Lo secuestró.
Lo odia.
Y, aun así, no puede dejar de pensar en él.
¿Qué tan lejos puede llegar una obsesión disfrazada de deseo?
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Capitulo 15: Mi lindo gatito
Dylan seguía de pie en la entrada, viendo a lo lejos cómo Lucas, con cara de indignado, se subió al auto de Alex. No pudo evitar soltar una risa corta. La escena le parecía demasiado buena como para olvidarla pronto.
—Pobre idiota… —murmuró para sí mismo, todavía riéndose.
La risa se le congeló en cuanto sintió dos manos firmes rodeándole la cintura desde atrás. El calor de un cuerpo pegándose al suyo lo hizo tensarse de inmediato.
—¿Te diviertes? —la voz de Nathan le llegó baja, rozándole el oído.
Dylan dio un respingo.
—Suéltame, coño.
Pero Nathan no lo hizo. Al contrario, se inclinó más, besándole despacio la curva del cuello. Los labios se deslizaron con descaro, dejando un rastro húmedo en la piel que lo hizo apretar los dientes.
—Te ves más lindo cuando te ríes… —susurró Nathan contra su cuello, apretándolo un poco más contra su cuerpo.
—¿Qué carajos haces? —Dylan intentó apartar las manos que lo sujetaban, pero Nathan era una maldita roca.
Entonces sintió cómo una de esas manos se deslizaba más abajo, buscando descaradamente su trasero. Dylan se giró de golpe y le pegó en la mano.
—¡Ni lo intentes! —le soltó, fulminándolo con la mirada.
Nathan no se inmutó. Al contrario, sonrió con esa calma cínica que le hervía la sangre a Dylan.
—Tenía que probar suerte.
—¿Suerte? —repitió Dylan, incrédulo.
Nathan se encogió de hombros, divertido, acercándose de nuevo como si nada hubiera pasado.
—No pierdo nada con intentarlo.
Dylan lo empujó en el pecho, pero Nathan apenas retrocedió medio paso. Esa sonrisa seguía ahí, descarada, segura, como si él tuviera todo el tiempo del mundo para derribar cualquier resistencia.
—Eres un puto descarado —escupió Dylan, con el corazón a mil.
Nathan se inclinó lo suficiente para rozarle otra vez la oreja con los labios.
—Lo sé. Y lo peor… es que no pienso cambiar.
Dylan terminó admitiendo lo que jamás iba a decir en voz alta: a veces, su propio cuerpo lo traicionaba. Esa sensación en el cuello, ese calor pegajoso que Nathan dejaba a propósito… lo hacían perder el control más rápido de lo que quería aceptar.
Por eso, antes de que Nathan intentara otra cosa, subió las escaleras casi corriendo.
—Me voy a duchar, no me sigas —le soltó sin mirarlo, con las orejas rojas.
Nathan se quedó en el pasillo, viéndolo desaparecer. Una sonrisa lenta se le dibujó en la cara al notar ese leve sonrojo que Dylan no había podido esconder.
—Eso… es más que un no —murmuró para sí mismo, divertido.
El celular vibró en su bolsillo. Lo sacó sin apuro y contestó.
—Liu.
—¡Nathan! —la voz de su madre sonó con esa mezcla de cariño y reproche que solo ella sabía usar—. ¿Piensas pasarte algún día por tu casa o tengo que mandar a Alex a arrastrarte?
Nathan sonrió, apoyándose en la pared.
—Hola, mamá. También es lindo escucharte.
—No me cambies el tema —replicó ella enseguida—. Hace semanas que no vienes a cenar. ¿Tanto te cuesta sacar una noche para tu madre?
—Sabes que estoy ocupado.
—Siempre estás ocupado —lo regañó—. Si no es la empresa, es tu maldito coche. Y si no, quién sabe qué locuras tuyas.
Nathan se rio bajo, esa risa que nunca usaba en público.
—Admites que soy un dolor de cabeza, pero igual me quieres.
—¡Claro que sí! —respondió ella, medio exasperada, medio riendo—. Aunque a veces me pregunto cómo no me volví loca criándote.
Nathan se pasó una mano por el cabello, relajado, como un niño pillo que sabía que su madre no podía con él.
—Está bien, mamá. Te prometo que pasaré pronto.
—No prometas, hazlo —sentenció ella, antes de despedirse con un “te quiero” rápido y colgar.
Nathan guardó el móvil, todavía sonriendo. Su madre era la única capaz de hablarle así sin que él se pusiera a la defensiva.
Se quedó unos segundos en silencio, pensando en esa familia que siempre lo bajaba de su pedestal. Luego giró la cabeza hacia las escaleras por donde Dylan había subido.
—Y ahora tengo otro dolor de cabeza en casa —susurró, divertido.
El auto avanzaba con suavidad por la avenida, el motor apenas audible. Dentro, en cambio, el silencio pesaba como si alguien lo hubiera dejado programado.
Lucas iba recostado contra la ventanilla, brazos cruzados, mirando las luces de la ciudad sin abrir la boca. Para alguien que solía hablar hasta con los letreros de la calle, estar callado era casi un milagro.
Alex, al volante, lo observaba de reojo de vez en cuando, con esa calma suya que rozaba la arrogancia. Finalmente rompió el silencio.
—¿Se te acabaron las pilas? Pensé que los críos como tú venían con modo parlante incluido.
Lucas lo miró de golpe, ofendido.
—No soy un crío.
—Ajá. —Alex sonrió apenas, sin mirarlo de lleno—. Entonces explícame por qué te ofendes como uno.
Lucas abrió la boca, pero no encontró qué responder. Bufó, girando de nuevo la cara hacia la ventana.
Alex aprovechó la pausa para ajustar la chaqueta con la mano libre.
—Deberías agradecer que te estoy llevando.
—No te pedí el favor —respondió Lucas, rápido.
—Tampoco estabas consiguiendo taxi. —Alex arqueó una ceja, con esa media sonrisa paciente y cruel a la vez—. ¿O pensabas dormir en la esquina?
Lucas lo fulminó con la mirada, pero Alex no parecía alterarse. Al contrario, se acomodó más en el asiento, como disfrutando la incomodidad ajena.
—En serio, ¿cómo aguantan tus amigos? —dijo Alex al fin, con ese tono que sonaba más a análisis que a burla—. Debes ser agotador a la larga.
Lucas apretó los labios, soltando una risa seca.
—Qué simpático eres. ¿Siempre tratas así a la gente o soy un caso especial?
—Eres un caso especial —contestó Alex, directo, sin un segundo de duda.
El silencio volvió, pero esta vez cargado de tensión. Lucas no supo si sentirse insultado o divertido. Lo único claro era que Alex lo dejaba sin comentarios más rápido de lo que él podía sacar uno de sus chistes.
Y eso, por alguna razón, lo irritaba más de lo que quería admitir.
El auto se detuvo frente a un edificio de departamentos. En la entrada, Valeria estaba apoyada en la baranda, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Apenas vio a Lucas bajarse del copiloto, arqueó una ceja y sonrió con malicia.
—Vaya, vaya… —dijo en voz alta—. ¿Y desde cuándo te llevan a casa en chofer privado?
Lucas rodó los ojos.
—Cállate, Val. No es lo que parece.
Alex salió por el otro lado del coche, abrochándose el saco con calma.
—Oh, sí es lo que parece. Tu amigo no consiguió ni un taxi y tuve que rescatarlo antes de que se congelara en la esquina.
Valeria soltó una carcajada.
—Increíble. ¿Así de patético, Lucas?
—¡Oye! —protestó él, indignado—. No es patético, solo… mala suerte.
Alex lo miró de arriba abajo, con esa sonrisa paciente que escondía veneno.
—Mala suerte es tropezar con la alfombra. Lo tuyo ya parece un estilo de vida.
Valeria se dobló de risa, mientras Lucas lo miraba con la mandíbula apretada.
—Eres un idiota.
Alex levantó una ceja, como si hubiera recibido un cumplido.
—Y tú un niñato.
—¡Que no me llames así! —saltó Lucas, rojo de rabia.
Valeria los miraba como si estuviera viendo un programa en vivo.
—Ay, por Dios… parecen un matrimonio peleando.
Lucas abrió la boca para replicar, pero Alex ya estaba entrando al coche de nuevo, con una calma insultante.
—Buenas noches. —Luego, mirando a Lucas de reojo—. No te metas en más problemas, niño.
El motor arrancó y el sedán negro se alejó.
Valeria se giró hacia Lucas, aún riéndose.
—Me gusta.
Lucas se pasó la mano por la cara, frustrado.
—¿Qué cosa?
—Ese tipo. Es el primero que logra callarte sin esfuerzo.
Lucas bufó, entrando al edificio con ella.
—Te juro que lo odio.
Pero en el fondo, no estaba tan seguro de si era odio o algo mucho más enredado.