Promesas De Amor

Me encontraba de pie frente a la madre, con la mirada fija en su rostro, mientras sus palabras caían como una sentencia. Podía sentir la tensión en el aire, como si todo lo que había ocurrido entre Margareth y yo estuviera siendo evaluado, medido, decidido.

—No alborotes mi "gallinero" —dijo la madre con una calma que enmascaraba la firmeza de sus palabras. —Y solo aceptaré tus visitas si haces una propuesta seria a la niña.

Mis ojos se encontraron con los suyos, y su mirada no dejaba espacio a la duda. Ella no iba a permitir que mi presencia en su convento fuera solo un capricho, no importaba cuánto lo deseara. Mi relación con Margareth debía ser formal, comprometida, o simplemente no habría lugar para nosotros.

Respiré hondo, había llegado el momento que siempre quise , pedir a mi Margareth para que se case conmigo . Ella era mía, y yo iba a hacer todo lo que fuera necesario para que nuestra historia tuviera un futuro.

—Me casaré con ella —respondí con una determinación que sorprendió incluso a mí mismo. No era solo una promesa. Era lo que necesitábamos, lo que ella necesitaba.

La madre sonrió, un leve destello de aprobación en sus ojos.

—Así está bien —dijo, y de inmediato se acercó a Margareth, separándola de mis brazos con una firmeza que me hizo sentir un leve escalofrío. La tomó por el brazo, empujándola hacia la habitación con suavidad pero con la certeza de que nada de lo que había sucedido entre nosotros sería permitido hasta que las cosas fueran puestas en su lugar.

—Mientras no haya boda —continuó la madre, mirando a ambos con una mirada que no dejaba lugar a malentendidos—, no habrá más de esos acercamientos.

Vi cómo la puerta se cerraba tras ellas, y entonces me giré hacia la madre, decidido a dejar claro lo que estaba dispuesto a hacer.

—Me casaré con ella en menos de una semana —le aseguré. Mi voz no temblaba, no vacilaba. Si necesitaba ganarme su bendición, lo haría de la única manera que sabía: siendo firme, siendo sincero.

La madre me miró por un largo momento, y luego, por primera vez desde que comenzamos esta conversación, su rostro se suavizó.

—Que Dios te bendiga —dijo con una sonrisa que, aunque breve, fue suficiente para saber que, al menos por ahora, ella aceptaba lo que estaba por venir.

Me quedé allí un momento, mirando la puerta cerrada detrás de la cual estaba Margareth. Mi corazón palpitaba con una mezcla de emoción y anticipación. Pronto, todo cambiaría. Y esta vez, sería para siempre.

Narrado por Margareth

Estaba en el jardín, rodeada de flores frescas que cortaba con cuidado para mi ramo. Los colores vibrantes de las flores parecían reflejar el ánimo que sentía en ese momento, entre emoción y nerviosismo. En una semana sería el día de mi boda, y todo parecía estar sucediendo tan rápido. Me imaginaba a Arthur esperándome en el altar, con esa mirada tan intensa, tan llena de cariño. De alguna manera, no podía creer que todo estuviera por volverse real.

Además conocería a la familia de Arthur que según él era algo grande .

El vestido de novia ya estaba listo, y todo el convento había hecho los preparativos para la ceremonia. Era un día cálido, perfecto para caminar por el jardín, el lugar donde tanto había soñado estar en este momento. Mientras recogía unas margaritas, me decidí a ir a la casita de mi abuela. Necesitaba buscar algunas cosas de mi madre, ese toque que me recordara su presencia en el día que comenzaba una nueva vida.

Al entrar a la casa, sentí una extraña mezcla de sentimientos. La casita siempre había sido un refugio para mí, pero al mismo tiempo, estaba llena de recuerdos que me hacían sentir una conexión profunda con mi madre. La casa olía a madera envejecida, y el sonido de mis pasos resonaba en las paredes.

Fui directamente a su cuarto, donde guardaba algunas de sus pertenencias. Entre cajas de recuerdos, encontré su velo. Lo saqué de su caja, y al sostenerlo entre mis manos, sentí cómo el peso de ese objeto me conectaba con el pasado. Lo miré durante un momento largo, admirando la delicadeza del encaje, antes de doblarlo con cuidado.

Pero algo me hizo voltear, una presencia que no había anticipado. Allí, en el umbral de la puerta, estaba el alcalde. Su mirada era curiosa, como siempre, pero con un tono de algo más. No esperaba verlo aquí.

—¿Qué haces aquí? —pregunté con una leve sonrisa, tratando de disimular mi incomodidad.

Él observó el velo en mis manos y luego me miró a los ojos.

—¿Por qué estás con ese velo de tu madre? —preguntó, y su voz sonaba algo triste.

Suspiré antes de responder.

—Me voy a casar —le dije sin rodeos, como si fuera lo más natural del mundo.

El alcalde guardó silencio por un momento, observando el velo en mis manos. Luego, su voz suave me alcanzó de nuevo.

—Tu madre solía jugar con ese velo mientras cantaba —dijo con un dejo de nostalgia. El recuerdo de su voz sonaba melancólico, como si él también hubiera compartido momentos con ella.

Lo miré por un momento, tratando de leer sus ojos. No quería entrar en detalles con él, no quería recordar tantas cosas pasadas que ya no tenían relevancia en mi vida.

—¿Y tú por qué estás aquí? —le pregunté con una sonrisa forzada. No podía evitar sentir cierta irritación por su presencia.

Él pareció dudar por un momento, pero luego se encogió de hombros.

—Quería ver cómo estabas —respondió, con una sinceridad que no pude ignorar.

Lo miré fijamente, sin entender. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tanto tiempo?

—Ya me miraste —le dije, mi tono se volvío más firme. —Y estoy bien. Siempre he estado bien sin ti.

Noté cómo su rostro se endurecía, pero yo ya no quería más de esas conversaciones. No necesitaba su piedad, ni su interés ahora que estaba a punto de comenzar una nueva vida.

—Si no tienes nada más que decir, puedes retirarte —añadí, mirando de nuevo el velo de mi madre con una mezcla de tristeza y resolución.

El alcalde pareció vacilar, y sus labios se torcieron en una leve sonrisa amarga.

—Así tratarás a tu padre —dijo, casi en un susurro.

Mis ojos se entrecerraron, y mi respiración se volvió más pesada. ¿Cómo se atrevía a hablar de mi padre así? La ira comenzó a arder en mi pecho, pero traté de mantenerme calma.

—Alguien me dijo alguna vez que mi padre estaba muerto —respondí con calma, mis palabras más frías de lo que pensaba. —Y es así. No me importan tus opiniones al respecto.

El silencio se instaló entre nosotros, pesado, cargado de palabras no dichas. Finalmente, el alcalde se dio media vuelta y se alejó sin más, dejando que la puerta se cerrara con un suave golpe. Yo me quedé allí, en la misma habitación, con el velo de mi madre en mis manos, y me pregunté cómo había llegado hasta aquí. Pero algo dentro de mí, algo que había permanecido dormido durante tanto tiempo, me dijo que por fin estaba en el lugar que siempre debí haber estado: con Arthur. Y todo lo demás quedaba atrás.