Katerina murió por salvar a una joven. No esperaba despertar en una historia que no era suya... con un destino aún más cruel.
Cuando abre los ojos, ya no está en su mundo. Ha reencarnado como Avery, una noble ignorada por su padre, despreciada por su hermana y condenada a morir junto a su madre en una historia que no escribió. Pero Katerina conoce ese final: lo leyó. Sabe quién mata, quién sobrevive… y quién sufre en silencio.
Solo que esta vez, ella no va a permitirlo.
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Capítulo 19
Para cuando el banquete llegaba a su fin, Avery supo con certeza que no encontraría al príncipe. Había buscado entre rostros maquillados y sonrisas fingidas, pero no había ni rastro de Xylon. El palacio se cerraba sobre sí mismo como una jaula dorada, pero ¿dónde estaría él?
Con una mueca de hastío, abandonó el salón junto a su madre. Afuera, los carruajes aguardaban con relucientes emblemas familiares y cochero tras cochero tratando de mostrar la mayor compostura posible ante la nobleza impaciente. A Avery no le importaba. No deseaba volver jamás a un evento como ese. Estaba harta de las miradas cargadas de juicio, de las lenguas venenosas envueltas en terciopelo.
Jacob ya las esperaba, fiel como siempre, y con una sonrisa radiante las condujo de regreso a la mansión. Pero lo que Avery no sabía era que el carruaje que las seguía ocultaba una tormenta en su interior.
En su interior, el Archiduque respiraba como una bestia contenida. La mandíbula tensa, los dedos tamborileando con rabia sobre el brazo del asiento.
—Maldita —escupió entre dientes, el veneno en su voz era palpable.
Kaenia, sentada a su lado, apretaba la mandíbula con tanta fuerza que casi podía escucharse crujir. El Emperador… el Emperador había osado posar sus ojos sobre esa basura de mujer. Una plebeya en decadencia. ¿Quién se creía?
Y mientras ambos se consumían en odio, Ágata sonreía. Sonreía con los labios pintados de escarlata y la certeza vibrando en su pecho. Todo marchaba como debía. Ossian le pertenecía, tarde o temprano sería su reina.
Al llegar a la mansión, Avery y Eliana fueron recibidas por Fania, cuya emoción era incontenible. Sus ojos brillaban mientras saltaba de un pie al otro, ansiosa por conocer cada detalle del banquete.
Pero la alegría se quebró con un golpe seco a la puerta. Una sirvienta, con rostro pálido y ojos inquietos, anunció:
—La señora Eliana debe acudir de inmediato a la oficina del Archiduque. Ha pedido verla… con urgencia.
Eliana palideció al instante. Avery se levantó con decisión.
—Te acompañaré.
—No, hija —respondió Eliana con una voz firme pero cargada de pesar—. Yo sabía que esto sucedería. Un banquete real no es mi lugar. No hagamos esto más difícil.
—Fui yo quien te obligó a ir. Si alguien debe responder, soy yo.
—Niña necia —replicó, su tono más cortante esta vez—. Te quedas. Punto.
La sirvienta se removió incómoda. Sabía que algo malo se avecinaba. Lo había presentido en la voz del Archiduque, en su mirada.
—Avery —dijo Eliana con gravedad—. No me desobedezcas. Volveré pronto.
Avery asintió con la mandíbula apretada. Apenas su madre salió por la puerta, se giró hacia Fania.
—Síguela. Y escucha todo lo que diga ese bastardo.
Fania asintió sin protestar. Su cuerpo pequeño y ágil se deslizó entre sombras, siguiendo a Eliana con la cautela de un gato.
Eliana, por su parte, avanzaba como si caminara hacia el cadalso. Su cuerpo temblaba bajo el vestido, la garganta seca como si cenizas la tapizaran por dentro. Cada paso hacia la oficina era un eco de años de dolor. Años de silencios impuestos, de abusos escondidos tras las paredes del lujo.
Se detuvo frente a la puerta. Esa puerta. Mordió su labio hasta hacerlo sangrar, como si el dolor físico pudiera acallar el miedo que rugía dentro de ella.
Golpeó suavemente.
—Pasa —ordenó una voz seca.
Entró.
Fania, sin ser vista, detuvo la puerta con la punta del pie. Un hueco quedó entreabierto. Justo lo necesario para escuchar.
El Archiduque estaba sentado tras su imponente escritorio de roble, el rostro ensombrecido por la lámpara encendida.
—Siéntate —espetó sin mirarla.
Eliana obedeció. Juntó las manos sobre la falda y esperó, el corazón martillando con fuerza inhumana.
—¿Tienes algo que decir? —dijo él, con un desprecio tan denso que helaba el aire.
Ella no respondió. ¿Qué se suponía que debía decir?
Él la observó en silencio, y luego su mirada descendió. Se posó en el escote del vestido. Su vestido. Esa mirada… Eliana la conocía. Era la misma que la había perseguido durante años en esa casa.
Su cuerpo comenzó a temblar. El sudor frío le recorrió la nuca. No, no otra vez. Había tenido meses de paz. Meses en los que pensó que tal vez él la había olvidado.
—Veo que necesitas un recordatorio —dijo con voz baja y venenosa—. Te has olvidado de a quién perteneces. Te lo refrescaré la memoria… Mañana, después de la cena, vendrás a mi despacho.
El mundo pareció inclinarse. Eliana sintió que se desvanecía. Como si el aire se hubiera convertido en agua, imposible de respirar.
—¡Vete! —gritó de repente el Archiduque, su voz retumbando como un trueno.
Eliana se levantó de un salto, tambaleándose, con las piernas débiles como ramas secas. Salió como alma que lleva el diablo, luchando por no derrumbarse en el pasillo.
Fania corrió antes de ser descubierta. Su pecho subía y bajaba con dificultad, y el pánico era un cuchillo helado en su espalda.
Entró a la habitación jadeando.
—Avery…
—¿Qué pasó? ¡Dímelo antes de que llegue mi madre!
—El Archiduque… quiere forzarla. Mañana, después de la cena. Le dijo… le dijo que le recordaría a quién pertenece.
Avery se quedó en silencio un segundo. Solo un segundo. Y luego estalló.
—¡Maldito! ¡Maldito infeliz! —su grito fue contenido, un rugido contenido en su garganta. Apretó los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
—Fania, mañana temprano iremos a la ciudad.
—¿A la ciudad?
—Me llevarás con las cariñosas.
—¿Cariñosas…?
—Mujeres que ofrecen su cuerpo por dinero. La profesión más antigua del mundo.
—Pero, ¿Para que las necesita?
Avery la miró con los ojos encendidos.
—Mañana lo verás, Fania. Mañana sabrás qué tan lejos estoy dispuesta a llegar para proteger a mi madre.