Víctor, un escritor fracasado, sigue un mapa hacia una ciudad imposible. En su camino, enfrenta espejos rotos, bibliotecas de hueso y circos delirantes, descubriendo que su peor enemigo es él mismo. Un viaje oscuro entre la locura, la creación y el vacío.
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Capítulo XI: Las Voces del Subsuelo
El silencio después de la explosión fue peor que el ruido. Víctor cayó, aunque no supo si hacia arriba o abajo, a través de un pozo de tinta que le llenó los pulmones de letras ahogadas. Cuando tocó fondo, estaba en un túnel de arcilla húmeda, las paredes marcadas con arañazos que deletreaban "¿Quién vigila a los vigilantes de la realidad?". El aire olía a tierra mojada y pólvora vieja.
Una linterna mortecina colgaba del techo, iluminando un cartel oxidado: BURDEL DE LOS MÁRGENES. Más allá, una puerta de cuero curtido con cerradura de versos enredados. Víctor la empujó.
Dentro, el aire era denso con humo de opio y susurros. Las paredes estaban forradas de terciopelo negro desgastado, y en nichos iluminados por lámparas de aceite, mujeres inmóviles esperaban. No eran mujeres, no del todo: tenían bocas cosidas con hilo rojo, ojos vacíos rellenados con perlas negras, y piel de papel de periódico amarillento donde los titulares se movían como gusanos: "Amante se suicida en el río", "Poeta olvidado hallado muerto en hostal barato".
Un hombre con traje de carnicero y máscara de rata se acercó. Llevaba una bandeja con copas de cristal llenas de líquido plateado.
—Elige una —dijo, su voz un silbido de estática—. Cada una contiene un final que nunca escribiste.
Víctor rechazó la bandeja. Las palabras en su piel (Creador, Fragmento, La luz duele...) brillaban bajo la luz mortecina. Avanzó entre los nichos, sintiendo miradas que no podían existir. Una de las mujeres alargó una mano de dedos largos como tizones. En su palma, un verso tatuado: "Me llamo Clara. Tú me mataste en el capítulo tres".
—No soy él —murmuró Víctor, aunque el nombre *Clara* resonó en su cráneo como un disparo.
Al fondo del pasillo, una cortina de cadenas ocultaba una habitación. Víctor la apartó. Dentro, una mujer esperaba en un diván de cuero agrietado. Tenía cabello de tinta fresca que goteaba sobre hombros desnudos, y en lugar de ojos, dos espejos rotos que reflejaban versiones distorsionadas de él mismo.
—Eres lo que escribes —dijo, y su voz era el crujir de páginas arrancadas—. Y lo que escribes te devora.
Víctor intentó retroceder, pero las cadenas de la cortina se enredaron en sus brazos.
—¿Quién eres? —preguntó, notando que el suelo bajo sus pies era blando, como piel viva.
La mujer sonrió, mostrando dientes de cristal tallados con microhistorias de dolor.
—Soy la que recoge los personajes que abandonaste —respondió—. Los que lloran en tus borradores, los que murieron por tus tachones.
Señaló hacia una pila de manuscritos en un rincón. Víctor reconoció su letra: relatos truncados, poemas mutilados, novelas que jamás pasaron del primer capítulo. Al acercarse, los papeles cobraron vida. Voces emergieron:
—¿Por qué me dejaste en el bar? —gimió un borracho con rostro de sombra.
—¿Por qué quemaste mi final feliz?*—lloró una mujer con vestido de novia carcomido.
Víctor cubrió sus oídos (¿o eran los agujeros donde antes estaban sus ojos?), pero las voces atravesaban su piel. La mujer de cabello de tinta se levantó, acercándose hasta que sus espejos-ojos reflejaron su rostro deformado.
—Cada palabra abandonada es un pecado —susurró—. Cada silencio, una condena.
De pronto, las paredes del burdel comenzaron a sangrar. No sangre, sino tinta. Letras negras que se arrastraban como serpientes, formando versos en el suelo:
"El Autor huye,
pero sus fantasmas
bailan en los burdeles
de su mente."
Víctor tomó una lámpara de aceite y la arrojó a los manuscritos. Las llamas crecieron rápidas, devorando voces y reclamos. La mujer de tinta rio, su cabello ardiendo en llamas azules.
—¡Así se hace! —gritó, mientras el fuego le derretía los rasgos—. ¡Quema, miente, destruye! ¡Es lo único que sabes hacer!
El techo se desplomó. Víctor corrió entre vigas ardientes, esquivando manos de papel que intentaban sujetarlo. En la salida, el hombre de la máscara de rata lo esperaba con una copa plateada en la mano.
—Toma —insistió—. Es el final que mereces.
Víctor bebió de un trago. El líquido sabía a ceniza y hiel. Vomitó, pero ya era tarde: la copa contenía un espejo diminuto, que se deslizó por su garganta y se alojó en su estómago.
Afuera, el túnel había desaparecido. Ahora estaba en un callejón bajo la lluvia, con faroles que proyectaban sombras de hombres sin rostro. En la pared, un cartel descolorido anunciaba: RELJOERO DE MEMORIAS - PREGUNTAS NO HECHAS, RECUERDOS NO VIVIDOS
Antes de avanzar, tocó su abdomen. Bajo la piel, el espejo vibraba, mostrándole imágenes en flashes:
Un anciano en un taller de engranajes, reparando relojes con partes de sueños.
Una niña fantasma comiendo páginas de un libro vivo.
Lilith, colgada de un árbol de versos, su vestido negro en llamas.
La cadena en su tobillo (Culpable, Autor, Silencio, Fábrica, Banquete) ahora incluía un nuevo eslabón: Burdel.
Caminó hacia el callejón, donde la lluvia lavaba versos escritos en las paredes. En una esquina, una prostituta de papel lo observaba, sus ojos-perla negra brillando con lágrimas de tinta.
—Volverás —murmuró, desintegrándose en la lluvia—. Todos vuelven.