Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 16 – La Primera Brecha
El día en Toronto parecía respirar peligro. El cielo estaba cubierto por nubes pesadas, reflejando poca luz en la ciudad como un manto de plomo. En lo alto de la mansión, Theo observaba el día a través de las amplias ventanas de su despacho.
El vaso de whisky descansaba intacto sobre la mesa, olvidado, mientras mantenía la mirada fija en la línea del horizonte. Las últimas noticias eran demasiado claras: Volkov no solo había asumido el lugar de Vladimir, sino que estaba reorganizando el caos ruso. El enemigo no solo había sobrevivido, estaba floreciendo.
Nikos entró en la habitación en silencio, como siempre hacía. Llevaba un dossier grueso bajo el brazo, y la expresión seria delataba que no había nada positivo que informar.
—Don… —empezó, dejando la carpeta sobre la mesa— Volkov no se está limitando a los hombres que quedaron de los rusos. Está reuniendo a las pandillas locales. Latinos, motoristas, incluso pequeños grupos de albaneses. A todos les promete dinero y territorio.
Theo no respondió de inmediato. Giró lentamente el anillo dorado en su dedo, el brillo discreto de la joya reflejando la llama de las velas del despacho.
—Quiere rodearme. —respondió, como si la deducción fuese solo una confirmación de lo obvio— Piensa que puede debilitarme usando perros callejeros.
Nikos respiró hondo.
—Ya hubo tres explosiones en áreas neutrales, dos de nuestros proveedores muertos. No está fanfarroneando. Si sigue a este ritmo, puede alcanzar directamente nuestras rutas.
Theo entrecerró los ojos, apoyándose en la mesa. El tono de su voz era frío, calculado.
—Las rutas se reconquistan. A los hombres, los reemplazamos. Lo que no se reemplaza es el respeto. Y Volkov se atreve a desafiarme en mi propio territorio. —El silencio pesó durante algunos segundos— Entonces aprenderá el precio.
Nikos vaciló. Pasó la mano por el rostro y, por fin, sacó algo del bolsillo interno del abrigo… un pendrive negro, simple, que desentonaba con toda la grandiosidad del despacho. Lo colocó sobre la mesa.
—Encontramos esto durante la investigación de la fábrica. Estaba escondido en un compartimento falso. Tuve que romper la cerradura para sacarlo. —Hizo una pausa, como buscando las palabras adecuadas— Tiene que verlo.
Theo arqueó la ceja. Tomó el objeto entre los dedos y, sin perder tiempo, lo conectó al ordenador. La pantalla se encendió con carpetas numeradas. Videos. Muchos.
Clicó en el primer archivo.
La imagen granulada mostró un sótano iluminado por una lámpara solitaria. Voces en ruso llenaban el audio, mezcladas con el llanto ahogado de mujeres. Cadenas tintineaban. Las cámaras grababan los cuerpos frágiles, prisioneras de un infierno frío.
Theo mantuvo la expresión de piedra, pero sus ojos eran armas amartilladas. Cada segundo hacía hervir más su sangre. Pasó por varios archivos hasta que, en uno de ellos, la imagen fue distinta. Reconoció el mismo sótano donde encontró a Naya. El mismo suelo manchado. Y allí estaba ella. Más delgada, más herida, amordazada, con los ojos que aún hoy cargaban cicatrices.
Theo cerró la mano sobre el brazo de la silla, los dedos blancos de tanta fuerza. La voz de un hombre detrás de la cámara resonó, riendo en ruso, llamando a las prisioneras “mercancía”. En la esquina inferior del video, una inscripción en letras mayúsculas: Mercancía 717.
Theo apagó el video bruscamente, como si el acto de cerrar la pantalla pudiera borrar el sabor amargo que subía a su boca. El silencio en el despacho era absoluto.
—¿Y bien? —preguntó, sin mirar a Nikos.
—Existen decenas de registros como este. No son solo mujeres… —Nikos tragó saliva— Es trata de personas a gran escala. Y Naya… estaba en el centro de todo.
Theo se levantó. Caminó hasta la ventana, respirando hondo, controlando la rabia que amenazaba con romper su fachada.
—Mercancía. —repitió, casi escupiendo la palabra— Convirtieron a las personas en números.
Se quedó unos segundos callado. Luego se volvió hacia Nikos.
—Quiero a cada hombre que participó en esto. Cada rostro, cada nombre. Quién grabó, quién vendió, quién compró. Todos. —Su voz era gélida— No dejo que ninguno respire.
Nikos asintió y salió, dejándolo solo con la pantalla apagada.
Theo permaneció allí unos minutos, inmóvil. Después, contra todo instinto, tomó el pendrive y caminó hacia la habitación de ella.
El pasillo estaba silencioso. Cuando abrió la puerta, encontró a Naya sentada en la cama, abrazando las rodillas. Cortinas cerradas. La luz suave de la lámpara de noche hacía que su rostro pareciera aún más delicado, las sombras revelando marcas que el tiempo no borra. Sus ojos se alzaron cuando él entró, pero no había miedo inmediato. Solo cautela.
Theo sostenía el pendrive entre los dedos.
—Necesitas ver esto. —dijo, con la voz baja, firme.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué?
Él no respondió. Colocó el pendrive en un portátil que había traído consigo y lo apoyó sobre la mesa de la habitación. Con un clic, el video comenzó. El mismo sótano, la misma cadena. El mismo infierno.
Naya abrió mucho los ojos. Su cuerpo se endureció, como si hubiera recibido un golpe invisible. Llevó la mano a la boca, los dedos temblando.
—No… —susurró, retrocediendo— No, por favor…
Theo se acercó, sujetándola por el hombro.
—Mira. —dijo, sin suavidad— No huyas.
Ella intentó resistirse, pero sus ojos volvieron a la pantalla. Y entonces lo vio. En la esquina de la grabación, caído en el suelo de cemento, estaba un collar plateado. Un colgante en forma de estrella, gastado por el tiempo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante.
—El collar… —su voz se quebró— Mi collar…
Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Todo su cuerpo temblaba. Theo no entendió de inmediato, hasta que ella sollozó:
—Fue lo último que me dio mi madre. Yo… yo lo tenía conmigo cuando… —se atragantó— cuando me atraparon. Pensé que lo había perdido.
Theo la sostuvo con firmeza, impidiendo que se derrumbara sola.
—Entonces no lo perdiste. Está aquí. No te lo quitaron. —Su voz era grave, pero había algo escondido en ella.
Naya lloraba como si todas las paredes que construyó se derrumbaran de golpe. Y, entre las lágrimas, las palabras escaparon, frágiles, pero claras:
—Mi nombre… no es solo Naya. —alzó los ojos anegados hacia él— Es Naya Eleni Markovic.
El mundo pareció silenciarse por un instante. Theo la observó, absorbiendo cada sílaba. Era como si, en ese momento, dejara de ser solo un fantasma rescatado de un sótano. Se convertía en alguien. Tenía nombre, apellido, historia, sangre.
Soltó el aire despacio, sintiendo un peso extraño en el pecho.
—Naya Eleni Markovic. —repitió, como si grabara el nombre en piedra— Ahora has vuelto a existir.
Ella sollozó, escondiendo el rostro contra su pecho. Theo la abrazó con un brazo, aún rígido, pero sin apartarla. El calor de su cuerpo era real, humano, y por primera vez desde el inicio, sintió que no era solo alguien a quien proteger. Era alguien a quien vengar.
Horas después, cuando Naya finalmente se durmió, Theo salió de la habitación. En el pasillo, Nikos lo esperaba.
—¿Y bien? —preguntó, viendo la mirada sombría del Don.
Theo encendió un cigarro, aspiró hondo y soltó el humo despacio.
—Ahora sabemos quién es. —respondió, firme— Y sabemos lo que le hicieron.
Nikos aguardó, en silencio.
Theo giró el cigarro entre los dedos, la mirada dura como acero.
—Volkov cree que puede alcanzarme con armas y hombres. No lo entiende. —Hizo una pausa antes de añadir:— Ahora la guerra es personal.
Se volvió hacia el pasillo, las sombras proyectándose detrás de él.
—Nadie toca a Naya Markovic. —dijo, con la certeza de quien acaba de dictar un veredicto— Quien lo intente, muere.
Y, mientras caminaba hacia la oscuridad del despacho, Theo Greco supo: aquella no era solo otra batalla de la mafia. Era una cruzada. Y no descansaría hasta transformar cada recuerdo de dolor de ella en sangre derramada de sus enemigos.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!