En 1957, en Buenos Aires, una explosión en una fábrica liberó una sustancia que contaminó el aire.
Aquello no solo envenenó la ciudad, sino que comenzó a transformar a los seres humanos en monstruos.
Los que sobrevivieron descubrieron un patrón: primero venía la fiebre, luego la falta de aire, los delirios, el dolor interno inexplicable, y después un estado helado, como si el cuerpo hubiera muerto. El último paso era el más cruel: un dolor físico insoportable al terminar de convertirse en aquello que ya no era humano.
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Capítulo 19: El encuentro inevitable
El sol apenas se alzaba sobre el horizonte, tiñendo el bosque de un resplandor rojizo que parecía presagiar sangre. Tania avanzaba al frente del grupo, sus pasos firmes pero su corazón latiendo con fuerza. Juan la acompañaba con su mirada serena, mientras Marcos ajustaba el fusil y Isabela calculaba rutas de escape. Nadie hablaba, pero todos sabían que ese día no sería como los demás.
Entre la neblina, la silueta de Leo emergió. Su andar era torpe, como si arrastrara el peso de una culpa que lo consumía más que el propio virus. Sus ojos, enrojecidos y brillantes, buscaron a Tania con una mezcla de súplica y dolor. Su piel estaba marcada por venas oscuras que recorrían su cuello y brazos, un signo claro de la infección avanzando sin freno.
—Tania… —murmuró, su voz quebrada—. Yo… no quería traicionarles. Pensé… que encontraría una salida…
La líder apretó los dientes. Durante años había luchado contra monstruos de toda clase, pero nunca imaginó que tendría que decidir el destino de alguien que alguna vez llamó hermano de armas.
—Ya no eres el mismo, Leo —respondió con firmeza, apuntando su arma—. El virus te ha consumido. Y si de verdad queda algo de ti… sabes que no puedo dejarte acercar al asentamiento.
Leo dio un paso hacia adelante, tambaleándose. Isabela levantó la mano, lista para disparar, pero Tania la detuvo con un gesto. No quería que esto terminara como una simple ejecución.
—Solo… dame una oportunidad —dijo él, jadeando—. Tal vez Marcos pueda ayudarme… una cura… algo…
El científico negó con la cabeza antes de que Tania respondiera.
—La infección está demasiado avanzada. Lo siento, muchacho. Si cruzas esa línea… no habrá vuelta atrás.
Un silencio denso cayó sobre el grupo. El viento movía las hojas secas del suelo como si fueran susurros de advertencia. Leo se llevó las manos al rostro, y por un instante pareció quebrarse como un niño perdido. Pero luego, algo cambió en su mirada: el virus, como una sombra voraz, reclamaba lo que quedaba de su humanidad.
Su rugido desgarró el amanecer. De un salto inesperado, se lanzó contra Tania con la fuerza de alguien enloquecido.
—¡Ahora! —gritó ella.
Los disparos resonaron, mezclados con el eco de gritos y el choque de cuerpos. Juan empujó a Tania fuera del alcance de las garras de Leo, mientras Isabela disparaba con precisión y Marcos lanzaba una granada de luz para desorientar. El enfrentamiento fue brutal: la criatura que alguna vez fue Leo se movía con rapidez irregular, entre la agonía de un humano y la ferocidad de un monstruo.
Tania rodó por el suelo, tomó su arma y apuntó directo a su antiguo aliado. Durante un segundo, sus miradas se cruzaron. Entre la locura y el dolor, Leo aún parecía suplicar un final digno.
—Perdóname… —susurró ella.
El disparo retumbó, seco y definitivo. Leo cayó de rodillas, sus ojos perdiendo el brillo poco a poco hasta cerrarse para siempre.
El bosque quedó en silencio. Tania bajó el arma, respirando con dificultad. Juan puso una mano firme en su hombro.
—Hiciste lo que debías, hija. Lo liberaste.
Isabela y Marcos asintieron, comprendiendo que ese sacrificio era tan necesario como doloroso.
Mientras el sol iluminaba el cuerpo inmóvil de Leo, Tania juró en silencio que no permitiría que nadie más del asentamiento terminara así. El virus, los monstruos y la traición no la quebrarían. Ella estaba lista para lo que viniera.
—Regresemos —dijo, con voz firme aunque sus ojos estaban húmedos—. Tenemos un mundo que defender.
Y con ese paso, el destino del asentamiento quedó sellado: habían perdido a un aliado, pero habían ganado la certeza de que su lucha apenas comenzaba.