Dios le ha encomendado una misión especial a Nikolas Claus, más conocido por todos como Santa Claus: formar una familia.
En otra parte del mundo, Aila, una arquitecta con un talento impresionante, siente que algo le falta en su vida. Durante años, se ha dedicado por completo a su trabajo.
Dos mundos completamente distintos están a punto de colisionar. La misión de Nikolas lo lleva a cruzarse con Aila.Para ambos, el camino no será fácil. Nikolas deberá aprender a conectarse con su lado más humano y a mostrar vulnerabilidad, mientras que Aila enfrentará sus propios miedos y encontrará en Nikolas una oportunidad para redescubrir la magia, no solo de la Navidad, sino de la vida misma.
Este encuentro entre la magia y la realidad promete transformar no solo sus vidas, sino también la esencia misma de lo que significa el amor y la familia.
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Parte 4
Aila
Había sido despedida. Lo vi venir desde el primer día, pero aun así dolía. Era cuestión de tiempo para que el niño de papi, ese malcriado con traje caro, fuera a quejarse. Como de tal palo, tal astilla: intentó hacer sus jugadas, manipularme, pero conmigo no fue ni será. Eso quería creer, aunque en el fondo sabía que su poder iba más allá de un simple capricho.
El muy hijo de perra no solo me había despedido, sino que había detenido cualquier avance en mi búsqueda de trabajo. Mi nombre parecía tener un sello invisible que les decía a las empresas "no la contraten". Temblaba de ira mientras abría el tercer correo de rechazo. Había pasado una semana y ya no podía contener el nudo que se formaba en mi garganta.
Pero no era solo él quien rondaba en mi cabeza. Esa otra figura, el hombre de cabello blanco, seguía apareciendo en mis pensamientos como una sombra imposible de ignorar. La última vez llevaba un suéter rojo, demasiado navideño para mi gusto. ¿Por qué podía verlo yo y nadie más? ¿Estaba al borde de la locura?
—Maldita sea —murmuré, mientras cerraba de golpe mi laptop y me desplomaba en el sofá.
La plata no era infinita, así que regresé a la casa de mis padres, un golpe más a mi ya destrozado orgullo. Ahora pasaba los días viendo series a las once de la mañana, consumida por la tristeza y el desánimo. Las historias de amor en los k-dramas me hacían llorar más de lo que me reconfortaban. Nadie daría la vida por mí. Nadie me amaría para siempre. Ese era mi sueño, pero ¿quién iba a cumplirlo?
Mis ojos se llenaron de lágrimas al pensarlo. La pantalla seguía reproduciendo una escena cursi mientras yo me acurrucaba en mi cama, abrazando una almohada como si fuera mi única compañía. Y entonces lo sentí. Ese olor.
Era él otra vez. Lo supe antes de verlo. Su aroma era una mezcla extraña de galletas recién horneadas y felicidad embotellada. Levanté la vista y ahí estaba, parado como si tuviera todo el derecho del mundo de estar en mi cuarto.
—Simplemente es un tonto —dije en voz alta, tratando de ignorarlo.
—¿Quién? —La pregunta, pronunciada con una voz profunda pero familiar, me sobresaltó. Me giré bruscamente, casi dejando caer el celular.
—¡Tú eres real! —exclamé, apuntándolo con un dedo acusador.
Él ladeó la cabeza como si acabara de escuchar la cosa más absurda del mundo.
—Claro que soy real. ¿Por qué crees que no?
—Porque nadie más te ve. ¡Nadie! Aunque pregunté —respondí rápidamente, mi voz llena de desesperación e incredulidad.
Él se echó a reír, pero no de una manera burlona, sino como si realmente disfrutara mi confusión.
—Es gracioso que una no creyente diga que está loca —comentó con una sonrisa que parecía iluminar el cuarto.
—¿No creyente? —Fruncí el ceño, sin entender.
—Exacto. —Asintió como si eso tuviera todo el sentido del mundo.
—Estás loco —dije con firmeza, volviendo la mirada a la pantalla de mi celular.
—Quizás —replicó, encogiéndose de hombros—, pero eso no cambia el hecho de que seguiré apareciendo.
—¡Pues no deberías! —grité, al borde de perder los estribos.
Se acercó a mí con las manos detrás de la espalda, luciendo ese horrible abrigo rojo que parecía sacado de un catálogo de Navidad. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, sentí su calor, ese tipo de calidez que no se encuentra en ninguna cobija ni en ninguna bebida caliente.
—¿Te gusta la nieve? —preguntó de repente, con una voz suave que me desarmó por completo.
—Nunca la he conocido —admití en un susurro, sin entender por qué le respondía.
Antes de que pudiera reaccionar, sentí su barba blanca rozar mi mejilla mientras susurraba:
—Te llevaré a conocerla.
En un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Mi cama, mi cuarto, el calor sofocante de la ciudad... todo desapareció. Abrí los ojos y me encontré rodeada de un blanco infinito. El frío se coló por mi piel como una bofetada.
—¡No! Esto es un sueño. Un maldito sueño —grité, cerrando los ojos con fuerza, esperando que todo se desvaneciera. Pero el frío era real, tan real como el hombre que estaba frente a mí.
—Señor, recuerde que es humana. No puede soportar tanto frío —dijo una voz nueva, desconocida.
Abrí los ojos y vi algo que me dejó helada, aún más que el clima: un hombre pequeño, diminuto, de esos que solo aparecen en cuentos de Navidad. Grité, perdiendo el equilibrio y cayendo en la nieve.
—Lo siento, lo olvidé —dijo el hombre de cabello blanco mientras se quitaba su abrigo rojo y me lo ofrecía. Al instante, el frío se desvaneció, como si el abrigo tuviera magia.
—Eso te ayudará —dijo, extendiendo su mano para ayudarme a levantarme.
Tomé su mano, aún temblando, y miré al pequeño hombre.
—Tú... tú estabas en mis sueños.
El hombre pequeño y el de cabello blanco intercambiaron miradas, pero no dijeron nada.
—Soy Finn, el líder elfo —se presentó el pequeño, con una sonrisa cálida que contrastaba con el ambiente helado.
—¿Elfo? ¿Son reales? —pregunté, atónita.
—Muy reales —respondió el hombre de cabello blanco, pero lo ignoré.
—Un placer. Soy Aila —dije, extendiendo mi mano hacia Finn, quien la estrechó con entusiasmo.
—Bienvenida, humana Aila.
—Aila está bien —respondí con una sonrisa.
—¿Por qué lo tratas mejor que a mí? —protestó el hombre de cabello blanco, cruzando los brazos como un niño ofendido.
—Porque él se presentó —respondí con firmeza.
—Tienes razón. Soy Nikolas Claus —dijo, extendiéndome su mano.
No pude evitar soltar una carcajada.
—¿Claus? ¿Como Santa Claus? —pregunté, divertida.
Otra vez, intercambiaron miradas incómodas.
—Ahm... sí. Soy Santa Claus.
Solté otra risa, esta vez más incrédula que divertida.
—Eso no existe.
—¿Entonces cómo crees que llegaste aquí? —replicó con una sonrisa confiada.
Y fue en ese momento que lo entendí. No estaba en mi cuarto. No estaba en mi casa. Estaba en algún lugar mágico, con un hombre que decía ser Santa Claus y que, por alguna razón inexplicable, había decidido traerme aquí.
—Simplemente, estoy loca. Perder el empleo me volvió loca —murmuré, mientras un nudo amargo crecía en mi garganta. Mis manos temblaban, y no sabía si era por el frío o por la desesperación. Las lágrimas amenazaban con caer, nublándome la vista. Era imposible no sentirme derrotada, rota en mil pedazos que nadie parecía tener la intención de recoger.
Nikolas Claus permanecía allí, como una figura sólida en medio de mi caos. Su rostro no mostró ni burla ni incredulidad, sino algo que no esperaba ver: comprensión. De pronto, lo sentí más cerca, y antes de que pudiera reaccionar, sus manos grandes y cálidas envolvieron mi cintura, alzándome como si fuera ligera como una pluma. El mundo pareció detenerse cuando nuestros ojos se encontraron.
—Necesito que respires profundo —me dijo con una voz que era firme y suave a la vez, como un susurro cálido en medio de una tormenta helada—. Mírame, soy Nikolas Claus. No te haré daño, jamás.
Su tono no dejaba espacio para la duda. Había algo en la forma en que me miraba, como si pudiera ver más allá de las paredes que había construido, como si pudiera tocar todas las partes rotas de mí que yo misma ignoraba. Su mirada era un refugio, un lugar donde por un instante parecía posible que todo pudiera estar bien.
Quise resistirme, pero no pude. Sus palabras, aunque locas, tenían un peso que atravesaba mi incredulidad. Cerré los ojos y tomé aire, un respiro profundo que llenó mis pulmones y alivió el temblor de mi cuerpo. Poco a poco, dejé que esa extraña calma que Nikolas me transmitía se filtrara en mi interior. Me permití creer, por un segundo, que había algo más allá del desastre en el que me encontraba.
Cuando abrí los ojos de nuevo, él seguía allí, sujeta a mí como si fuera mi ancla en este mundo irreal. Mi mente seguía gritando que nada de esto tenía sentido, pero mi corazón, agotado de tanto resistirse, quería aferrarse a sus palabras, quería creerle. Nikolas Claus, pensé, dejando que su nombre resonara en mi mente. Y aunque todo en mi vida había sido un caos absoluto hasta ahora, algo en él me decía que, por locas que sonaran sus promesas, no estaba sola.