Lucía, una tímida universitaria de 19 años, prefiere escribir poemas en su cuaderno antes que enfrentar el caos de su vida en una ciudad bulliciosa. Pero cuando las conexiones con sus amigos y extraños empiezan a sacudir su mundo, se ve atrapada en un torbellino de emociones. Su mejor amiga Sofía la empuja a salir de su caparazón, mientras un chico carismático con secretos y un misterioso recién llegado despiertan sentimientos que Lucía no está segura de querer explorar. Entre clases, noches interminables y verdades que duelen, Lucía deberá decidir si guarda sus sueños en poemas sin enviar o encuentra el valor para vivirlos.
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El Misterio al Otro Lado de la Calle
El sol se colaba por las cortinas rotas de la ventana, dibujando rayas de luz en el suelo del salón. Es sábado por la mañana, y mi cuerpo sentía el peso de la fiesta de anoche como si hubiese corrido un maratón. Me desperté con el aroma a café quemado y el sonido de Sofía maldiciendo en la cocina. Me arrastré afuera de la cama, con el pelo hecho un desastre y el cuaderno aún abierto en mi escritorio, donde anoche había escrito ese poema que no sabía si era bueno o solo un grito.
—¿Cómo quemas el café, Sofía? —inquirí, mientras ingresaba al salón con una camiseta vieja y unos leggings. Ella estaba frente a la cafetera, con una expresión que era mitad frustración, mitad resignación.
—No lo quemé, solo... Lo hice con carácter —respondió, vertiendo un líquido negro como el alquitrán en dos tazas—. Además, no te quejes, que también hice tostadas.
—Eres un desastre, pero te quiero —agrego, optando por tomar asiento en la mesa, donde había un plato con tostadas ligeramente chamuscadas y un tarro de mermelada qué parecía estar en sus últimas.
Desayunamos en un silencio incómodo, interrumpido solo por el crujido de las tostadas y el ruido de la ciudad que se colaba por las ventanas abiertas. Los cláxones, las voces de los vecinos, y el zumbido de una moto lejana: la banda sonora de siempre. Mi mente seguía dando vueltas a la fiesta —la confesión de Javi, el enojo de Nicolás, la imagen de Kassandra y Bruno en el callejón, y, sobre todo, Adrián. Su mirada en el balcón, y su voz calmada en el juego. No debía estar pensando en él, pero lo hacía, y eso me asustaba.
—¿Sigues en la luna por lo de Javi? —preguntó Sofía, mientras lamia la mermelada de sus dedos—. Porque te juro que todavía no me lo creo. ¿Quién iba a decir que el amigo de Nicolás estaba pillado por ti?
—No estoy en la luna —respondí, aunque sentía las mejillas calientes—. Y no sé qué hacer con lo de Javi. Es... raro. No lo conozco tanto.
—Pues él parece conocerte lo suficiente como para soltar eso delante de todos. —Sofía levantó una ceja—. Y Nicolás, ugh, qué drama. Se fue como si le hubieran robado el protagonismo. ¿Crees que estaba celoso?
—No lo sé, y no quiero saberlo —agrego, y tomo un sorbo de café que, efectivamente, sabia a carbón—. Todo esto es demasiado. Prefiero olvidarme de la fiesta.
—Imposible olvidar esa fiesta. —Dice Sofía riéndose, y juego sd levantó para llevar los platos al fregadero—. Pero vale, cambiemos de tema. Hoy toca limpieza, reina. No podemos seguir viviendo en esta selva.
Suspiré, observando el desastre que era nuestro piso: platos sucios, ropa tirada, y apuntes desparramados. —Tienes razón. Pero si pones música, que no sea reggaetón a las diez de la mañana, por favor.
—Trato hecho —prometió, aunque sabía que no lo iba a cumplir.
Nos pusimos manos a la obra, dividiendo las tareas como si fuéramos un equipo militar. Sofía estaba a cargo del baño y la cocina, mientras que yo atacada el salón y mi habitación. Barrí el suelo, sacudiendo los cojines, y traté de ordenar el caos de libros y cuadernos en mi escritorio. Mientras pasaba la escoba por la ventana, algo me llamó la atención al otro lado de la calle. En el edificio de enfrente, en la puerta 23, había un montón de cosas apiladas: cajas de cartón, una lámpara vieja, y un par de maletas. El piso llevaba más de un año vacío, con las cortinas que siempren estaban cerradas y un aire de abandono. Pero en este momento, parecía que alguien había decidido reclamarlo.
—¿Sofía, has visto esto? —grité, mientras me asomaba por la ventana—. Creo que alguien se mudó al 23.
—¿En serio? —respondió desde la cocina, con el sonido de platos chocando—. Era hora. Ese piso parecía maldito. ¿Viste quién es?
—No, solo cosas afuera. Cajas, maletas, y una lámpara fea. —Me encogi de hombros, pero sentía una curiosidad que no sabía explicar—. Quizás es alguien de la uni.
—O un asesino en serie —bromeó Sofía, apareciendo en el salón con un trapo en la mano—. Venga, no te distraigas. Vamos a terminar esto antes de que me arrepienta.
Antes de que pudiera contestar, Sofía conectó su móvil al altavoz y puso una lista de pop indie que, sorprendentemente, no era insoportable. La música llenó el piso, y continuamos limpiando, cantando a medias y riendo cuando Sofía intentó un paso de baile y casi tiraba un vaso. Las horas pasaron en un borrón de detergente, risas y el ritmo de la ciudad afuera. Habíamos terminado agotadas, pero el piso lucia decente por primera vez en semanas.
—Somos unas cracks —dijo Sofia, mientras se tiraba en el sofá con una botella de agua—. Pero la despensa está más vacía que mi cuenta bancaria. ¿Quién va al súper?
—Voy yo —me ofrecí, porque necesitaba aire y un segundo para pensar—. Tú quédate y finge que estás ocupada.
—Trato hecho. —Sofía me guiñó un ojo, y solo optó por revisar su móvil.
Me cambié rápido, poniéndome una camiseta limpia, jeans y zapatillas. Agarré mi bolso, una lista de compras garabateada en un papel, y salí del piso, cerrando la puerta con un clic. El pasillo del edificio estaba silencioso, con el eco de una tele lejana y el aroma a comida de algún vecino. Bajé las escaleras, con los pasos resonando en el cemento, cuando algo me hizo detenerme en el penúltimo tramo. Había un hombre sentado en los escalones, de espaldas, con un cigarrillo en la mano. El humo subía en espirales, y su espalda, marcada bajo una camiseta negra, parecía tallada, como si estuviera horas en el gimnasio. No sabía por qué, pero mi corazón se aceleró.
Bajé otro escalón, intentando no provocar ningún ruido, pero el crujido de mi zapatilla lo alertó. Giro su cabeza, y cuando su rostro entró en mi campo de visión, mi aliento se atascó. Era Adrián. Sus ojos oscuros, los mismos que me habían atrapado en el balcón, me encontraron otra vez. Su cabello castaño estaba revuelto, y había una sombra de barba que no noté anoche. Se encontraba aquí, en mi edificio, como si la ciudad hubiese decidido jugarme una broma.
—Hola —dijo, con aquella voz calmada que parecía envolverlo todo. Luego apagó su cigarrillo contra el escalón y se levantó, con una sonrisa que era mitad curiosidad, mitad algo que no podía leer.
—H-hola —balbuceo, y sentí mis mejillas arder—. Yo... no sabía que estabas aquí.
—Acabo de mudarme —contesta, apuntando vagamente hacia arriba—. Piso 23, al otro lado de la calle. Todavía es un desastre, pero estoy intentando que sea habitable.
—¿El 23? —repetí, y mi mente conectó los puntos. Las cajas, la lámpara, y las maletas. Adrián era el nuevo inquilino—. Vaya, ese piso llevaba vacío un montón.
—Lo sé, parece que heredé un mausoleo. —Se rió, y el sonido era cálido, como si la ciudad se hubiese callado por unos segundos—. Soy Adrián, por cierto. Nos vimos anoche, en la fiesta de Marcos.
—S-sí, lo recuerdo. —Quería darme un golpe por escucharme tan nerviosa—. Soy Lucía.
—Lucía. —Repitió mi nombre, y sentí un escalofrío que no tenía sentido—. Bueno, pues ahora somos vecinos. Espero no ser el típico que hace ruido a las tres de la mañana.
—No te preocupes, ya tenemos uno de esos en el cuarto piso —bromee, y me sorprendió lo natural que escucha.
—Entonces tendré que portarme bien. —Me guiñó un ojo, y mi corazón dio un salto que no había pedido—. ¿Vas a algún lado?
—Al súper —respondí, elevando mi lista como si fuese una prueba—. La despensa está en crisis.
—Conozco esa sensación. —Al decir esto, se introdujo las manos en los bolsillos, y por un segundo, parecía que iba a decir algo más, pero solo asintió—. Bueno, te dejo. Nos vemos por ahí, vecina.
—Claro, nos vemos —contesto, con una sonrisa que espero que no pareciera tan temblorosa como me sentía.
Bajé el último escalón y salí del edificio, con el aire fresco golpeándome la cara. La ciudad seguía su ritmo, con sus cláxones y sus luces, pero yo me encontraba en otro mundo. Adrián es mi vecino, Adrián, el hombre del balcón, el fotógrafo, el que me observó como si me viera de verdad. No entiendo que significaba, pero podía sentir que algo acababa de comenzar, y no estaba segura de estar lista para ello.
Opté por sacar mi cuaderno mientras caminaba hacia el súper y comencé a escribir, bajo la luz de un farol:
“𝑼𝒏 𝒄𝒊𝒈𝒂𝒓𝒓𝒊𝒍𝒍𝒐 𝒆𝒏 𝒍𝒂 𝒆𝒔𝒄𝒂𝒍𝒆𝒓𝒂,
𝒖𝒏𝒂 𝒎𝒊𝒓𝒂𝒅𝒂 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐 𝒆𝒙𝒑𝒍𝒊𝒄𝒐.
𝑳𝒂 𝒄𝒊𝒖𝒅𝒂𝒅 𝒎𝒆 𝒕𝒓𝒂𝒋𝒐 𝒖𝒏 𝒏𝒐𝒎𝒃𝒓𝒆,
𝒚 𝒏𝒐 𝒔𝒆́ 𝒔𝒊 𝒒𝒖𝒊𝒆𝒓𝒐 𝒅𝒆𝒄𝒊𝒓𝒍𝒐.”