Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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Éxito Culinario Familiar
El teléfono zumbaba como un insistente mosquito publicitario. Don Francisco, el maestro del márketing, no entendía de pausas culinarias ni de treguas creativas.
"¡Julieta! Los bocetos de Luxor, ¡ya!" chilló el mensaje.
Ella respondió con una mezcla de pánico y determinación que solo una diseñadora al borde de un ataque de creatividad puede manejar. Sus dedos llenos de pimienta mancharon el delantal de lunares mientras sostenía una cuchara de madera como si fuera un pincel y la sartén como si fuera un lienzo en blanco.
Las tres hermanas Sánchez observaban desde la puerta de la cocina, conteniendo la respiración.
—Esto va a terminar mal —susurró Lucía.
—Muy mal —confirmó Paula. "Dios nos libre", pensó.
La revolución gastronómica de Julieta comenzó con una especie de danza caótica. Arroz blanco que de pronto se tiñó de un rosa frambuesa impensable. Un pollo que, en lugar de ser dorado, parecía haber sido bañado en un chocolate más propio de una experimentación psicodélica que de una cena familiar.
Los cubiertos de plata —herencia de la abuela— temblaban horrorizados sobre el mantel. "¡Estamos perdidos!", gritaban en silencio.
Mercedes, la cocinera, miraba la escena como quien contempla un accidente de tráfico: no podía apartar la mirada.
—Va a ser un desastre —masculló Soraya. "Madre mía, ¿qué estará haciendo?", pensó mientras se mordía el labio.
Un chorrito de mermelada de naranja cayó sobre una salsa que ya de por sí parecía haber sido creada por un químico drogado. Cilantro, menta y aquella sustancia naranja formaban una combinación que desafiaría las leyes de la gastronomía y posiblemente de la física.
—Necesito los bocetos de Urbania —recordó el mensaje de Don Francisco.
Julieta parpadeó. "¿Era eso sal o azúcar? ¿El cilantro era esa hoja verde o la otra?". Su cerebro, acostumbrado a crear campañas publicitarias, hacía un cortocircuito entre conceptos creativos y medidas culinarias.
—Creo que esto va a ser... interesante —murmuró para sí misma.
"Interesante es un eufemismo", pensaron todos al unísono.
Los cubiertos de plata se estremecieron. Urgidos por un instinto de supervivencia, parecían querer saltar del todo y escapar de aquella zona de destrucción masiva que había sido alguna vez una cocina impecable.
La cena, prometía ser una experiencia gastronómica que pasaría a la historia familiar. O tal vez, simplemente, a los archivos de desastres culinarios.
"Si sobrevivimos a esto", pensó Julieta mientras removía su peculiar creación, "será un milagro"..
El teléfono de Julieta vibró. Un mensaje de Marco se coló entre su caótica preparación culinaria.
—En una hora llego a cenar —anunció el texto.
"¡Estoy en apuros!", respondió Julieta con un escueto mensaje que destilaba más pánico que palabras.
La puerta se abrió con el crujir de la elegancia contenida. Sara entró como si fuera a inspeccionar una zona de desastre nuclear, no a una cena familiar. Su traje sastre gris parecía una armadura de guerra corporativa, planchado con la precisión de un láser y sostenido por una postura que desafiaría a los marines.
—Julieta —saludó con una sonrisa que podría haber tallado cristal—. Veo que... estás finalizando de cocinar.
La frase flotó en el aire como una sentencia de muerte gastronómica.
En el comedor, doña Berta permanecía inmóvil, cual estatua de la paciencia aristocrática. Sus ojos, dos témpanos de hielo sobre el mantel de encaje, observaban el escenario con una impasibilidad digna de un juez supremo.
Lucía y Paula, las hermanas, intercambiaban miradas de complicidad. Un escalofrío de presagio les recorrió la espalda.
—Vamos a morir —murmuró Paula.
—Definitivamente —confirmó Lucía.
De pronto, un terremoto infantil hizo erupción. Ana María, las gemelas Mía y Pía irrumpieron como un huracán de energía descontrolada. Gritos, risas, carreras que convertían el elegante comedor en un campo de batalla digno de una película de acción.
Arturo y Miguel, los hermanos mayores, no se quedaron atrás. Con la sutileza de un tanque, se unieron a la refriega, transformando el espacio de buen gusto en un ring de lucha libre infantil.
Roberto y Alfonso, los cuñados, aparecieron caminando y observaban la escena con esa mezcla de cansancio y resignación que solo dan los años de paternidad.
"Esto va a ser una noche épica", pensó Julieta mientras una nube de humo salía sospechosamente de la sartén.
Los cubiertos de plata temblaban. Las copas de cristal parecían querer esconderse. Y en medio de aquel caos, el pollo bañado en chocolate esperaba, cual víctima resignada, su sentencia final.
La cena de los Sánchez prometía ser legendaria. O un desastre de proporciones bíblicas.
Un redoble de tambores... Y el gran momento llegó.
Julieta extrajo la fuente del horno con el mismo dramatismo con el que un mago saca un conejo de su sombrero. Lo que apareció no era exactamente lo que cualquiera esperaría en una cena familiar.
El pollo, ese pobre trozo de proteína que había sobrevivido a su experimentación culinaria, tenía un color entre chocolate derretido y tierra quemada. Una cosa era segura: ningún manual de cocina reconocería aquella criatura como algo comestible.
—¡Sorpresa! —exclamó Julieta con un optimismo digno de un kamikaze gastronómico.
Marco, que acababa de llegar, la miró como quien observa un experimento científico a punto de explotar.
—¿Eso... es comida? —preguntó entre la curiosidad y el terror.
Los hermanos Miguel y Arturo, lejos de asustarse, estallaron en carcajadas. Las gemelas Mía y Pía declararon aquello como "¡El plato más divertido del mundo!". Ana María directamente pidió que le sirvieran "ese pollo de chocolate".
Soraya y Mercedes, las guardianas culinarias, contenían la respiración. Doña Berta arqueó una ceja con la elegancia de la reina Isabel.
Sara, con su traje sastre impecable, observaba la escena como quien contempla un ring de boxeo: no podía apartar la mirada.
—En realidad —dijo Julieta—, es un pollo marinado en chocolate con un toque de cilantro y… sorpresa.
"Sorpresa" sonaba más a amenaza que a ingrediente.
Lucía y Paula intercambiaron una mirada que gritaba: "Aquí viene el apocalipsis culinario".
Marco, con el valor de un héroe, tomó el primer bocado. Un silencio sepulcral invadió el comedor.
Entonces, contra todo pronóstico, sonrió.
—Está… interesante —declaró.
La palabra "interesante" nunca había sonado tan diplomática.
Los niños, sin ningún prejuicio culinario, devoraron el plato como si fuera un manjar de los dioses. Roberto, Alfonso y las tres hermanas, entre la incredulidad y el pánico, observaban aquella escena que definitivamente pasaría a la historia familiar.
Julieta respiró aliviada. Su experimento culinario no solo había sobrevivido, ¡había triunfado!
—Don Francisco va a adorar los bocetos de Luxor y Urbania —murmuró para sí misma, mezclando en su mente campañas publicitarias y recetas imposibles.
La cena de los Sánchez había sido un éxito. Un éxito extraño, caótico, pero éxito al fin.