Júlia es madre soltera y, tras muchas pérdidas, encuentra en su hija Lua la razón para seguir adelante. Al trabajar como empleada doméstica en la mansión de João Pedro Fontes, descubre que su destino ya había sido trazado años atrás por sus familias.
Entre jornadas extenuantes, la facultad de medicina y la crianza de su hija, Júlia construye con João Pedro una amistad inesperada. Pero cuando sus suegros intentan reclamar la custodia de Lua, ambos deben unirse en un matrimonio de conveniencia para protegerla.
Lo que comienza como un plan de supervivencia se transforma en un viaje de descubrimientos, valentía y sentimientos que desafían cualquier acuerdo.
Ella luchó para proteger a su hija. Él hará todo lo posible para mantenerlas seguras.
Entre secretos del pasado y juegos de poder, el amor surge donde menos se espera.
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Capítulo 16
La semana siguiente comenzó diferente. Aún sentía el peso del billete dentro de mi corazón, pero esta vez no como una carga, sino como un impulso. Pasé días pensando, noches mal dormidas, hasta que finalmente decidí. No podía dejar escapar la oportunidad.
El lunes, después de dejar a Lua en la guardería y cumplir con parte de las tareas de la casa, tomé el autobús a la facultad federal. Mi corazón parecía querer saltar del pecho mientras caminaba hacia la secretaría, sosteniendo los papeles que João Pedro había proporcionado.
Expliqué mi caso a la asistente: que había suspendido el curso por motivo de salud, que aún estaba dentro del plazo para la transferencia, que deseaba retomar la graduación en medicina allí, en Bahía. Ella me miró con seriedad, revisó cada documento, tecleó durante largos minutos.
—Todo está en orden, señora Júlia —dijo por fin, sellando el protocolo—. El proceso será analizado, pero usted tiene buenas chances de aprobación.
Salí de la facultad con los ojos llenos de lágrimas. Respiré hondo y sentí un alivio inmenso, como si hubiera dado el primer paso para reconstruir una parte de mí que creía perdida para siempre.
Al final de la semana, llegó el día de la mudanza. Márcia y Sobral me ayudaron, cada uno a su manera. No había camión, cajas o muebles pesados. Solo una maleta gastada, donde cabía toda mi vida: algunas ropas mías, los vestiditos de Lua, una cobija suave, algunos cuadernos que guardé de los tiempos de la facultad, y las fotos que restaron de Marcelo.
Mirar aquella maleta dolía. Era poco, casi nada, pero era todo lo que teníamos.
—Todo saldrá bien, Júlia —dijo Márcia, tomando a Lua en brazos mientras yo cerraba el cierre de la maleta—. Ya verás.
Sobral, con su postura siempre seria, cargó la maleta sin esfuerzo. No habló mucho, solo dijo:
—El patrón pidió que la habitación fuera preparada para ustedes. Espero que se sientan en casa.
Entrar en la casa de huéspedes de la mansión fue extraño. El lugar olía a nuevo, las sábanas estaban impecablemente limpias, había incluso juguetes simples guardados en una caja en el rincón de la habitación, detalles que yo sabía que no habían sido puestos allí por casualidad.
Lua corrió por el espacio sonriendo, como si fuera la mayor aventura del mundo. Yo, por otro lado, me quedé parada en la puerta por algunos segundos, sintiendo el corazón apretar. No era solo un cambio de dirección. Era un cambio de vida.
Dejé la maleta apoyada en el rincón, me senté en el borde de la cama y abracé a mi hija cuando ella vino corriendo hacia mi regazo.
—Aquí será nuestro hogar por ahora, mi amor —susurré, besando sus rizos—. Nuestro nuevo comienzo.
Y, por primera vez en mucho tiempo, la palabra futuro no parecía tan distante de mí.
Aquella noche, después de que Lua ya estaba durmiendo profundamente en la habitación nueva, Márcia y yo nos quedamos sentadas en la terraza de la casa de huéspedes. La brisa de Salvador venía suave, trayendo el olor del mar mezclado al de las flores del jardín. El silencio era confortable, hasta que sentí la necesidad de hablar.
—Márcia… —comencé, mirando al suelo—. Nunca te agradecí como debería.
Ella arqueó la ceja, sorprendida.
—¿Agradecer por qué, mujer?
—Por todo. —respiré hondo, intentando controlar la emoción—. El día en que llegué aquí, perdida en la estación de autobuses, tú no me conocías, pero aún así me extendiste la mano. Si no fuera por ti, Lua y yo habríamos dormido en la calle aquella noche.
Los ojos de ella se llenaron de agua.
—Yo solo hice lo que cualquier persona debería hacer.
—No, Márcia. —insistí, tomando la mano de ella entre las mías—. Tú me diste un techo cuando no tenía a dónde ir. Me presentaste a Sobral, me ayudaste a conseguir este empleo… sin ti, no sé dónde estaría ahora.
Ella se quedó en silencio por un instante, hasta que rió bajito, con la voz entrecortada.
—Me vas a hacer llorar, mujer.
Y yo sonreí, aún con los ojos llenos de lágrimas.
—Tal vez sea bueno llorar un poco. Yo misma vivo conteniendo demasiadas lágrimas.
Nos quedamos allí, de la mano, dejando que el silencio dijera lo que las palabras no conseguían. Era gratitud, era amistad, era un lazo que se formó en medio del caos y que ahora parecía inquebrantable.
—Júlia… —dijo Márcia, con la voz baja—. He visto mucha gente pasar necesidad en esta vida, pero pocas con la fuerza que tienes. Tú y Lua merecen recomenzar. Y yo estaré siempre aquí, para verte vencer.
Las lágrimas cayeron sin que pudiera contenerlas. Abracé a Márcia con fuerza, como si quisiera grabar aquel momento dentro de mí.
—Gracias, amiga. —susurré en el oído de ella—. Por ser mi familia cuando no tenía ninguna.
En aquel instante, percibí que, aún en medio de las pérdidas, Dios aún me regalaba con encuentros que cambiaban el rumbo de mi vida. Y Márcia era, sin duda, uno de los mayores regalos que yo podría haber recibido.