En la mágica isla de Santorini, Dylan Fletcher y su esposa Helena sufren un trágico accidente al caer su automóvil al mar, dejando a Dylan ciego y con las gemelas de un año, Marina y Meredith, huérfanas de madre. La joven sirena Bellerose, que había presenciado el accidente, logra salvar a las niñas y a Dylan, pero al regresar por Helena, esta se ahoga.
Diez años después, las gemelas, al ver a su padre consumido por la tristeza, piden un deseo en su décimo cumpleaños: una madre dulce para ellas y una esposa digna para su padre. Como resultado de su deseo, Bellerose se convierte en humana, adquiriendo piernas y perdiendo su capacidad de respirar bajo el agua. Encontrada por una pareja de pescadores, se integra en la comunidad de Santorini sin recordar su vida anterior.
Con el tiempo, Bellerose, Dylan y sus hijas gemelas se cruzarán de nuevo, dando paso a una historia de amor, segundas oportunidades y la magia de los deseos cumplidos.
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El precio del poder.
Al siguiente día, el paseo por el puerto no hizo mucho por calmar a Dylan. Aunque el aire fresco del mar lo rodeaba y el sonido rítmico de las olas le ofrecía una especie de consuelo, su mente seguía atrapada entre las cifras de la fábrica, las preocupaciones por el futuro de la empresa, y esa extraña voz que había escuchado en el bosque. Sin embargo, había algo más que pesaba sobre él, algo que se había vuelto casi tan pesado como el dolor de su propia ceguera: el miedo.
Dylan lo notaba, aunque no siempre lo comprendía en su totalidad. El miedo era algo que flotaba en el aire de la fábrica, en las oficinas de contabilidad, en cada rincón de la mansión. Todos, desde el personal administrativo hasta los trabajadores en el puerto, parecían estar constantemente a la defensiva cuando él estaba cerca. Como si su presencia misma desatara una tensión silenciosa, un miedo palpable.
Este temor no surgía de la crueldad física o la intimidación directa, sino de algo más sutil: la percepción de su poder y su desbordante capacidad para controlar los hilos del negocio familiar. Dylan, a pesar de su ceguera, había desarrollado una forma de liderazgo implacable, basado en el perfeccionismo y la constante vigilancia. Su capacidad para percibir cualquier detalle, por pequeño que fuera, le otorgaba una ventaja desmesurada sobre su personal. Esto, en vez de crear respeto, había sembrado temor.
Los contables, por ejemplo, siempre se mostraban especialmente nerviosos cuando se trataba de los informes financieros. Sabían que Dylan, aunque no podía ver, tenía una memoria asombrosa y podía detectar cualquier discrepancia o error con solo oír los números. Nadie se atrevía a presentar un informe sin que estuviera redactado en código Braille, para que Dylan pudiera "leerlo" directamente con los dedos, en lugar de depender de terceros para transmitirle la información. Esta adaptación era un protocolo que se había implementado desde que él había asumido el cargo de CEO, pero con el paso del tiempo, se había convertido en un requisito indispensable. Los empleados entendían que cualquier fallo en la precisión de esos informes podía tener consecuencias graves.
Incluso los más cercanos a él, como Samuel, el director de operaciones, o Wills, el contable principal, temían la reacción de Dylan cuando un informe no estaba completamente en orden. Y aunque nadie lo decía abiertamente, todos sabían que había una especie de "hueso duro" en su carácter. Nadie quería estar en su contra. El miedo era a menudo más efectivo que el respeto, y eso lo había logrado sin quererlo.
Cuando Dylan entró en la sala de contabilidad, los murmullos cesaron al instante. Los contables, sentados alrededor de la mesa, intentaron disimular su ansiedad, pero sus miradas nerviosas lo delataban. Había algo en la manera en que observaban al suelo o en cómo apretaban las manos contra las hojas de los informes que demostraba que el ambiente estaba tenso.
—Los informes, como siempre, en código Braille, ¿verdad? —dijo Dylan, sin mirar a nadie en particular. Su voz sonó seria, como un eco profundo que reverberó en la sala. Nadie se atrevió a responder de inmediato. Después de unos segundos de silencio, uno de los contables, un joven llamado Oliver, se levantó y le entregó el paquete de informes cuidadosamente ordenados.
—Aquí tiene, señor Dylan —dijo Oliver, su tono tan nervioso que su voz temblaba un poco.
Dylan tomó los informes con una mano firme, sintiendo el borde de los papeles antes de llevarlos a sus dedos. Al principio, recorrió las primeras páginas lentamente, absorbiendo cada número con cuidado. La costumbre de leer Braille le había permitido desarrollar una rapidez inusitada, algo que pocos comprendían. Sabía que podía confiar en su memoria para recordar todos los detalles de cada informe, de cada pequeña variación en las cifras.
A medida que avanzaba en la lectura, su concentración era total, pero al mismo tiempo, podía sentir la presión en el aire. Nadie osaba moverse o hacer ruido. El silencio en la sala era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Dylan, sin embargo, no parecía notarlo. Estaba completamente inmerso en los números. El informe mostraba las mismas cifras que le había entregado Wills, pero había algo que no le gustaba: las fluctuaciones en las ganancias y las pérdidas, las bajas inesperadas en la captura de pescado. No era algo que pudiera pasar desapercibido.
—Este mes hemos tenido más pérdidas de lo que me habías anticipado —comentó Dylan, con voz grave, después de un largo momento de silencio.
Wills, que estaba de pie cerca de la ventana, asintió rápidamente.
—Sí, señor. Las condiciones climáticas no han sido favorables para los barcos, y algunas de las flotas de pesca tuvieron que ir más lejos de lo habitual. Es un problema que estamos enfrentando, pero estamos trabajando en soluciones.
Dylan no respondió de inmediato, pero su mente ya estaba formulando estrategias y soluciones. Sin embargo, algo más captó su atención. Un pequeño error en las cifras, un detalle minúsculo que nadie más habría notado. Alguien había alterado ligeramente los números, lo suficiente como para que la discrepancia fuera casi imperceptible.
—¿Qué es esto? —preguntó, su voz ahora más fría y precisa.
Todos en la sala se quedaron congelados. Nadie se atrevió a responder. Solo Wills, el contable principal, dio un paso hacia adelante, con la frente perlada de sudor.
—Señor, eso... eso fue un error de cálculo. Un descuido en la contabilidad de uno de los barcos. Nada grave, en realidad, solo un ajuste que hicimos para compensar un pequeño gasto adicional.
Dylan, con calma, levantó la mano y le hizo señas para que se callara.
—¿Un error, eh? —Su voz estaba cargada de desconfianza, y su mano continuaba recorriendo los números con precisión. En ese momento, la tensión en la sala alcanzó su punto máximo.
—¿Y por qué no me lo informaron de inmediato? —La pregunta era directa y, como siempre, llena de una exigencia silenciosa. Dylan podía sentir la presión que se había acumulado, el miedo que colgaba en el aire como una niebla densa. Sabía que algo no estaba bien, y eso lo perturbaba.
Wills intentó mantener la calma, pero se notaba que sus nervios estaban a flor de piel.
—Es solo un pequeño ajuste, como dije... Los números han sido corregidos.
Dylan dejó de leer los informes y se inclinó hacia atrás en su silla. Luego, con una sonrisa tensa, dijo:
—De acuerdo, pero que no se repita. No quiero sorpresas la próxima vez.
En ese momento, la sala pareció respirar un poco más fácilmente. Nadie quería ser el responsable de un error mayor. Dylan era implacable en su perfeccionismo, y sus empleados lo sabían demasiado bien.
Pero había algo más en juego aquí, algo más oscuro. El miedo que sentían todos hacia Dylan no era solo por sus expectativas o su capacidad para detectar errores. Era por la forma en que había logrado construir su dominio sobre la empresa, sobre su familia, sobre ellos mismos. La ceguera de Dylan, aunque le había costado mucho, también le había otorgado una ventaja inesperada. Mientras otros dependían de los ojos para ver, él había aprendido a percibir las cosas a través de otros medios: el tacto, el oído, la memoria. No se trataba solo de números o decisiones empresariales. Se trataba de un control absoluto que lo extendía hasta el más pequeño de los detalles.
En el momento en que Dylan terminó con la reunión y salió de la oficina de contabilidad, el ambiente volvió a la normalidad, pero la sensación de inquietud no desapareció. El miedo seguía flotando en el aire.
Al final del día, mientras el sol comenzaba a ponerse sobre el horizonte, Dylan regresó a la mansión, sumido en sus pensamientos. Las gemelas ya estaban en casa, esperándolo, pero su mente seguía fija en esos números y en la extraña sensación de que algo más estaba ocurriendo en su vida, algo que aún no comprendía. Quizás era el miedo lo que lo mantenía alerta, o tal vez era esa voz misteriosa en el bosque, pero algo dentro de él le decía que pronto todo se revelaría.
El miedo estaba en todas partes. Y, a veces, el poder podía ser tan aterrador como la oscuridad misma.
Fantástica y Unica