Bajo El Cielo De Hierro

Valentina dejó el barrio sin mirar atrás, cargando su maleta y la certeza de que la vida que había intentado construir se había derrumbado de manera irreversible. Se refugió en una pensión barata de la ciudad, en un cuarto pequeño con una ventana que daba a un callejón. Pasaban los días y las noches, pero para ella el tiempo dejó de tener sentido. Las pocas pertenencias que llevó consigo permanecían desparramadas por la habitación, como si la desorganización del espacio reflejara el desorden de su mente.

La noticia de la muerte de Alejandro la perseguía, como una sombra que no la dejaba dormir. Se encontraba a sí misma repasando los últimos momentos juntos, las discusiones, la distancia que se había instalado entre ellos. El remordimiento la carcomía desde adentro, recordándole que su última conversación había sido un enfrentamiento, que nunca le dijo cuánto lo apreciaba, cuánto le debía su fuerza para seguir. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de Alejandro, con esa expresión que había tenido la noche de su partida, una mezcla de cansancio y algo más que nunca había podido descifrar.

El barrio, por su parte, intentaba seguir adelante, pero la tragedia de Alejandro había dejado una cicatriz difícil de borrar. Los pocos vecinos que seguían comprometidos con el proyecto de la cooperativa intentaban sostener la idea de un centro comunitario, aunque la falta de fondos y el vacío de liderazgo hacían que cada paso se sintiera como un retroceso. Sin embargo, con el paso de los meses, la motivación se fue apagando. El terreno quedó una vez más abandonado, como un monumento triste a un sueño que no pudo ser.

Un día, Valentina recibió una carta inesperada. Era del abogado de Alejandro, quien le informaba que él había dejado algunas pertenencias a su nombre, incluyendo un cuaderno de notas que Valentina había visto muchas veces en sus reuniones. El abogado le pidió que pasara por su oficina para recogerlo.

Cuando llegó a la oficina, la recibieron con una mirada compasiva que ella detestó. No quería la lástima de nadie; ya tenía suficiente con su propio dolor. Aun así, tomó el cuaderno y lo guardó en su bolso sin abrirlo, como si temiera que al hacerlo desataría una avalancha de recuerdos que no estaba preparada para enfrentar.

De vuelta en la pensión, dejó el cuaderno sobre la mesa y pasó varios días mirándolo sin atreverse a hojearlo. Finalmente, una noche de insomnio, lo abrió. Las primeras páginas estaban llenas de esquemas de los proyectos de la cooperativa, ideas para talleres, contactos de posibles donantes, y bocetos del nuevo centro comunitario. Pero, conforme avanzaba, las notas se volvían más personales, como si Alejandro hubiera usado el cuaderno para desahogar sus pensamientos más íntimos.

Había reflexiones sobre las dificultades que enfrentaban, sobre el peso de las deudas, pero también había pasajes que hablaban de Valentina. Alejandro había escrito sobre su admiración por su fortaleza, sobre cómo ella le había devuelto la esperanza cuando él ya no la tenía. Había una página que Valentina leyó con el corazón en un puño:

_"A veces, me pregunto si merezco su confianza. Valentina cree en un futuro que yo ya no sé si es posible, pero cada vez que la veo luchar por lo que ama, algo dentro de mí se ilumina, aunque sea solo un poco. Pero tengo miedo. Miedo de fallarle. Miedo de arrastrarla conmigo al abismo que se ha abierto a mis pies. Si tan solo pudiera encontrar una forma de que ella no pague el precio de mis errores..."_

Las palabras la golpearon como un martillazo. Sintió una mezcla de tristeza y rabia, tanto contra Alejandro como contra ella misma. No sabía si había sido egoísta por no haber visto lo que él realmente sentía, o si él había sido egoísta por haberse ido de esa manera, dejándola con un peso que parecía imposible de cargar. Cerró el cuaderno con las manos temblorosas y se echó en la cama, incapaz de contener las lágrimas.

Los días siguientes pasaron como un borrón. Valentina intentó buscar trabajo en la ciudad, sin mucho éxito. Cada rechazo era un recordatorio de su fracaso, de la vida que había intentado construir y que ahora solo era un cúmulo de ruinas. Su cuerpo se debilitó, como si cada paso se volviera más difícil de dar, y su mente se sumió en una especie de neblina que le impedía encontrar un propósito.

Una tarde, mientras caminaba sin rumbo por las calles, se encontró frente a la entrada de un edificio abandonado, un lugar que había visto antes pero nunca había prestado atención. Se detuvo frente a la puerta, sintiendo un impulso extraño, como si algo la empujara a entrar. Dentro, el polvo cubría cada rincón, y las paredes se desmoronaban lentamente, como los restos de un sueño que el tiempo había olvidado.

Valentina se sentó en un rincón, sintiendo el frío de las paredes y la soledad que la rodeaba. Cerró los ojos y, por primera vez desde la muerte de Alejandro, dejó que la tristeza la envolviera por completo. No intentó luchar contra ella, no trató de mantenerse fuerte, simplemente se permitió ser vulnerable, de una manera que no había hecho en mucho tiempo.

Mientras estaba allí, en esa penumbra solitaria, se dio cuenta de que no había manera de volver atrás, de recuperar lo que había perdido. El peso de la ausencia de Alejandro y de la comunidad que habían intentado crear juntos la aplastaba, pero al mismo tiempo, algo dentro de ella se encendió, una chispa de ira y desesperación. Se dio cuenta de que no podía seguir huyendo, que la culpa y el dolor la seguirían a donde fuera.

Decidió regresar al barrio, aunque solo fuera para enfrentar lo que había quedado atrás. Pero cuando llegó, encontró que el solar donde alguna vez se levantó la fábrica y después las ilusiones de la cooperativa, ahora era un terreno baldío, invadido por la maleza y los escombros. Algunos de los vecinos la miraron con frialdad, otros con una mezcla de compasión y reproche. Nadie le dio una bienvenida cálida.

Algunos intentaron hablarle sobre lo que había pasado en su ausencia, sobre cómo el sueño se desmoronó por completo, pero ella apenas escuchaba. Caminó hacia el centro del terreno y, sin decir una palabra, se sentó en el suelo polvoriento, dejando que la realidad la envolviera. A su alrededor, el silencio era denso, interrumpido solo por el susurro del viento.

En ese instante, Valentina entendió que la verdadera tragedia no era solo la pérdida de Alejandro, ni el fracaso del proyecto comunitario, sino la pérdida de ella misma en el proceso. Todo lo que había creído ser, todo lo que había soñado, había quedado atrapado en un pasado que ya no existía. Y no había manera de reconstruir algo que se había destruido tan completamente.

Sin embargo, no lloró. No había lágrimas suficientes para ese vacío que sentía. Simplemente, se quedó allí, sentada entre las ruinas de un sueño, contemplando un horizonte que ya no prometía nada.