Mi nombre era Rosana, pero morí en un motel de mala muerte con olor a humedad y fracaso. Lo último que recuerdo antes de desmayarme fue un tipo que pensaba que pagarme le daba derecho a todo. Spoiler: casi lo logra.
Desperté en una cabaña en medio del bosque, con siete hombres mirándome como si hubiera caído del cielo... o del catálogo de fantasías medievales. Y yo, sin entender nada, tuve la brillante idea de decirles que me llamaba Blancanieves. Porque, total, ¿qué más daba? Ya había vendido hasta mi orgullo… ¿por qué no mi identidad?
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capítulo 19
El condado Zorem, hasta hacía unas semanas, era un lugar frío y solitario, un refugio para bandidos y exiliados. Ahora, sin embargo, se transformaba en un hervidero de vida y acero.
Blancanieves —Rosana para los íntimos— se preparaba en silencio para lo inevitable: la futura guerra contra Ravena. Liam, junto con su hermano Luciel y el experimentado comandante Gael, no habían perdido un solo día. Desde el amanecer hasta bien entrada la noche enviaban mensajeros a las aldeas y pueblos que aún resistían el gobierno de la reina bruja.
Las respuestas no tardaron en llegar.
Primero fueron pequeños grupos: un par de cazadores armados con viejas ballestas, una familia de granjeros con más determinación que experiencia, un herrero que había cerrado su fragua para forjar armas solo para la causa. Luego, comenzaron a arribar contingentes más formales: soldados curtidos de otras tierras, mercenarios de fama dudosa pero brazo firme, y guerreros nómadas que cruzaban las montañas para unirse al llamado.
Cada día, el patio central de Zorem se llenaba de acentos extraños, armaduras de estilos desconocidos y estandartes que ondeaban al viento con símbolos jamás vistos allí. Había un aire denso de esperanza mezclada con sed de venganza. Muchos sabían que el ejército del conde Liam había resistido ataques del ejército oscuro antes, y creían que, bajo su mando, por primera vez tendrían una oportunidad real de debilitar al reino de Ravena. Habían vivido demasiados años bajo el yugo de su crueldad, y ya era hora de despertar.
Rosana observaba todo desde las almenas. Veía cómo los recién llegados entrenaban con los suyos, cómo intercambiaban armas y técnicas, cómo Gael corregía posturas con la precisión de un maestro de guerra. Ella no era soldado, pero sentía la tensión en el aire como si fuera electricidad.
Desde aquella noche con Tobías, había notado cambios. Todos —sus siete protectores— parecían expectantes, como si esperaran su próximo movimiento. Ninguno se atrevía a presionarla, pero la tensión entre ellos se palpaba. Había miradas largas, conversaciones interrumpidas y una especie de competencia silenciosa. Rosana, sin embargo, creía que debían resolverlo entre ellos. Ya había dejado su propuesta sobre la mesa; eran ellos quienes debían decidir si aceptarían o no.
Una tarde fría, Liam y Luciel la llamaron al despacho del mayor. La estancia estaba iluminada solo por un par de lámparas de aceite y una chimenea que crepitaba suavemente. Sobre la mesa de roble se extendían mapas, cartas y una lista interminable de nombres y provisiones.
—Pronto llegará el último grupo de guerreros —dijo Liam, con tono grave—. Cuando eso ocurra, partiremos. No esperaremos más.
Rosana asintió. Sentía en esas palabras un peso que le oprimía el pecho. No era solo la guerra lo que se acercaba; también lo hacía el momento en que todos tendrían que enfrentar sus decisiones.
Liam la miró un momento más, como evaluando algo, y luego, con un leve asentimiento, se retiró. Era claro que quería dejarle a su hermano un instante a solas con ella. Luciel permaneció en su sitio, de pie, con las manos apoyadas sobre la mesa. Sus ojos la seguían mientras ella se giraba para marcharse.
—Princesa… —dijo, deteniéndola con la voz.
Ella se volvió, un poco sorprendida.
—¿Sí?
—¿Puedo hacerle una pregunta? —Luciel la observaba con una intensidad que la obligó a quedarse quieta.
—Claro.
Él pareció medir sus palabras antes de soltarlas.
—¿Por qué juega con nosotros? —preguntó al fin, sin rodeos—. Usted sabe lo que sentimos… y aun así…
Rosana inspiró profundamente antes de responder.
—Yo no juego, Luciel. Sé que puede parecer egoísta, pero no quiero que ninguno se aleje de mí cuando esto termine. Así como también sé que, si elijo a uno de ustedes, los demás se irán… y eso rompería mi corazón.
Luciel apretó la mandíbula. No parecía enojado, pero sí dolido.
—No solo ustedes tienen sentimientos por mí —continuó ella—. Yo también he empezado a quererlos. A todos. Y ya no podría estar lejos de ustedes. Pero también entiendo que, si su deseo es alejarse de mí, estoy dispuesta a aceptarlo. No los retendré a la fuerza.
El silencio que siguió fue pesado, como si la habitación entera contuviera la respiración.
—Yo no quiero apartarme de ti —dijo Luciel al fin, avanzando hacia ella—. Tampoco sé si podría…
Sus pasos eran lentos, firmes, como si cada uno de ellos fuera una decisión. Cuando estuvo frente a ella, levantó una mano y rozó su mejilla con los dedos. Rosana cerró los ojos un instante, recibiendo el calor de su palma.
—Entonces no lo hagas… —susurró—. No te alejes. Quédate conmigo.
Esa súplica fue la última grieta que derrumbó el muro de autocontrol que Luciel había mantenido. Sin pensarlo más, tomó su nuca con una firmeza decidida y la atrajo hacia él.
El beso fue intenso desde el primer instante. No había en él duda ni timidez, solo una necesidad acumulada por días de contención. Rosana respondió con la misma fuerza, aferrándose a su camisa como si temiera que se apartara. La calidez de su aliento, el roce de sus labios, el modo en que él la inclinaba apenas hacia atrás… todo la envolvía en una sensación de vértigo.
Luciel profundizó el beso, su otra mano deslizándose por la línea de su espalda hasta su cintura, sosteniéndola con un cuidado que contrastaba con la intensidad de sus labios. Rosana sintió que el mundo más allá de esas paredes dejaba de existir. No había soldados ni mapas, ni siquiera la sombra de Ravena; solo estaban ellos dos.
Cuando por fin se separaron, respiraban agitados. Luciel mantuvo su frente apoyada contra la de ella, como si aún no quisiera romper el contacto.
—No vuelvas a hacerme esperar tanto —murmuró, su voz grave y baja.
Rosana sonrió levemente, con los ojos aún cerrados.
—Entonces no te alejes nunca.
Luciel la abrazó, y en ese instante ella supo que, aunque la guerra se avecinaba, había batallas que no se libraban con espadas, sino con el corazón.
Afuera, en el patio, el sonido de entrenamiento continuaba. Gael gritaba órdenes, los recién llegados practicaban con sus armas y el viento traía el aroma de la forja. La preparación para la guerra seguía su curso, pero dentro de aquel despacho, un pacto silencioso acababa de sellarse.
Y aunque ninguno de los dos lo dijo en voz alta, ambos sabían que ese momento, breve pero intenso, sería un recuerdo al que aferrarse en los días oscuros que estaban por venir.
/Facepalm/
/Facepalm//Facepalm//Facepalm//Drool/
Definitivamente. Déjà Vu
déjà Vu! cuando Abigail se enteró que estaba embarazada