Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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Una Invitada Especial
El segundo día prometía ser aún más imprevisible. Julieta despertó antes que nadie, su mente ya maquinando el próximo desafío familiar. A través de la ventana, los primeros rayos de sol pintaban la Sierra Norte de un dorado suave, iluminando su sonrisa traviesa.
Recordó aquella vez en la universidad, cuando organizó un festival de arte improvizado en medio del campus. Sus compañeros pensaban que estaba completamente loca, pero al final hasta el decano había terminado participando, tocando una improvisada batería con libros de administración.
—Buenos días, conspiración —murmuró para sí misma.
El salón de la casa rural se había convertido en un escenario de complicidad familiar, con el desayuno aún tibio sobre la mesa y el olor a café recién hecho flotando en el ambiente. Julieta, con la mirada brillante de quien está a punto de desatar el caos más delicioso, comenzó a sacar disfraces de no se sabía dónde.
—Hoy —anunció con un dramatismo digno de Broadway— haremos teatro.
El café con leche de doña Berta se detuvo a mitad de camino entre la taza y sus labios. Un ataque de tos inminente amenazaba con interrumpir el momento.
—¿Teatro? —preguntó Sara, su voz reducida a un hilo tan fino que casi no se escuchaba.
—No cualquier teatro —corrigió Julieta, moviendo las manos como si estuviera dirigiendo una orquesta imaginaria—. Un teatro basado en nuestra propia vida familiar.
Las niñas —Ana María, Mía y Pía— estallaron en carcajadas que resonaron contra las paredes de piedra. Miguel y Arturo intercambiaron esa mirada de complicidad adolescente, mitad diversión, mitad resignación.
Marco observaba a su esposa con una mezcla de adoración y terror pánico. La conocía lo suficiente para saber que cuando Julieta tenía esa chispa en los ojos, el universo entero podía prepararse para un tsunami de creatividad imparable.
—Las reglas son simples —continuó ella, como un general dirigiendo una operación secreta—. Cada uno interpretará a otro miembro de la familia. Cuanto más exagerado, mejor.
Lucía, con su estrategia innata, fue la primera en levantar la mano.
—Yo seré mamá Berta —declaró, e inmediatamente su voz se transformó en una imitación perfecta del tono severo de su madre.
Soraya tuvo que morderse los labios hasta casi hacerse sangre para no estallar en carcajadas. Mercedes, ya en modo espectáculo, comenzaba a preparar palomitas como si aquello fuera a transmitirse en un canal de televisión.
Lo que siguió fue una representación tan hilarante que incluso doña Berta, conocida por su seriedad inquebrantable, no pudo contener la risa. Arturo interpretó a Marco con tal precisión —caminando tieso, ajustándose imaginarios lentes, hablando en un tono tan solemne que parecía un juez dictando sentencia— que todos estallaron en carcajadas.
Ana María, tambaleándose con unos tacones enormes que casi la hacen tropezar a cada paso, interpretaba a Lucía con un celular imaginario pegado a la oreja y un aire de ejecutiva internacional que dejó a todos desternillándose de risa. Cada movimiento era una exageración magistral: el gesto de colgar una llamada importante, el suspiro de fastidio, la mirada de superioridad.
Julieta observaba la escena, sintiendo que había logrado algo más que una simple obra de teatro. Había creado un momento de conexión familiar, había derribado muros infranqueables, había transformado la rigidez en diversión pura.
En medio de las risas, los disfraces improvisados y los personajes sobre-actuados, la familia Sánchez estaba escribiendo un nuevo capítulo de su historia. Un capítulo que ninguno olvidaría jamás.
Y Julieta, la directora de este caos maravilloso, sonreía. Misión cumplida.
El polvo del camino apenas había comenzado a asentarse cuando Marta apareció en el horizonte de Buitrago del Lozoya como un huracán vestido de verano. Su conjunto —más propio de una pasarela de Milán que de un pueblo serrano— destellaba bajo el sol con tal intensidad que parecía ser una señal de advertencia.
—¡Vine a ayudar! —anunció, como si fuera la heroína de una película de salvamento.
La mirada de doña Berta podría haber congelado no solo un volcán en erupción, sino convertido la lava en un cubo de hielo instantáneo. Marco intentó disimular una sonrisa, mordiéndose el interior de la mejilla. Julieta, con esa chispa traviesa en los ojos, vio en Marta algo más que una intrusa: vio a una aliada perfecta para el caos que estaba a punto de desatarse.
—Perfecto —susurró a Marco—. Ahora la diversión será total.
Lo que Marta entendía por "ayudar" estaba tan lejos de cualquier definición convencional como la luna de la tierra. En lugar de ordenar o asistir, se lanzó al descontrol con la misma intensidad con que un pirata se arroja a un tesoro.
Mercedes la observaba desde la cocina con una mezcla de horror y fascinación. Marta había convertido el espacio culinario en algo que parecía el estudio de un artista después de un terremoto creativo. Los cubiertos aparecieron untados de pintura, las ollas llenas de dibujos abstractos, y los paños de cocina parecían banderas de guerra de un ejército de artistas locos.
—Necesitamos más color —declaró Marta, como si estuviera revelando un secreto universal.
Mercedes murmuró algo entre dientes que sonaba sospechosamente como una antigua maldición gitana, mezclada con improperios de cocina.
El almuerzo se transformó en una experiencia que superaba cualquier definición de surrealismo. Julieta había convertido cada plato en un lienzo, cada ingrediente en un pincel, cada sabor en una historia familiar.
—Mira —señaló un plato que parecía una escultura abstracta nacida de un sueño febril—. Este es tío Alfonso. Un poco caótico, pero con un sabor único.
Marco oscilaba entre la risa contenida y una preocupación genuina. Su familia no estaba preparada para semejante nivel de locura creativa.
—¿Qué representa este? —preguntó Arturo señalando otro plato que parecía la explosión de una bomba de colores.
—Es mi suegra —respondió Julieta con una seriedad digna de un juez dictando sentencia—. Estructurada por fuera, pero con una complejidad interior impresionante.
Doña Berta, que había escuchado el comentario, alzó una ceja con la precisión de un reloj suizo. Por un instante, el tiempo se detuvo. Julieta contuvo la respiración, esperando una reprimenda épica.
Pero entonces, para sorpresa de todos —incluida ella misma—, doña Berta esbozó una diminuta sonrisa. Una sonrisa tan pequeña que podría haberse perdido entre los pliegues de su impecable maquillaje, pero lo suficientemente significativa como para hacer temblar los cimientos de la realidad familiar.
—Interesante interpretación —murmuró.
Y en ese momento, Julieta supo que había ganado algo más que una batalla de creatividad: había conquistado un territorio en el corazón infranqueable de su suegra.