Una mujer de mediana edad que de repente se da cuenta que lo ha perdido todo, momentos de tristeza que se mezclan con alegrias del pasado.
Un futuro incierto, un nuevo comienzo y la vida que hará de las suyas en el camino.
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Empezando de cero
Y tal como le dije a mi hermana, comencé mi búsqueda de empleo. Luego de que Luana se marchara, cuando Alex y su padre pasaron por ella para ir al colegio, tomé mi laptop y entré en cuanto sitio de búsqueda de empleo encontré. Si bien mi experiencia no era mucha, mis estudios me daban la posibilidad de conseguir algún puesto como administrativa, así que ahí estaba yo, buscando un empleo acorde a mis conocimientos. Hice una lista de los lugares donde solicitaban personal, algunos de ellos pedían enviar los datos por mail, otros hacían entrevistas presenciales.
El resto de la mañana la pasé ordenando la casa, estuve un rato en la habitación de Alex, sintiéndome nostálgica por su ausencia. Por suerte cuando pensé que ya no iba a aguantar la tristeza llegó mi hermana y se encargó de animar mi día. Por la noche Axel llegó acompañando a Luana y se quedó a cenar y a dormir con nosotras.
Sentí que volvía a respirar.
Al día siguiente, el despertador sonó antes de que el sol terminara de salir. No dormí bien, pero me levanté igual. La ansiedade mantuvo inquieta, estaba en mi pecho, en mi garganta, en mis piernas temblorosas. Me vestí con lo más prolijo que encontré en el armario: una camisa celeste que casi no usaba y un pantalón negro que me ajustaba apenas.
La hoja de vida que imprimí la noche anterior me miraba desde la mesa. La leí mil veces, pero seguía pareciéndome insuficiente. Una vida entera dedicada al hogar, a los hijos, a un matrimonio que ya no existía. Puse lo poco que podía poner: dos cursos administrativos que había hecho años atrás, unas tareas temporales para una amiga que tenía un local, algo de voluntariado escolar.
Alma pasó por casa antes de irse al trabajo. Me dio un beso en la mejilla y una mirada llena de ternura.
—Te va a ir bien, Sam. Sal a mostrar todo lo que eres. Y si no es hoy, será mañana.
Tomé aire y salí.
El primer lugar estaba a veinte cuadras, en una zona que apenas conocía. Fui caminando para ahorrar el pasaje, con la carpeta bien apretada contra el pecho. Era una pequeña oficina contable. La recepcionista apenas me miró. Tomó el currículum y lo dejó sobre un escritorio repleto de papeles.
—Gracias, si necesitamos a alguien con su experiencia la vamos a llamar —dijo, casi sin mirarme, entendí perfectamente que cuando dijo "alguien con mi experiencia" prácticamente me estaba diciendo que no tenía lo que se necesitaba para trabajar allí.
Tragué saliva y agradecí igual. Afuera, el calor empezaba a apretar. Busqué la siguiente dirección en el celular y decidí tomar un taxi. No podía caminar tanto, al menos no hoy. El chofer me llevó en silencio, mientras yo repasaba lo que iba a decir en la próxima entrevista.
Un local de ventas de insumos escolares. El encargado era amable, pero directo.
—Buscamos gente con experiencia en atención al público. Voy a tomar tus datos, aceptar la hoja de vida, pero no te prometo nada.
Asentí y le dí las gracias. Ya ni sentía vergüenza. Un poco más tarde me bajé de otro taxi con la sensación de estar acumulando negativas, pero también con la cabeza más clara. Esto no iba a ser fácil.
A mitad de la tarde, ya había dejado mi hoja de vida en seis lugares distintos: un gimnasio, un taller de costura, un pequeño despacho jurídico, una farmacia de barrio. En algunos apenas me tomaron el papel. En otros me hicieron preguntas rápidas, formales, sin demasiado interés.
En el último lugar, una librería pequeña con olor a papel viejo, la dueña, una señora mayor me sonrió con amabilidad.
—No buscamos a nadie en este momento, linda —me dijo con dulzura —pero puedo darme cuenta de que necesitas trabajar. Así que si me entero de alguien que necesite empleados, te avisaré.
Después de charlar un rato con Neli, así se llamaba la anciana, de escuchar su historia de vida, y contarle un poquito de la mía me despedí, prometiendo volver a visitarla.
Caminé hasta una placita y me senté en un banco. Las piernas me dolían y tenía los ojos ardiendo de tanto contener emociones. Saqué una botella de agua de la cartera y me permití descansar. Vi pasar gente con apuro, con sus rutinas ya armadas. Yo todavía no tenía nada.
Pero no me sentí derrotada. Al contrario. Algo dentro de mí, algo suave pero firme, me decía que había empezado. Que debía seguir, sin decaer, ya que estaba caminando con mis propios pies.
De regreso a casa, tomé un micro y apoyé la frente contra la ventana. Tenía calor, estaba cansada… pero también tenía una certeza: de ahora en más, iba a construirme a mi manera. Paso a paso. No sabía cuánto iba a tardar en conseguir un empleo, pero por primera vez, el tiempo estaba de mi lado.
Esa noche, antes de cenar recibí una llamada. Era Neli, la señora de la librería, me contó que charlando con algunos de sus clientes, uno de ellos le comentó que en el centro cultural estaban buscando gente, y después de darme los datos para llegar hasta allí, me deseo buena suerte.
La noche pasó como un rayo. Por la mañana me levanté, me duché, preparé el desayuno y me alisté para salir.
Me miré al espejo una última vez antes de hacerlo. Me puse un pantalón recto y una blusa sobria, y llevaba el cabello atado con esmero. Me sentía disfrazada de mujer segura, pero no podía darme el lujo de dudar. A los cuarenta años, con apenas un par de trabajos esporádicos detrás y un matrimonio recién roto, me enfrentaba a una entrevista laboral como si fuera la primera vez. Porque, en muchos sentidos, lo era.
Luana me deseó suerte desde la mesa del desayuno. Me miró como si ya supiera que todo iba a salir bien. Aunque yo no estaba tan convencida.
El centro cultural quedaba a unas cuadras. Cuando llegué, me recibieron con una calidez inesperada. La directora era una mujer mayor, con lentes redondos y una sonrisa sincera. Se llamaba Miriam.
Y luego de hacerme varias preguntas, finalmente dio su veredicto.
—No buscamos experiencia, buscamos ganas. Este lugar necesita manos organizadas y corazón dispuesto —me dijo mientras me mostraba las instalaciones. Salas de pintura, de música, de lectura. Con un bullicio constante que se sentía vivo.
Y cuando terminamos el recorrido me confirmó que el puesto era mío.
Salí de allí temblando, pero no de miedo. De emoción. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí parte de algo que no tenía que ver con mi casa ni con mi rol de esposa o madre.
Los días siguientes fueron una mezcla de nervios y pequeños logros. Aprendí a organizar cronogramas, a recibir a los vecinos que venían con preguntas, a armar folletos informativos y a poner en orden el caos de papeles que Miriam venía acumulando hacía meses, desde que la administrativa anterior dejó el puesto por estar embarazada.
También empecé a tratar con mucha gente. Una mujer que daba clases de fotografía, un hombre mayor que enseñaba tango, un joven que ofrecía un taller de escritura. Cada charla era una semilla nueva, algo pequeño que me recordaba que el mundo era más grande de lo que yo creía, incluso más grande que mi dolor.
Una tarde, mientras Miriam cerraba su oficina, se volvió hacia mí:
—Tienes algo muy especial, Samanta. Los chicos se sienten cómodos contigo. Hacés que las personas se sientan vistas. Eso no se aprende, se trae puesto.
Me quedé sin palabras. No recordaba la última vez que alguien me dijera algo así. O si siquiera me lo habían dicho alguna vez, siempre recibía elogios por parte de Charles, pero esto era diferente.
Y entendí que quizás era tiempo de empezar a verme como me estaban viendo los demás.
Seguiré leyendo
Gracias @Angel @azul