Mi nombre es Alexander Dy Galyz, hijo mayor de Violeta de Dy Galyz, más conocida como "La Rosa Negra", la poderosa y enigmática líder colombiana radicada en Monza, Italia. Soy consciente de que mi historia está entrelazada con la de mi madre, una mujer que ha dejado una huella indeleble en el mundo, tanto en su vida personal como profesional.
A mis 24 años, soy ingeniero de sistemas, y con ello, el sucesor de un legado que mi madre ha construido con esfuerzo, sacrificio y una inteligencia que la ha convertido en una mujer respetada y temida por igual. Mi madre, a sus 41 años, ha logrado lo que pocos pueden imaginar: ha creado un imperio en Italia y ha conseguido un respeto absoluto en los círculos más altos de la sociedad.
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La Ira del Rey del Inframundo
La tensión en el ambiente del bar en Bogotá había alcanzado su punto máximo. Alexander Dy Galyz, el rey del inframundo, observaba a Juan Rodríguez con una calma inquietante mientras este hablaba, sin saber que cada palabra que salía de su boca lo acercaba más a su perdición. Juan, en su arrogancia y sed de venganza, mencionó el nombre de Valentina, la media hermana de Alexander, con una furia desmedida.
"¡Esa niña! Esa hija de Violeta que me alejó de su vida... ¡Ella tiene que pagar las consecuencias!" gritó Juan, con los ojos llenos de rabia. "Nunca dejé de buscarla, y ahora que tengo una oportunidad, me aseguraré de que ella sufra lo mismo que yo. Ella debe estar en mi poder."
Las palabras de Juan Rodríguez fueron como un rayo que atravesó la mente de Alexander. La mención de Valentina, la pequeña demonio de los Dy Galyz, desató algo mucho más profundo en su interior: la furia de un hijo protector, la rabia contenida por años de dolor y pérdida. Juan Rodríguez no sabía con quién estaba tratando. No tenía idea de que el hombre frente a él, que parecía estar escuchando pacientemente, era un líder indomable, alguien que había sido forjado por el mismo fuego que había hecho grande a su madre, Violeta.
Alexander sonrió levemente, una sonrisa fría, casi imperceptible. Pero en su mirada había una furia calculada, un fuego interno que no se veía pero se sentía. Levantó lentamente su mano y, con calma, dirigió la mirada hacia Juan. Sin prisa, pero con una seguridad aterradora, habló.
"Señor Rodríguez," dijo, su voz suave pero cargada de una intensidad palpable, "usted no sabe realmente por qué estoy aquí. Pero le diré una cosa: su ignorancia y su arrogancia lo han llevado a subestimarme de la peor manera."
Juan no entendía. Pensó que Alexander estaba simplemente jugando a ser el hijo que había sido manipulado por su madre, alguien que buscaba venganza como él. Sin embargo, esa era una trampa. Alexander nunca había sido un simple peón en los juegos de poder de los demás. Su mente era mucho más compleja, y su paciencia, mucho más peligrosa.
En un instante, Alexander se levantó de su silla. Con un movimiento tan ágil como imprevisto, dejó el tequila que compartían en la mesa y dio un paso hacia Juan. La atmósfera en el bar cambió de inmediato, como si el aire se volviera más denso, más pesado. Juan comenzó a sentir un escalofrío recorrer su cuerpo. Algo no estaba bien. Algo se le estaba escapando.
"Lo que acaba de decir sobre mi hermana, Valentina, la pequeña demonio de los Dy Galyz," dijo Alexander, con una mirada helada y fija en Juan, "es el último error que cometerá."
En ese momento, los hombres de Alexander, que se encontraban en las sombras, a su alrededor, se pusieron en posición. Juan finalmente entendió que había caído en una trampa que jamás habría imaginado. No era el hombre que iba a obtener la venganza que tanto deseaba, ni mucho menos iba a acercarse a Valentina.
Alexander, con un leve gesto, hizo que sus hombres se encargaran de Juan. Rodríguez, que había creído que estaba en control, ahora se encontraba rodeado, sin posibilidad de escape. La ira que Alexander había contenido durante años por el sufrimiento que su madre había vivido, por la amenaza constante hacia su familia, por el intento de Juan de acercarse a Valentina, estalló en una rapidez que ni siquiera Juan pudo prever.
"Dejemos que el mundo vea cómo se destruye una leyenda," dijo Alexander, con una sonrisa fría mientras se giraba hacia sus hombres. "Pero Juan Rodríguez no debe ver la luz del día. La última vez que lo vi, en su mente había una idea de lo que podía hacer. Pero no entendió que su destino ya estaba sellado."
Juan, de pie y ya sin la arrogancia que lo había acompañado todo el tiempo, comprendió demasiado tarde lo que había hecho. Los Dy Galyz nunca jugaban para perder, y mucho menos cuando se trataba de proteger a los suyos.
Alexander Dy Galyz, el rey del inframundo, había dado su sentencia. Juan Rodríguez pagaría las consecuencias de sus errores, y la familia Dy Galyz seguiría adelante con su dominio, más fuerte y más unida que nunca. El pequeño demonio, Valentina, sería siempre su mayor tesoro, y nadie, ni siquiera Juan Rodríguez, tendría la oportunidad de destruir lo que Violeta y Enzo habían construido.