Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 15
Narra Alexander
Algo raro estaba pasando con esa muchacha. Sí, con Emma.
Desde que empezó a hacer ejercicio en serio, su cuerpo… bueno, estaba cambiando. Tenía forma. Tenía curvas. Y eso era un maldito peligro.
Todos los hombres la iban a ver con deseo tarde o temprano, y sólo de imaginarlo me daban ganas de partirle la cara a alguien antes de que siquiera se atreviera a mirarla.
No es que a mí me interesara, por supuesto… pero mis padrinos la cuidaban como a su tesoro más preciado, y yo no iba a dejar que nadie le ensuciara la inocencia.
Hoy en el gimnasio cometí un grave error.
Ella estaba haciendo sentadillas con una barra, y no podía con el peso, así que, obviamente, fui a ponerme detrás para sostenerla y evitar que se matara.
—Agáchate un poco más —le dije con voz baja.
Error.
Ella lo hizo. Yo estaba tan cerca, tan inclinado hacia adelante que cuando bajó, su trasero chocó con… bueno, con ustedes saben qué y quien.
Me separé de golpe, con los ojos abiertos, como si me hubieran dado una descarga eléctrica.
—¡Por Dios, Emma, ten cuidado! —le solté, y ella sólo me miró con esa carita inocente de “¿qué hice?”.
Esta muchacha está loca, pensé. Definitivamente loca.
[...]
Más tarde estaba en mi habitación, tranquilamente comiendo trocitos de manzana y navegando en el televisor con las cámaras de seguridad.
Sí, no me juzguen, las cámaras son útiles para asegurarme de que la mansión no se incendie por culpa de esa niña.
Busqué hasta que encontré la imagen que quería: mi madrina y Emma entrando a la casa con un reguero de bolsas.
Puse el audio, agrandé la imagen y ahí estaban, las dos, como si nada.
Sacaban bolsas y más bolsas mientras charlaban sobre colores, telas, cortes… yo seguía mordiendo la manzana hasta que algo me hizo casi atragantarme.
Ropa interior.
No cualquier ropa interior.
TANGAS.
Madrina Silvia había comprado tangas para su angelito.
No eran hilos, pero sí eran tangas. Y yo —yo, que me considero un experto en desatar, bajar y quitar ropa interior— las reconocí al instante.
Por poco me caigo de la silla.
Silvia estaba corrompiendo a su princesita.
Y yo… yo tenía que convivir con esa idea.
Me golpe la cabeza cuando por ella pasaron multiples imagines de ella modelandome su nueva ropa interior.
Me froté la cara, dejé la manzana a un lado y apagué la pantalla.
—Dios mío, esta familia me va a volver loco —murmuré para mí mismo—. Y Silvia, tú eres peor que yo.
No sé si reírme o mudarme. Porque si esta niña sigue cambiando así… alguien va a terminar muerto. Y probablemente no sea yo.
[...]
Ya no soportaba verla todo el día encerrada en la mansión. Esa casa enorme se la estaba tragando, y aunque ella no lo notara porque siempre estaba sonriendo con las empleadas, plantando flores o rondando por ahí con el perro, yo lo veía claro: estaba como un pez en una pecera.
Así que, después de almorzar, le dije:
—Anda, cámbiate. Vamos a dar una vuelta.
Me miró con sus ojos enormes, brillando, como si le hubiera dicho que la llevaba a la Luna.
—¿De verdad? —dijo, como si no creyera que podía salir.
—Sí. Y no tardes, que no pienso esperar media hora —le advertí, aunque por dentro ya sabía que lo haría.
Mi madrina y mi padrino estaban encantados. “¡Qué bueno que la saques un rato!”, decían.
Yo rodé los ojos, cogí las llaves del coche y me la llevé.
Anduvimos por la ciudad, yo con una mano en el volante y la otra apoyada en la ventanilla. Ella se sentó derecha, pegando la cara al cristal como una niña que nunca había visto un semáforo.
—¿Cómo se llama ese edificio? —preguntó de pronto.
—Eh… no sé, un banco.
—¿Y ese?
—Un hotel.
—¿Y por qué hay tanta gente ahí?
—No lo sé, Emma, no lo sé todo.
—¿Y por qué las personas se besan en la calle? —insistió.
Tragué saliva.
—Porque se quieren.
—Y yo puedo besar a las personas que quiero en la boca— dijo con un tono inocente, suspire.
—No, solo las personas que estan enamoradas pueden hacerlo.
Silencio.
Hasta que, de la nada, su vocecita sonó otra vez:
—Alexander… ¿qué se siente estar enamorado?
Me tensé un poco. No pensé que esa pregunta iba a caer tan pronto. Le di unas vueltas en la cabeza y le dije lo más simple posible ni yo sabia bien como describirlo.
—Es… querer estar con esa persona todo el tiempo, que te falte el aire cuando la ves con alguien más, querer cuidarla y protegerla… cosas así.
Me miró, pensativa.
—Ah… —dijo despacio—. Entonces yo estoy enamorada de ti.
El coche casi se me va contra la acera.
—¿Qué? —giré la cabeza hacia ella.
—Sí —repitió, muy tranquila—. Porque quiero estar contigo, me gusta cuando me miras, y quiero que solo me cuides tú. Eso es estar enamorada, ¿no?
No sabía si gritar, reírme o frenar en seco.
—No, no, no —dije con voz firme, intentando sonar tranquilo—. No, Emma, tú no estás enamorada de mí. Estás confundida.
Ella arrugó la frente, como si no entendiera.
—Pero tú dijiste que…
—Sí, sí, lo sé lo que dije —la interrumpí—. Pero eso no significa que lo que tú sientes sea amor. Es… cariño, confianza. Nada más.
Me miró de nuevo, con los ojos enormes, y soltó:
—Bueno, entonces voy a hablar con mamá y papá.
Frené de golpe frente a un semáforo.
—¡No! —dije enseguida—. Ni se te ocurra.
—¿Por qué no? —preguntó, completamente seria.
—Porque no es verdad, y no le puedes ir a decir eso a tus padres. Van a malinterpretar las cosas.
Ella bajó la vista, como si estuviera decepcionada.
—Pero yo siento algo —murmuró.
Respiré hondo, conté hasta diez y le dije, lo más suave que pude:
—Lo que sientes es bonito, y está bien. Pero no es amor, Emma. Algún día lo vas a entender. Y… yo no soy el indicado para que sientas eso. Créeme.
Ella no dijo nada más en el resto del camino, solo se quedó mirando por la ventana, jugando con un mechón de su cabello.
Y yo… bueno, yo todavía sentía que me temblaban las manos sobre el volante.
—Dios mío —murmuré para mí mismo—. Esta niña me va a matar algún día.
[...]
No sé en qué momento me vi acorralado por su mirada otra vez. Era como si esa niña no entendiera nada de lo que le digo… o peor aún, como si entendiera demasiado. Y yo, que siempre tengo las palabras justas para salir de cualquier situación, me descubrí tartamudeando por dentro cada vez que decía con esa vocecita suya que estaba “enamorada” de mí.
Ya estaba harto. Había intentado ser paciente, explicarle de mil formas que estaba confundida, pero no escuchaba. Así que esta vez decidí mostrarle la diferencia. Quizá así, de una vez por todas, lo entendiera.
Respiré hondo, me acerqué a ella en el gimnasio y le tomé la mano.
—Emma —dije, mirándola fijo—, cuando alguien está enamorado… al tocar a esa persona, siente algo.
Le subí la mano lentamente por su brazo, y para mi sorpresa —y maldita sea— sentí esa pequeña corriente recorrerme. Me puse tenso, pero fingí que no pasaba nada. Seguía siendo solo una lección para ella. Solo una.
Mi mano llegó a su cintura y la acerqué a mí. Estaba tan cerca que sentía el calor de su cuerpo en el mío. Su cabello me rozaba la mejilla y el corazón empezó a latirme tan fuerte que me odié por un segundo por no poder controlarlo.
—Cuando estás cerca —murmuré, juntando mi frente con la suya, casi sin poder respirar—, solo quieres… eso. Estar cerca. Tocar a esa persona, besarla, cuidarla… y amarla para siempre.
No sé ni cómo logré terminar la frase. Me alejé enseguida y solté su cintura.
Ella me miró con esos ojos enormes, serios y brillantes, y con una voz apenas audible dijo:
—Entonces me lo confirmaste. Estoy enamorada de ti.
Ahogué una carcajada amarga y bufé mientras me alejaba.
—No voy a perder mi tiempo contigo —solté, saliendo del gimnasio sin mirarla.
Cerré la puerta con más fuerza de la que debía y me apoyé en la pared del pasillo, donde ella no podía verme.
Me llevé una mano al pecho. Sentía el corazón desbocado, como si me hubiera corrido un maratón.
—Mierda… —murmuré para mí mismo—, ¿qué me pasa?
Y ahí me quedé, con la frente apoyada en la pared, intentando convencerme de que había sido solo una demostración, nada más. Solo una lección. Pero mi corazón seguía latiendo demasiado fuerte como para creérmelo.
Esa noche no podía dormir. Estaba en mi cuarto, con la luz apagada y el celular en la mano, haciendo scroll sin mirar nada. Pero no podía sacarme de la cabeza lo que había pasado en el gimnasio, ni la forma en que mi corazón todavía se aceleraba cuando pensaba en ella tan cerca, mirándome como si yo fuera… ¿qué? ¿su héroe? ¿su príncipe? No lo sé.
De pronto, escuché unos pasos suaves y tímidos en el pasillo. Sabía que era ella antes de que tocara la puerta. No sé cómo, pero lo supe.
—¿Alex? —dijo en voz baja, asomando apenas su cabeza por la puerta.
No contesté. Solo la miré y ella entró despacio, cerrando tras de sí. Llevaba un pijama sencillo, con un suéter enorme y calcetines, y su cabello suelto y rizado le caía por la espalda. Se veía… frágil.
Se sentó a los pies de mi cama, con las manos entrelazadas, en silencio por unos segundos. Y entonces empezó a hablar.
—Yo… quería decirte algo —murmuró, bajando la mirada—. Desde que llegué a esta casa… siempre te buscaba con los ojos. Siempre quería verte.
No supe qué decir. Me quedé quieto, sintiendo que el pecho se me encogía.
—No me gusta cuando me ignoras. Me hace sentir… chiquita. Pero cuando te acercas… —traga saliva y levanta la vista—. Cuando te acercas me gusta. Mucho. Me gusta cuando estás cerca de mí.
Me pasé una mano por la nuca, incómodo, intentando no mirarla directamente.
—Me encanta cuando llegas de la universidad. A veces escucho el motor de tu coche y… —sonrió, como si no supiera que me estaba rompiendo la cabeza—. Y me emociono. Me hace feliz.
Cada palabra era como un golpe, suave pero contundente. Y yo seguía ahí, escuchándola, sin poder interrumpirla.
—Me pareces… muy atractivo —continuó, con toda la inocencia del mundo, como si no entendiera el peso de esas palabras—. Y cuando no estás me siento rara. Como triste. Pero cuando llegas… haces que mi corazón se ponga contento.
La miré. Esa carita suya, tan honesta, tan pura, tan incapaz de mentir… ¿Cómo podía decir todo eso sin darse cuenta de lo que provocaba?
No lo pensé demasiado. Me incliné hacia ella y la abracé. La atraje hacia mí con fuerza, sintiendo su fragilidad contra mi pecho. Ella suspiró y, sin dudarlo, se acomodó sobre mis piernas, acurrucándose como si ese fuera su lugar natural.
Apoyó la cabeza en mi hombro mientras yo le pasaba la mano por el cabello, sin saber qué decir, sin saber siquiera qué pensar.
Estaba mortificado. Martirizado. Mi mente no dejaba de dar vueltas. Esto no es posible, me repetía. No puede ser que esté enamorada de mí. No puede ser que lo sienta en serio. Tal vez solo es… gratitud. O confusión. O soledad. Sí, eso debe ser.
Pero, por otro lado… ¿y si era verdad?
Tragué saliva, intentando ignorar cómo su calor me recorría la piel, cómo ese nudo en la garganta no me dejaba respirar. ¿Y si de verdad… estaba enamorada de mí?
Era imposible… ¿o no?
Ahí, en la penumbra, con ella sobre mis piernas y mis brazos rodeándola, me di cuenta de que por primera vez en mucho tiempo no tenía respuestas para nada.
—Mierda… —susurré entre dientes, sin que ella lo escuchara, mientras apoyaba la frente en su cabello.
Todo por culpa de ella.