en manos del mafioso , Emily escapó de una relación mala, cerro su corazón del amor, ahora estaba preparandose para su nuevo trabajo, sin saber lo que el destino le preparó
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capitulo 18
Días Atrás
El aire en el estudio de Adriano Moretti era espeso, cargado con el humo de puros caros y setenta años de poder implacable. Los tres hombres, la cúpula de la familia, revisaban expedientes y fotografías esparcidos sobre el escritorio de caoba. El objetivo: Luca Bianchi. Y, por asociación, la mujer que ahora parecía ser su punto débil: Emily Jones.
—Otro informe de los movimientos de Bianchi —gruñó Carlos, el menor, con la impaciencia característica de sus 34 años—. Gira alrededor de esta mujer como un planeta. Es patético.
Marcos, de 50 años, el heredero natural y cerebro de la operación, tomó la carpeta sin mucho interés. Su mirada, dura y cansada, se paseó por los informes de vigilancia. Hasta que una fotografía, clara y nítida, tomada con un teleobjetivo frente a la oficina de Emily, lo detuvo en seco.
El mundo se silenció.
Allí, con la luz del sol acariciando su rostro, estaba ella. Emily Jones. Pero no era solo una mujer bonita. Era un fantasma. Tenía la misma curva en la sonrisa, la misma forma delicada de la nariz, el mismo óvalo perfecto del rostro que Isabella, su esposa, la mujer a la que había amado y perdido hacía tantos años en un trágico accidente de tráfico.
—¿Marcos? —la voz de su padre, Adriano, lo sacó del trance.
Marcos no respondió. Su dedo tembló ligeramente al tocar la foto. Pero entonces, vio los ojos. Los ojos de Emily no eran los castaños cálidos de Isabella. Eran de un azul grisáceo, intensos y claros. Eran sus ojos. Los mismos que veía cada mañana en el espejo.
Un recuerdo largo tiempo enterrado, doloroso y nítido, surgió con la fuerza de un rayo: Isabella, sudorosa y pálida en la cama del hospital, sosteniendo a su recién nacida. -Es una niña, Marcos. Nuestra princesa- le había susurrado con una sonrisa débil. La pequeña tenía unos finos cabellos oscuros y… esos mismos ojos azules grisáceos que él le había heredado.
El accidente había ocurrido solo tres meses después. El coche, fuera de control, se había salido de la carretera. Isabella murió al instante. La bebé, Emilia, había sido dada por muerta también. El cuerpo nunca se recuperó del todo entre los hierros retorcidos. O eso les habían dicho. O eso él había forcejeado por creer para sobrevivir al dolor.
—Padre —la voz de Marcos sonó ronca, quebrada—. Esta mujer… Emily…
Carlos resopló.
—¿Qué pasa con ella?¿Te gusta? Bianchi tiene buen gusto, lo admito.
—Cállate, Carlos —rugió Marcos con una ferocidad que sorprendió a ambos. Su mirada se clavó en su padre—. Adriano. Mira. Mira bien.
Le pasó la foto. Adriano, con sus ojos enturbiados por la edad pero no por la astucia, la estudió. Lentamente, el mismo asombro, mezclado con una incredulidad feroz, comenzó a dibujarse en su rostro arrugado.
—Isabella… —susurró el patriarca.
—Tiene mis ojos —concluyó Marcos, su corazón martilleándole el pecho. La posibilidad, descabellada y monumental, se abría paso como una luz cegadora. La primera niña de la familia Moretti en tres generaciones. Su niña. La que creyeron muerta.
La orden de Marcos fue inmediata y se ejecutó con la eficiencia brutal de la familia. Un par de días después, uno de sus hombres más discretos consiguió una muestra: un pelo, extraído del cepillo del baño de Emily durante una "visita" de mantenimiento forzada a su antiguo apartamento.
La espera para el resultado del ADN fue la más larga de la vida de Marcos. Se encerró en su estudio, mirando la foto de Isabella y la de Emily, una y otra vez, la esperanza y el temor librando una guerra en su interior.
Cuando el sobre llegó, sus manos temblaron al abrirlo. Sus ojos escanearon la página, saltándose los tecnicismos, yendo directo a la conclusión.
«Probabilidad de paternidad: 99.98%»
El papel cayó de sus manos, una oleada de emociones lo arrasó: una alegría vertiginosa, un dolor renovado por los años perdidos, y una rabia feroz, incandescente. No solo hacia quienes les habían robado a su hija, sino ahora, con una intensidad renovada, hacia Luca Bianchi. El hombre que tenía secuestrada a su hija, la hija de los Moretti. La princesa que nunca llegaron a mimar.
Entró en el estudio de su padre como un huracán, arrojando el informe sobre el escritorio.
—Está viva —declaró, su voz un eco grave de dolor y furia—. Emilia está viva. Y ese hijo de puta de Bianchi la tiene.
Adriano Moretti leyó el informe, y sus ojos, fríos como el acero, se encontraron con los de su hijo. La guerra con los Bianchi ya no era solo por el territorio o el poder. Acababa de convertirse en algo mucho más personal, más visceral. Era una cruzada para recuperar a la heredera perdida.
—Entonces —dijo el viejo lobo, con una calma peligrosa— se la quitamos. A cualquier costo.