Amar a uno la sostiene. Amar al otro la consume.
Penélope deberá enfrentar el precio de sus decisiones cuando el amor y el deseo se crucen en un juego donde lo que está en riesgo no es solo su corazón, sino su familia y su futuro.
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Capitulo 7.
El motor rugió suave cuando Eric encendió el auto. Cerré los ojos un instante, intentando controlar la punzada en mi tobillo y el torbellino en mi pecho. Afuera, Sophi seguía hablando, aunque sus palabras se perdieron en la distancia cuando Eric aceleró.
El silencio dentro del auto era casi insoportable. El aire parecía más denso, cargado de todo lo que no podía decir.
—¿Te duele mucho? —preguntó Eric, con un tono bajo, casi íntimo.
—No tanto —mentí, apretando los labios.
Él me lanzó una mirada rápida, de esas que parecen atravesarte hasta los huesos. Y aunque apartó la vista enseguida, me dejó sin aire.
Me acomodé contra el asiento, intentando encontrar una postura que aliviara el dolor. Mi falda se había subido un poco por la caída, y sentí el roce de sus dedos cuando, sin pensarlo, me acomodó el cinturón de seguridad. Fue un gesto simple, inocente quizá… pero mi piel ardió como si hubiera encendido fuego en mi cintura.
Respiré hondo. Esto no puede estar pasando.
—No deberías aguantar tanto —dijo de pronto, rompiendo el silencio—. Si algo te duele, dilo. No tienes por qué cargar sola con todo.
Me mordí el labio. Esa frase, tan sencilla, tan cargada de significado, me desarmó más que la caída, más que la risa de Sophi.
—Estoy acostumbrada —susurré, sin mirarlo.
—Y ese es el problema. —Su voz fue firme, dolida incluso.
Volteé a mirarlo. Por un segundo, se cruzaron nuestras miradas, y todo el aire de la cabina se volvió un campo de batalla: mi fidelidad a Kylian contra el deseo prohibido que me quemaba por dentro.
Bajé la vista enseguida. El latido en mis sienes era insoportable.
—Eric… —quise decir algo, cualquier cosa que pusiera un límite—. Gracias por llevarme.
Él asintió, pero no respondió. Sus manos firmes en el volante, los nudillos blancos, la mandíbula tensa. Como si él también luchara contra algo que no podía decir.
El resto del trayecto transcurrió en silencio, salvo por mi respiración agitada y el tic-tac invisible de todo lo que no nos atrevimos a pronunciar.
Cuando llegamos al hospital, Eric bajó primero y rodeó el auto para abrir mi puerta. Me tomó en brazos, como si fuera lo más natural del mundo. Y en ese momento, con mi rostro a la altura de su cuello, percibí ese aroma que me había perseguido desde la noche anterior, el mismo que se había mezclado con el de Kylian en la bañera.
Eric.
Tragué saliva y cerré los ojos. Era mejor no pensar.
Eric me sostuvo con una firmeza que me desarmaba. Su pecho era duro, su perfume embriagador. Traté de concentrarme en el dolor del tobillo, de repetir en mi cabeza que esto era solo un traslado, nada más. Pero mi corazón no entendía de excusas.
Entramos al hospital y enseguida una enfermera se acercó con una silla de ruedas. Eric se negó con un gesto.
—Yo la llevo —dijo, seguro, como si no existiera nadie más en ese pasillo.
Me acomodó con cuidado en la silla solo cuando fue inevitable. Mientras me empujaba por los corredores, sentía la gente mirarnos, y me preguntaba si ellos también podían notar esa corriente invisible que nos unía.
—Eric, ya… puedo sola. —Quise sonar firme, pero mi voz salió débil.
—No discutas, Penn. —Su tono no admitía réplica.
En la sala de emergencias, el médico confirmó lo evidente: un esguince. Nada grave, pero necesitaba reposo, hielo y una venda firme. Mientras me atendían, Eric no se movió de mi lado. Sostenía mi mano como si fuera la única forma de asegurarse de que estaba bien.
Cuando el doctor se retiró, quedamos solos en la camilla. El silencio se volvió un océano pesado, cargado de todo lo que había en mis pensamientos.
—No me gusta verte así —dijo él, con voz ronca.
Quise responder, pero mi teléfono vibró en ese instante. Kylian.
El nombre iluminaba la pantalla como una llamada de auxilio. Sentí que el aire me abandonaba. Eric miró el celular, luego me miró a mí. No dijo nada, pero lo vi, esa sombra de celos en sus ojos.
Contesté.
—¿Amor, cómo estás? —La voz de Kylian era pura preocupación.
Tragué saliva.
—Bien… nada grave. El médico dice que es solo un esguince.
—Voy para allá. —Su decisión fue inmediata.
—No, no hace falta, en serio. Tienes tu junta…
—No me importa la junta. —Su tono no admitía discusión.
Cuando colgué, Eric soltó mi mano. No dijo nada, pero lo vi tensar la mandíbula, apartar la mirada.
Yo también bajé los ojos. En cuestión de minutos, mi mundo iba a chocar: el hombre al que amaba y el hombre que me consumía en silencio, frente a frente, en la misma sala.
El tic-tac del reloj en la sala de observación se volvió ensordecedor. Eric permanecía de pie, con los brazos cruzados, recorriendo la habitación con la mirada como si buscara una salida a todo lo que nos envolvía. Yo mantenía mis ojos en el vendaje de mi tobillo, intentando convencerme de que nada pasaba… que todo estaba bajo control.
La puerta se abrió de golpe.
—Penn. —La voz de Kylian llenó la sala como un relámpago.
Lo vi entrar, traje impecable, corbata aflojada por la prisa, ojos oscuros cargados de angustia. Me tomó el rostro entre sus manos y me besó la frente, ajeno a la tensión que flotaba.
—Amor, ¿estás bien? —preguntó sin soltarme.
—Sí, solo un esguince, no te preocupes tanto.
Él suspiró aliviado y me estrechó contra su pecho. Yo cerré los ojos un instante, dejándome envolver por su calidez. Pero al abrirlos, la realidad me golpeó: Eric estaba allí, rígido, mirándonos con un gesto que era mitad ironía, mitad dolor.
—Llegaste justo a tiempo, hermano. —Su voz sonó cargada, como si esa palabra pesara demasiado.
Kylian giró hacia él, sorprendido.
—Gracias por traerla. —Su tono fue cordial, pero distante. Como si agradeciera un favor a alguien que nunca debió hacerlo.
Eric arqueó una ceja, un destello de desafío en su mirada.
—Siempre estaré para ella.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, veneno disfrazado de promesa. Sentí que mi respiración se aceleraba. Kylian me apretó la mano con fuerza, como marcando territorio, mientras Eric desvió la vista, ocultando algo que no quería —o no podía— decir.
El médico entró justo en ese instante, rompiendo la tensión como un vidrio hecho añicos. Dio las últimas indicaciones y pidió reposo absoluto por unos días. Kylian asintió, cargando con cada palabra como si fueran órdenes sagradas. Eric, en cambio, guardó silencio, con la mirada clavada en el suelo.
Cuando nos retiramos, Kylian insistió en llevarme en brazos hasta el auto, ignorando mis protestas. Al pasar frente a Eric, nuestras miradas se cruzaron por un segundo eterno. No había palabras, pero lo entendí: aquello apenas estaba comenzando.