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Status: En proceso
Genre:Terror / Aventura / Viaje a un juego / Supersistema / Mitos y leyendas / Juegos y desafíos
Popularitas:429
Nilai: 5
nombre de autor: Ezequiel Gil

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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.

NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 16: Peligro.

El motor vibraba como el ronroneo de un felino y un rugido constante parecía retumbarme en el pecho. Eso, junto con el perfume dulce que sentía en el cuello de Alana, en teoría debería ser relajante. Pero eso solo en teoría.

Antes de que pudiera sostenerme, Alana aceleró y la ciudad se volvió un borrón de luces y sombras a nuestro alrededor. Sentí el pelo suelto de Alana azotando mi casco y cómo cada bache y cada curva golpeaban el asiento, tratando de arrojarme al suelo. Me aferré con fuerza a los fierros de atrás; estaba convencido de que si me soltaba, me iban a tener que buscar varias cuadras atrás y con ambulancia.

Sin avisar, frenó de golpe. El cuerpo se me fue hacia adelante; en un segundo pasé de ver el pelo ondeante de Alana a ver el manubrio de la moto. Me mordí el labio para no gritar mientras la moto giraba bruscamente, casi violentamente, doblando en una esquina con la rapidez de un golpe inesperado. La adrenalina me revolvió el estómago y una pequeña ráfaga de miedo se instaló en mi pecho.

—¡Hija de tu madre! —le grité, aunque su carcajada llena de malicia fue su única respuesta. Su voz tenía esa mezcla de desafío y diversión que solo ella sabía tener.

Llegamos a un semáforo y Alana frenó con más brusquedad. Bajé de la moto, estirando las piernas agarrotadas, y me apoyé contra la chapa fría del vehículo.

—Dale, cambiemos —le dije, con el pulso todavía acelerado.

Se encogió de hombros y soltó una risa baja y casi burlona.

—¿Qué, te dio miedo? —dijo, acercándose a pocos metros de mí.

No respondí. Arranqué la moto, le di el casco y le señalé para que subiera. Ella se detuvo un segundo y miró el casco que le alcancé. La miré con firmeza.

—Sí, sí, lo voy a usar —dijo con ironía, pero en cuanto arranqué se lo quitó.

No pude evitar fruncir el ceño, pero en vez de protestar, decidí ignorarla y manejar. Sin darme cuenta, cometí el más torpe de los errores: ser descuidado frente a ella.

Me abrazó por detrás, con fuerza, casi asfixiante, y sus dedos empezaron a dibujar juegos lentos y traviesos en mi espalda. Por un instante, el miedo quedó a un lado, reemplazado por una extraña mezcla de calma e incomodidad que solo ella podía provocar.

Aceleré. Creo que a medida que aceleraba la moto, lo hacía mi pecho también, pero esta vez el ritmo era otro: menos salvaje, más medido. El recorrido pasó rápido, las calles conocidas, y el ruido de la ciudad se fue haciendo menos denso a medida que nos acercábamos.

—Vas más lento que una abuela —se soltó en una burla.

—Al menos llegamos vivos —respondí, soltando un aire que no sabía que estaba conteniendo.

Ella bajó de la moto y me señaló el edificio frente a nosotros.

—Esta es la casa —dijo.

Caminamos hacia la puerta. Alana tocó el timbre con confianza, como si no fuera la primera vez que lo hacía, y después de unos segundos, la puerta se abrió.

Apareció una chica con una postura sombría, vestía una campera deportiva que parecía demasiado grande, unas calzas que terminaban en pantuflas gastadas y una cola de caballo que dejaba ver mechones de cabello teñido de rojo sobre un fondo negro. Las ojeras pronunciadas y la mirada cautelosa hablaban de noches sin descanso.

Alana sonrió de lado, como si conociera bien esa sombra.

—Rocío, Leo, Leo, Rocío. Ahora te dejo —dijo sin más, y sin esperar respuesta se dio vuelta, trotando como caperucita roja. Se fue, subió a la moto y arrancó dejando el sonido del motor como fondo de la incómoda atmósfera que quedó entre la chica sombría y yo.

Me quedé parado en la puerta, sin saber bien qué hacer, mientras Rocío me miraba con ojos que parecían escanear hasta el último rincón de mi alma.

—¿Qué está pasando? ¿Y por qué Alana se fue? —preguntó con voz baja pero firme.

—Porque la voy a matar —respondí sin más, intentando que el tono fuera una broma para aliviar la tensión.

Ella me estudió un instante, cruzó los brazos y se recostó contra el marco de la puerta.

—Perdón por todo esto —empecé, sintiendo que cada palabra me pesaba más—. Estoy buscando unas cosas que faltan en la computadora de Esteban... cosas importantes.

Al oír eso, Rocío cambió. La guardia se levantó, los ojos se entrecerraron y su postura se hizo rígida.

—¿Qué cosas? —preguntó, con un filo que no esperaba.

Sentí cómo el aire se volvía más denso, como si el espacio mismo se hubiera encogido un poco.

No quise contar toda la verdad.

—Tenía unos scripts, unos archivos para un trabajo que queríamos hacer juntos —dije, tratando de sonar casual—. Pero me robaron la computadora y no hice respaldo, por eso pedí la de Esteban. Pero no encontré nada. Alana pensó que quizás vos podrías saber algo.

Ella negó con la cabeza, la expresión oscurecida.

—No sé nada de eso.

Me sentí en la cuerda floja. Era mucho más reservada de lo que parecía.

—¿Pero vos lo estabas saliendo con él? —traté de indagar.

—Sí, pero desde hace un año que terminamos.

—Ah, cómo Alana me dijo que se veían hasta antes de su muerte...

Callé, esperando.

—Sí —dijo con voz cansada—. Habíamos terminado, pero de vez en cuando salíamos... como amigos.

Busqué en su mirada alguna señal de mentira, pero solo vi resignación.

—¿No dejó algún disco o un pendrive con datos o algo así? —pregunté.

—No recuerdo —respondió—. Pero puedo fijarme —agregó, con un tono que invitaba a que me fuera, para que rápidamente pudiera olvidar mi existencia.

En ese instante, se me ocurrió algo y mencioné:

—Si encontrás algo con los nombres “Murlo” o “Banstee”...

Sus ojos se abrieron de golpe y me miró con una mezcla de alarma y desafío.

—¿De dónde sacaste eso? —preguntó, con la voz más firme y fría. De repente, la aparente coraza de frialdad parecía resquebrajarse un poco.

Me hice el distraído y respondí:

—No es nada importante, es de la facultad.

Pero Rocío no me dejó ir tan fácil.

—Sé que no es de la facultad —dijo, casi como una amenaza—. ¿Qué sabes del juego? —agregó, ya acercándose a mí.

El silencio se hizo más pesado entre nosotros.

Yo solo pude sostenerle la mirada, sabiendo que esa pregunta era mucho más profunda que los archivos perdidos.

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