Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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Y Parí en las Sombras
Eirian
No hubo cantos.
No hubo ternura.
Solo dolor.
Crudo, feroz, infinito.
El parto comenzó en la madrugada, cuando la luna aún estaba alta y el mundo parecía dormido. Me retorcí sobre las sábanas empapadas de sudor y sangre, mordiendo el borde de la almohada para no gritar. No quería que él supiera. No quería que fuera testigo de mi debilidad.
Pero en el palacio, nada ocurría sin que Corven lo supiera.
La partera llegó con el rostro pálido y las manos temblorosas. No era la misma mujer dulce que había venido a verme durante los últimos meses. Esta era otra, fría, muda, con ojos vacíos. La seguían dos doncellas, y detrás de ellas, las sombras de los soldados esperando, siempre vigilando, como si mi cuerpo mismo fuese una amenaza.
—Respira, Eirian —dijo la mujer sin emoción—. No dejes que el miedo te consuma.
Demasiado tarde para eso, pensé, mientras el dolor me partía en dos.
No recuerdo cuánto duró. Horas. Una eternidad. En algún punto, dejé de ser yo. Era solo carne desgarrada, respiración entrecortada, un grito que nunca terminaba de salir.
La sangre no paraba.
—Está perdiendo demasiado —murmuró una de las doncellas, con el rostro pálido.
—Sigue —ordenó la partera—. No tenemos opción.
El mundo se volvió borroso. Vi manchas danzando sobre el techo, estrellas negras cayendo sobre mis ojos. No sabía si el hijo estaba vivo. No sabía si yo lo estaba. Solo sentí algo caliente, salir, deslizarse… y luego, un sonido.
Un llanto.
Débil.
—¿Es…? —mi voz fue apenas un suspiro—. ¿Está bien?
Pero nadie me respondió.
Una de las doncellas tomó al niño envuelto en telas grises y se lo llevó sin mostrarme el rostro. Me arrastré, tratando de sentarme, de ver, de entender. Pero el mundo giraba y mi cuerpo no me respondía.
—No… no… quiero verlo… —jadeé, las lágrimas mezclándose con el sudor.
Y entonces él entró.
Corven.
Impecable. Sin una mancha. Como si no llevara años ardiendo por dentro. Como si mi sufrimiento fuera música para él.
—¿Dónde… dónde está? —pregunté con la voz rota.
—Está vivo. —Su tono era neutro. Indiferente. Cruel en su contención.
—Quiero verlo…
—No.
Solo una palabra.
Cortante. Irrevocable. Como un filo atravesando el alma.
—Corven… por favor… por favor… —Me arrastré hasta el borde del lecho, mis manos ensangrentadas suplicando por algo que ya no era mío.
—Ya no te pertenece —dijo, agachándose frente a mí—. Como tú ya no te perteneces.
—Es mío… —susurré—. Lo llevé dentro… lo amé…
—Y por eso nunca serás digno—escupió con desprecio—. Porque creíste que podías amarlo sin mí.
Sus dedos tomaron mi rostro, obligándome a mirarlo. Tenía los ojos encendidos. Oro fundido, furia contenida.
—¿Sabes qué me dijeron cuando te vieron parir? —susurró, casi como si compartiera un secreto—. Que rogabas. Que llorabas como un niño. Que casi mueres por algo que no verás crecer.
Sentí que me rompía. Que algo dentro de mí se quebraba para siempre.
—Te odio… —murmuré, sin fuerza, sin esperanza.
Él sonrió.
—Lo sé.
Las semanas siguientes fueron un vacío.
No se me permitía salir. No se me permitía preguntar.
Mi hijo era un secreto.
—Está bien —decían las criadas, sin mirarme a los ojos—. Come. Duerme.
Pero no me dejaban tocarlo. Ni siquiera ver su sombra.
Y cada noche… cada maldita noche, Corven venía.
Entraba sin pedir permiso, como quien visita un jardín ya conquistado. Me encontraba siempre sentado en la cama, las manos sobre el regazo, la sonrisa pintada a la fuerza.
—Qué belleza, así tan dócil… —murmuraba, acariciando mi rostro.
—No quiero —susurraba yo, con los ojos cerrados.
—No se trata de querer, mi flor. Se trata de ser.
Su voz era miel envenenada.
Y cuando me tocaba, lo hacía con el cuidado de un artista que no quiere arruinar su obra. Me besaba las cicatrices, me obligaba a reír, a decirle que era hermoso, que lo amaba, que lo extrañé.
—Di que te hice feliz.
—No.
—Di que me perteneces.
—No.
—Di que me amas.
—¡NO!
La bofetada era siempre suave. Lo justo para dejar marca sin romperme los huesos. Lo justo para que aprendiera.
—No me obligues a ser cruel —decía—. Tú me haces ser así.
Y luego volvía a meterse en mi cama.
Y yo… yo aprendí a fingir.
A decir las palabras que él quería oír.
A cerrar los ojos y dejar que me invadiera sin resistencia.
A no llorar hasta que se durmiera.
Algunas noches, hablaba conmigo como si nada.
—Tiene mis ojos —dijo una vez—. El niño. Pero tu boca. Tan delicada…
—¿Cómo lo llamaste? —pregunté, con un hilo de voz.
Corven sonrió con un dejo de ternura perversa.
—No importa. Le cambiaré el nombre cuando aprenda a hablar.
—No puedes… —susurré.
—Puedo todo. Porque tú me lo diste. Con tu huida. Con tu traición. Con tu vientre. —Me miró con la pasión enferma de un dios que se sabe amo de todo—. ¿Sabes? Pensé en matarte después del parto. Pero hubiera sido… desperdicio. Hay demasiada belleza en ti cuando sufres.
La primavera llegó.
Las flores volvieron al jardín.
Y yo… yo no.
Ya no era Eirian. Ya no era nada.
No hablaba. No pedía. No miraba. Solo obedecía.
Sonreía cuando él entraba. Me abría a su tacto sin temblar.
Respondía con dulzura cuando me llamaba “tesoro”.
Y cuando dormía, fingía que yo también dormía.
Para no sentir. Para no existir.
Un día, Corven me llevó al jardín. Caminaba a mi lado con la mano sobre mi cintura, como si me amara. Me mostró una nueva sección, repleta de lirios, camelias y dalias blancas.
—Aquí estarás tú —susurró con afecto—. En mi jardín de flores eternas.
Y yo asentí. Sonreí.
Porque ya no quedaba nada que romper.
Yo era eso ahora.
Una flor.
Cuidada. Encerrada. Silenciosa.
Delicada, perfecta…
Y muerta por dentro.