Pérla evitaba conversar cuando la presencia de Paola era mencionada. Aquella noche, al volver de la cocina, Teresa oyó la voz apagada de la hija por detrás de la puerta entreabierta del pequeño cuarto que tenía al final del corredor — susurros fríos, llenos de veneno.

— “Ella va a pagar. Voy a hacer que Paola crea que yo soy la hermana que él prefiere. Voy a hacer que todo parezca real… y cuando el escándalo estalle, la vida de ella se deshará.” — La voz de Pérla cortaba el aire como lámina, indiferente, cruel.

Teresa tragó saliva, el corazón apretando. La hija decía aquello sin pudor, planeando destruir la vida de la única hermana que aún depositaba un amor tonto en ella. No soportó. Abrió la puerta en un gesto seco y entró.

Pérla alzó el rostro sorprendida, la sonrisa falsa cayendo cuando encontró los ojos de Teresa. Había una especie de calma glacial en Teresa — no la serenidad de siempre, sino algo acongojado y decidido.

— “¿Qué estás diciendo?” — Teresa habló primero, con voz baja, tan controlada que dolía. — “Explícate, Pérla. Ahora.”

Pérla, por un instante, intentó disimular; después, como si no soportara más esconder su máscara, escancara la intención, respondiendo con desprecio: — “Va a ser simple, mamá. Paola va a caer. Ella siempre fue frágil, y yo… yo merezco lo que hay de mejor.”

Las palabras cayeron como plomo. Teresa sintió un sabor amargo en la boca. La madre que amara y sufriera por aquellas hijas vio allí, delante de sí, una criatura dispuesta a alimentarse de la ruina de la propia sangre. Un silencio pesado se instaló, quebrado solo por la respiración jadeante de ambas.

— “Tú no vas a tocarla.” — Teresa dijo, cada palabra escupida con esfuerzo. — “Si tú haces cualquier cosa para lastimar a Paola, estarás muerta para mí. Muerta. Se acabó. Yo nunca más voy a reconocer tu nombre.”

Pérla rió, un sonido corto, sarcástico, como si la declaración de la madre fuera ridícula. — “Hablas como si aún tuvieras alguna autoridad, mamá. Como si yo necesitara de tu perdón. Tú siempre la preferiste a ella. Siempre.”

Teresa sintió la ira subir, rápida y avasalladora como una ola. La visión de la hija, tan descerebrada en el odio, despertó en ella una furia que venía de años de tolerancia y culpa. Sin pensar, sin medidas, Teresa alzó la mano y dio una bofetada en el rostro de Pérla. El sonido seco resonó en la pequeña sala.

El rostro de Pérla tembló. La mano pasó por la cara como si fuera a buscar la dignidad perdida. Por un segundo, los ojos de las dos se prendieron — un confrontamiento de generaciones, de heridas antiguas. Teresa, con las manos trémulas, sintió el peso de aquello que hiciera y, al mismo tiempo, la claridad de que no retrocedería.

Pérla cayó para atrás, no por fuerza, sino por honra herida. Las palabras que salieron de ella eran una mezcla de dolor y promesa:

— “Tú… vas a arrepentirte de haberme humillado así. Te juro, mamá — voy a vengarme. De todos ustedes. Ustedes van a pagar.”

Sin esperar por nada más, Pérla salió de la casa como un vendaval, los pasos resonando en el corredor, las puertas golpeando al pasar. ¿Lloraba? Había lágrimas saltando, pero había también la voracidad de quien transformó la propia angustia en combustible. En el aire quedó el olor de perfume barato y de amenaza.

Teresa quedó sola en el cuarto, la mano aún latiendo del acto. La madre lloró, bajito, de un llanto que no era por remordimiento de haber golpeado, sino por reconocer que tenía delante de sí una hija perdida. Se levantó, apoyó la frente en la madera de la puerta y murmuró un pedido silencioso, no a Dios — a sí misma: proteger a Paola, a pesar de todo.

Allá afuera, en las tinieblas de la noche, Pérla desapareció entre las sombras con la promesa pegada en la garganta. Dentro de la mansión, la familia aún no sabía que una tempestad había sido convocada — y que, mientras algunos juraban amor, otros ya ensayaban la ruina.

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