Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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Sombras compartidas
—Mi familia y yo somos lo que la gente llama vampiros.
La frase seguía resonando en la mente de Eleanor días después, como un eco que no se disipaba. Desde aquella noche en la biblioteca, había buscado refugio en su habitación, encerrándose como si los muros pudieran protegerla de la realidad.
Los pasillos de la mansión Davenport estaban llenos de sombras alargadas, y aunque sabía que eran solo juegos de luz, a menudo sentía que esas sombras respiraban, que la observaban. Comía poco, hablaba menos. Bajaba a la mesa solo cuando el hambre era insoportable, y entonces lo hacía en silencio, procurando evitar la mirada de cualquiera de los hermanos. Sobre todo, la de Alaric.
Le parecía imposible que pudiera seguir caminando entre ellos, sabiendo lo que eran. Que compartiera la misma mesa, el mismo aire, la misma casa, con criaturas que la sociedad llamaba monstruos. Y sin embargo, no había huido. Quizá porque sabía que allá fuera, los lobos esperaban.
Una noche, mientras el reloj de pie en el pasillo marcaba la medianoche con un tañido grave, alguien llamó a la puerta de su habitación.
Eleanor no respondió. Se hizo un ovillo en la cama, abrazando sus rodillas, como si el silencio fuera un escudo suficiente.
El picaporte giró de todas formas. La puerta se abrió con suavidad y una figura femenina se recortó contra la penumbra del pasillo. No era Alaric. No era Victor. Era Selene.
La joven entró despacio, cerrando la puerta tras de sí. Vestía una bata ligera de un tono marfil que parecía beber la luz de la vela que llevaba en la mano. Su paso era silencioso, sereno, casi etéreo.
—No deberías entrar sin permiso —dijo Eleanor, con voz ronca por el desuso.
—Y tú no deberías encerrarte como si el mundo fuera a desaparecer —replicó Selene con calma, dejando la vela en la mesilla.
Eleanor apartó la mirada.
—No confío en ti.
Selene sonrió, no con burla, sino con una paciencia inesperada. Se sentó en la silla junto al escritorio, cruzando las manos en el regazo.
—Lo entiendo. Yo tampoco confiaría en mí si estuviera en tu lugar.
Ese reconocimiento desarmó a Eleanor por un instante. Esperaba excusas, quizá palabras suaves como las de Alaric. Pero Selene no parecía dispuesta a engañarla.
Pasaron varios segundos en silencio, hasta que Selene suspiró.
—¿Quieres saber un secreto? —preguntó, y su voz bajó casi a un susurro.
Eleanor no respondió, pero tampoco la detuvo.
—Toda mi vida he tenido miedo —dijo Selene, mirando la llama de la vela—. No del sol, no de la sangre, no de lo que somos… sino de lo que los demás ven en nosotros. Los humanos nos miran como si fuéramos errores de la naturaleza. Los lobos… bueno, ellos directamente quieren arrancarnos la garganta.
Eleanor tragó saliva.
—Entonces… ¿nunca has querido ser… normal?
Selene dejó escapar una risa suave, que sonó más triste que alegre.
—¿Normal? Eleanor, yo nací así. Nunca tuve otra cosa. No me despierto pensando en qué habría sido si fuera humana, como tú no te despiertas pensando en cómo sería ser un pájaro. Pero eso no significa que no haya sentido miedo. Cuando era niña, evitaba salir demasiado, evitaba hablar con otros niños. Siempre me preguntaba cuándo descubrirían lo que éramos.
Eleanor se abrazó más fuerte las rodillas. La voz de Selene no tenía nada de monstruoso; era humana, demasiado humana.
—¿Y lo descubrieron?
—Algunos —respondió Selene, bajando la mirada—. Y no terminó bien.
El silencio se espesó. Eleanor no se atrevió a preguntar más, pero tampoco necesitaba la respuesta completa. La tristeza en los ojos de Selene era suficiente.
Selene cambió de tono, suavizando la tensión:
—No vine aquí para asustarte más. Solo… pensé que podrías necesitar a alguien que no intentara convencerte con grandes discursos.
Eleanor la miró, con escepticismo.
—¿Y qué quieres entonces?
—Conocerte —dijo Selene, con naturalidad—. ¿Hace cuánto que no hablas de ti con alguien que no sea Alaric?
Eleanor frunció el ceño.
—No quiero hablar de él.
—¿Ah, no? —Selene arqueó una ceja, divertida—. Entonces, ¿por qué tu pulso se acelera cada vez que lo menciono?
—¡No es cierto! —protestó Eleanor, ruborizándose.
Selene sonrió como quien acaba de ganar una partida de ajedrez sin esfuerzo.
—Tranquila, no tienes que explicarme nada. Pero cuando hablas de él, tu voz cambia. Y créeme, lo he visto en muchas personas.
Eleanor se llevó una mano al rostro, desesperada.
—No siento nada por él.
—Claro —replicó Selene, con un deje irónico—. Por supuesto que no.
La tensión se quebró en una risa breve, inesperada, de ambas. Eleanor se tapó la boca, sorprendida de escuchar su propia risa después de tantos días.
—Eres insoportable —murmuró.
—Y tú necesitas a alguien insoportable cerca —replicó Selene con suavidad.
La conversación derivó hacia terrenos más ligeros. Selene habló de cómo Victor siempre intentaba impresionar a las visitas con comentarios mordaces, y Eleanor confesó que, en efecto, le parecía un poco ridículo. Se rieron juntas de los modales altivos de algunos invitados de sociedad, de los rumores que corrían en los salones de baile.
Por un instante, Eleanor sintió que la habitación dejaba de ser una cárcel. No estaba sola. No estaba atrapada en medio de un nido de sombras. Había alguien allí, frente a ella, que entendía lo que era tener miedo y que, pese a ello, había decidido tenderle la mano.
Cuando Selene se levantó para marcharse, la vela ya estaba consumida casi por completo.
—No tienes por qué decidir hoy qué hacer con todo esto —dijo, en la puerta—. Pero quiero que recuerdes algo: no dejaré que te hagan daño, ni siquiera si el peligro viene de los nuestros.
Eleanor la miró fijamente. No encontró rastro de mentira en sus ojos. Solo calma.
Cuando la puerta se cerró, el silencio regresó, pero era distinto. Por primera vez desde el incendio, Eleanor sintió que el peso sobre sus hombros era un poco más ligero.
Se acercó a la ventana. Afuera, el jardín dormía bajo la luna. Por un instante, la paz pareció posible. Pero entonces, entre los setos, una sombra se deslizó fugazmente, demasiado grande para ser un animal común. Eleanor retrocedió, con el corazón acelerado.
Quizá no estaba tan a salvo como Selene quería hacerle creer.