Alison nunca fue la típica heroína de novela rosa.
Tiene las uñas largas, los labios delineados con precisión quirúrgica, y un uniforme de limpieza que usa con más estilo que cualquiera en traje.
Pero debajo de esa armadura hecha de humor ácido, intuición afilada y perfume barato, hay una mujer que carga con cicatrices que no se ven.
En un mundo de pasillos grises, jerarquías absurdas y obsesiones ajenas, Alison intenta sostener su dignidad, su deseo y su verdad.
Ama, se equivoca, tropieza, vuelve a amar, y a veces se hunde.
Pero siempre —siempre— encuentra la forma de levantarse, aunque sea con el rimel corrido.
Esta es una historia de encuentros y desencuentros.
De vínculos que salvan y otros que destruyen.
De errores que duelen… y enseñan.
Una historia sobre el amor, pero no el de los cuentos:
el de verdad, ese que a veces llega sucio, roto y mal contado.
Mis mejores errores no es una historia perfecta.
Es una historia real.
Como Alison.
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capítulo 18 "La Caja"
Capítulo 18- La Caja
Liliana ya intuía que algo no andaba bien. Lo notaba en los silencios pesados, en las miradas esquivas, en la manera en que algunos compañeros evitaban cruzarse con ella en los pasillos. Era el tipo de preámbulo que no necesitaba explicaciones: la noticia estaba en el aire antes de que se la dijeran.
Cuando vio que la llamaban desde administración, apenas levantó una ceja. No preguntó nada. Caminó hacia la oficina con paso firme, como si el mundo no pudiera afectarla.
En el pasillo se cruzó con Sharon. Su hermana la detuvo con una mano suave en el brazo.
—Lili… —murmuró, con un tono que oscilaba entre la disculpa y el miedo—. Solo quiero que sepas que van a tratarte bien. No es nada personal.
Liliana la miró de frente, con una mezcla de decepción y orgullo herido que le tensaba los labios.
—No hace falta que me consueles, Sharon. Ya sé cómo funciona esto.
Sharon bajó la mirada, incapaz de sostenerle el gesto.
—Lo lamento.
—Vos hacés tu trabajo —respondió Liliana, sin suavizar el tono—. Y yo entiendo el mío.
No agregó más. Siguió su camino con la espalda recta, sin una sola lágrima, sin girar la cabeza.
Dentro de la oficina, Richard la esperaba con su tono medido, casi administrativo. Fue breve y directo, como suelen ser en esos momentos. Le habló de recortes, de decisiones difíciles, de números que no cerraban. Aclaró que su desempeño no era el problema. Palabras huecas, recicladas, que ella ya había escuchado otras veces en boca de otros jefes, aunque nunca pensó que terminarían dirigidas a ella.
Liliana escuchó todo sin interrumpir, sin dar lugar a una grieta en su fachada.
—Está bien —dijo, cuando él terminó—. ¿Cuándo debo irme?
—Tenés el resto del día para ordenar tus cosas. Recursos Humanos te va a ayudar con los trámites —respondió Richard con su seriedad de manual.
Ella se levantó, agradeció con un gesto seco y salió sin saludar. En el pasillo, sus pasos resonaban firmes, pero por dentro la rabia le hervía como lava contenida.
Desde lejos, Sharon la observaba, apoyada contra una pared. No se atrevió a acercarse. Liliana solo la miró de reojo y siguió caminando.
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Unos días después, Liliana volvió a la empresa. No para reconciliarse, no para buscar palabras, sino para firmar papeles y cobrar su liquidación.
Entró con la misma postura erguida de siempre, pero ahora con una expresión endurecida, casi pétrea. Llevaba gafas oscuras pese a que el cielo estaba encapotado. No se detuvo en recepción, no devolvió saludos: fue directo al área de Recursos Humanos.
Terminó los trámites con rapidez. Y entonces, en el pasillo, el destino volvió a cruzarla con Sharon. Fue un segundo eterno.
—¿Querés que hablemos? —preguntó Sharon con voz tenue, como si temiera la respuesta.
Liliana se quitó las gafas lentamente. La miró a los ojos, y su voz salió fría, cortante:
—No vine a charlar. Vine a cobrar lo que me corresponde.
Volvió a colocarse las gafas y giró sobre sus talones.
Se marchó hacia la Caja.
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Subió las escaleras con paso decidido. El murmullo de voces, el roce de papeles y el golpeteo de los teclados llenaban el aire del segundo piso. Allí, tras el mostrador, Ely entregaba sobres de sueldos con su expresión impasible, repetitiva, como una máquina bien engrasada.
Liliana solo quería cobrar e irse. Pero al llegar, se encontró con una fila larga de empleados, todos aguardando su turno con paciencia resignada. Entre ellos, distinguió a Santiago.
Estaba unos cuantos lugares más adelante, con las manos en los bolsillos, la postura relajada y la mirada perdida en un punto indeterminado del techo.
Cuando la vio llegar, inclinó levemente la cabeza.
—¿Cómo estás? —preguntó con voz tranquila.
—Bien —respondió ella con sequedad—. Solo espero hablar con Ely sobre mi liquidación. ¿Y vos?
Santiago arqueó una ceja, con esa ironía que era casi un hábito.
—Ah, yo vine por mi sueldo. La espera es tan emocionante… casi como una montaña rusa sin cinturón de seguridad.
Liliana no sonrió. Su mirada permaneció fija en él, como si intentara descifrar algo escondido en ese comentario.
Y entonces ocurrió la casualidad que solo la vida se atreve a orquestar: Alison, en la pequeña cocina frente a la Caja, lo vio. Estaba allí, entre el aroma a café y las tazas alineadas como soldados en descanso, cuando divisó a Santiago en la fila.
Su corazón dio un salto. Sonrió sin pensarlo y levantó la mano para saludarlo, un gesto amplio, sincero, casi infantil en su espontaneidad.
Santiago respondió con una sonrisa breve, genuina, que brilló apenas un segundo.
Alison, entusiasmada, sacó el teléfono con disimulo, apoyándolo sobre la mesada. Tecleó un mensaje rápido, impulsiva:
“Hola vos. Estás tan serio que casi no te reconozco. ¿Todo bien?”
Unos segundos después, volvió a escribir, más directa:
“Nos vemos a la salida.”
Santiago sintió la vibración en el bolsillo. Sacó el celular, lo leyó sin apuro, y luego levantó la vista hacia ella. Sus miradas se cruzaron, y en la suya había algo extraño: ironía, distancia y una pizca de nostalgia.
Con una sonrisa altanera, escribió la respuesta:
“Todo bien. Pero hay algo que me molesta, y creo que deberíamos dejar todo así como está. No avanzar más. Es lo mejor, para no tener problemas.”
Alison sintió que el mensaje le helaba los dedos. Lo leyó dos veces. La sonrisa se le borró.
¿Después del beso en Boedo… así, de golpe?
¿Como si nada hubiera pasado?
La confusión la atravesó como un rayo. Una punzada en el pecho, seguida de una ola de enojo visceral. Respiró hondo, tragándose el orgullo como si fuera piedra.
Escribió con los dedos temblorosos:
“No está bien que quieras dejar todo así, como si nada. Pero si eso es lo que decidís, al menos podríamos seguir siendo amigos. ¿Por qué no me lo explicás bien? ¿Qué te parece si lo hablamos mañana, tranquilos?”
Envió el mensaje y cerró los ojos un instante. Había dado un paso más, aunque le doliera.
Santiago no esperaba esa respuesta. Lo tomó por sorpresa. La idea de un encuentro le encendió algo por dentro: un resto de deseo, una sombra de poder, una chispa peligrosa.
Sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, ambigua. Era una mueca que pocos conocían, una expresión casi diabólica.
Escribió:
“Está bien. Mañana sábado. En el centro. Te espero en el café de la esquina, sobre avenida Jujuy, cerca del subte. A las 10 am.”
Envió el mensaje con calma.
Alison lo leyó, con el corazón todavía revuelto. Contestó breve:
“Ok. Mañana a las 10 am en el café.”
Guardó el celular y se obligó a volver al trabajo. Limpiar, ordenar, seguir adelante. Aunque por dentro todo se sintiera distinto, más gris, más incierto.