Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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Al borde de la muerte
Ernestina no comprendía lo que Diego había intentado comunicarle y nos observaba en busca de una explicación.
— ¿Y bien? ¿No me van a informar sobre lo que está sucediendo? ¿Acaso se refiere a Salomé?
Tanto Alberto como yo manteníamos nuestra atención en Diego, quien en ese momento tenía el control de la situación. Su decisión podría resultar en una verdadera desgracia.
Finalmente, decidió expresar su mensaje:
— La verdad a la que nos referíamos es que Salomé y yo hemos decidido que Alberto y tú sean los padrinos de nuestro hijo. La intención era sorprenderte, pero tu esposo ha arruinado el momento.
Dijo con una sonrisa malévola, sin embargo, respiré aliviada de que Diego no nos delatara. Sin embargo, la idea de elegir como padrinos a Alberto y a mi hermana me parecía una de las decisiones más cuestionables que podía haber tomado.
Ernestina abrió los ojos, sorprendida, y su alegría fue inmediata:
— ¿Es en serio? ¿De verdad quieren que Alberto y yo seamos los padrinos de su hijo?
— Por supuesto, querida cuñadita. Eso nos haría muy felices, ¿verdad, Salomé?
No podía hacer otra cosa que seguirle el juego a Diego. Me sentía entre la espada y la pared, no solo por la salud de mi hermana, sino también por lo que mis padres pensarían al enterarse. Sin duda, esto podría ser devastador para ellos. Por lo tanto, si había decidido casarme con Diego, debía continuar con la farsa hasta el final, principalmente por el bienestar de mi familia.
— Claro que sí, hermana. Estoy igualmente feliz de que seas la madrina de mi hijo.
— ¿Y tú, Alberto? ¿No vas a decir nada? ¿No te parece fabuloso que ahora nos convirtamos en compadres? — le preguntó Diego con sarcasmo.
Sin embargo, Alberto no respondió. No estaba dispuesto a seguirle el juego a Diego, así que se limitó a salir de mi habitación, dejando a Ernestina sorprendida por su reacción. Ella salió corriendo tras él, como solía hacer. Me daba pena verla sufrir por alguien que no la quería, y me atormentaba la idea de que todo esto era por mi culpa.
Horas después…
Los invitados disfrutaban de la celebración, pero Ernestina y Alberto no se encontraban por ningún lado. Supuse que, tras la forma en que él había salido de mi habitación, probablemente habían tenido una discusión.
Diego, visiblemente ebrio, me miraba y sonreía. Yo estaba nerviosa; aunque sonara absurdo, no quería que la fiesta de bodas concluyera. Temía el momento en que quedaría a solas con Diego.
Se acercó a mí con una copa de champán en la mano, y tuve que soportar su aliento a alcohol mientras decía:
— Ha llegado la hora de irnos, amorcito.
— ¿A dónde? — pregunté.
— No te hagas la tonta. Estoy borracho, pero no soy estúpido. Así que levántate y salgamos de aquí — me tomó del brazo con fuerza.
— ¡Suéltame, me haces daño!
— Entonces no me obligues a usar la fuerza. Como dijiste hace un momento, tenemos un trato. Ahora eres mi esposa y tienes que obedecerme, quieras o no.
— Pero estás ebrio. ¿Cómo pretendes conducir el auto en ese estado?
— Te vienes conmigo y te callas. Estoy cansado de tus caprichos. Ya no eres la niña mimada de papá; ahora el dinero lo tengo yo. Así que no estás en condiciones de elegir.
— ¡Ay, me lastimas! ¿A dónde me llevas? ¡Suéltame!
— Vamos al auto. Tengo listos los pasajes de avión para nuestra luna de miel.
— ¿Irnos a dónde? No me dijiste que saldríamos de viaje; eso no estaba en los planes. Además, estás ebrio y no puedes conducir.
Me tomó del brazo con fuerza y se acercó a mí, susurrando muy cerca de mi rostro:
— Ahora eres mi esposa. Tienes que ir donde yo vaya. ¿O prefieres que arme un escándalo delante de todos los invitados y les diga que mi mujer espera un hijo del esposo de su hermana?
— ¡Basta, Diego! Llegamos a un acuerdo. Yo cumplí con mi parte: te cedí todos mis bienes, me casé contigo y estoy aquí fingiendo ser la esposa feliz. ¿Qué más quieres de mí?
— Quiero que seas mía. Es lo que más he deseado desde que te conocí, pero te entregaste a otro y ahora vas a tener un hijo bastardo. ¡Eres una cualquiera!
— ¡Cállate! Te prohíbo que vuelvas a ofenderme de esa forma — le respondí, llena de ira, mientras le propinaba una bofetada con todas mis fuerzas. Eso solo incrementó su furia, apretando mi brazo con fuerza, y sentía que me estaba lastimando.
Logré zafarme y salí corriendo. Diego estaba fuera de control; había bebido demasiado y quería desquitarse por mi traición. Estaba desesperada por evitar que los invitados o mis padres se dieran cuenta de lo que sucedía.
Corrí hacia el área de la servidumbre, buscando una salida a la calle. Mi intención era tomar un taxi o subirme al primer vehículo que pasara. Solo deseaba escapar de Diego.
En su estado de embriaguez, temía que intentara obligarme a estar con él. Me costaba correr con el vestido de novia, que aunque no era el tradicional, era bastante largo, y los tacones lo hacían aún más difícil.
Al salir por la puerta trasera y cruzar la calle, noté que Diego venía tras de mí. En ese momento, un auto se acercaba a gran velocidad. Diego, obsesionado con alcanzarme, no se percató del peligro.
Lamentablemente, al cruzar la calle, no se dio cuenta del vehículo que se aproximaba. Desde donde me encontraba, grité tratando de advertirle, pero fue en vano. El auto lo atropelló y huyó, dejándolo tendido en el suelo, gravemente herido.
— ¡Cuidado, Diego! ¡Dios mío!
Corrí hacia él, preocupada por su estado. Estaba ensangrentado, y no podía creer que algo tan terrible hubiera sucedido. Aunque Diego había actuado de manera egoísta y codiciosa, no deseaba que le ocurriera algo tan grave.
Comencé a gritar pidiendo ayuda. Los vecinos salieron rápidamente, al igual que el guardia de seguridad de la casa de mis padres. Sin perder tiempo, se apresuraron a mi auxilio.
Las condición de Diego, era realmente grave. Al verlo completamente ensangrentado sentí que estaba muerto.
(…)