El Misterioso Alfa

—Vas a entrenar con los guerreros.

Aelis se detuvo en seco, a medio camino entre el desayuno y la puerta de salida. Parpadeó, mirándolo desde el otro lado de la sala como si hubiera escuchado mal. Eirik estaba de pie junto a la ventana, los brazos cruzados y la mandíbula tensa. Había estado distante todo el día, pero ahora entendía por qué.

—¿Entrenar? ¿Por qué ahora?

—Porque no pienso quedarme de brazos cruzados mientras alguien más intenta hacerte daño —respondió él, sin rodeos—. Eres fuerte, Aelis. Pero aún no sabes cómo usar esa fuerza.

Ella cruzó los brazos, desafiándolo. Sentía el corazón acelerado, no de miedo, sino por esa sensación que siempre la invadía cuando él hablaba así: como si todo lo que hacía fuera por ella, pero se empeñara en ocultarlo tras una máscara de mando.

—Está bien —dijo al fin—. Pero no esperes que lo disfrute.

Una sonrisa apenas perceptible cruzó sus labios.

—Con que no me desmayes al primer día, me conformo.

El campo de entrenamiento se encontraba detrás de la casa principal, entre árboles altos y una zona despejada cercada con piedra. Allí, varias guerreras y guerreros practicaban desde temprano. Aelis llegó con el cabello recogido, la ropa cómoda y los nervios latiendo bajo la piel.

La recibió Irsa, una mujer robusta de mirada intensa.

—No esperes trato especial. Aquí nadie es princesa.

Aelis levantó la barbilla, desafiándola con la mirada.

—Perfecto. Nunca me gustaron las coronas.

Desde la distancia, Eirik observaba. No podía evitarlo. Aunque debía revisar informes y reunirse con sus guardianes, sus ojos volvían una y otra vez hacia el claro. Verla caer, levantarse, resoplar con frustración, volver a intentar. Era una fuerza en construcción. Y lo hacía arder por dentro.

Kael ajustó el retrovisor y tomó la carretera asfaltada que lo llevaba hacia el este. El aire acondicionado soplaba suave y en el estéreo sonaba música instrumental. Había algo en esa calma que lo inquietaba más que una batalla. Sabía que ese clan tenía un historial complicado. Pero también eran aliados antiguos. Eirik quería mantener el equilibrio.

Aceleró, deseando que fuera una visita simple, una charla con el alfa Gravos y listo.

Pero el destino tenía otros planes.

Al llegar, lo recibieron en una gran casa de madera, moderna y elegante. La reunión se celebró en una sala de ventanales amplios. El aire estaba cargado de tensión, como si algo no dicho flotara entre todos los presentes.

Y entonces, cuando pensaba que todo sería solo política... la vio.

Cruzaba el pasillo contiguo, con una carpeta bajo el brazo y los auriculares colgando del cuello. Cabello castaño claro, piel dorada, y unos ojos color miel que se alzaron hacia los suyos como si lo hubieran estado esperando.

Kael se congeló. Su corazón dio un vuelco, y en su pecho algo ancestral se despertó.

Mate.

Ella también se detuvo, mirándolo como si supiera. Como si algo dentro de ella también vibrara con ese reconocimiento.

—¿Quién es? —preguntó después en voz baja a uno de los guardianes del lugar.

-Leah. Es la hermana menor de Aron, uno de los

consejeros del alfa.

Kael camino hasta ella, alargó la mano y ella la tomó sin dudar. El calor que los envolvió fue instantáneo, como si todo en el mundo se hubiera alineado solo para ese momento.

—Eres mi compañera —dijo él, con voz grave y cargada de emoción contenida.

Leah lo miró, sin apartar la mano.

—Lo sentí en el instante en que cruzamos miradas. Es como si siempre te hubiera estado esperando.

Kael asintió, sin soltarla.

—No necesitas entenderlo todo ahora. Solo confía en lo que sentimos. Te llevaré a casa, a nuestra manada. A nuestro lugar.

—Sí —respondió ella con una sonrisa que parecía encenderlo todo—. Quiero estar contigo. Donde sea que estés, ahí pertenezco.

Esa noche, Aelis se despertó sudando frío. Había soñado con fuego, con sombras acechando en los rincones. Sintió un tirón en el pecho, una llamada que venía desde el bosque.

Caminó con cautela, descalza, siguiendo el sendero iluminado por la luna. Allí, como si el tiempo no pasara para ella, estaba la bruja. Rodeada de una neblina suave, con el cabello ondeando sin viento.

—Te estás despertando —dijo—. Pero necesitas más que instinto. Tu don es raro. Y peligroso si no lo entiendes.

Aelis se acercó. En su mano, la bruja colocó una piedra oscura, fría al tacto, que empezó a calentarse al rozar su piel.

—Esto amplificará tu conexión con lo que eres. Pero también te abrirá a cosas que no deberías escuchar aún.

—¿Y si quiero escucharlas?

La bruja la miró con una mezcla de tristeza y orgullo.

—Entonces debes estar lista para lo que vendrá.

Eirik inspeccionaba el perímetro junto a dos de sus hombres. Las marcas que había encontrado no eran simples señales. Eran rastros de rastreadores. Y no de cualquier clan. Eran de aquellos que se mezclaban con las Sombras, bestias sin alma que servían a intereses oscuros.

Volvió a la casa con el ceño fruncido, la sangre ardiendo. Fue directo al jardín donde Aelis solía sentarse después del entrenamiento.

La encontró allí, con la piedra en la mano, el rostro iluminado por la luna.

—Están viniendo —le dijo sin rodeos.

—Lo sé. Los siento. Mi loba... Lyra... me lo susurra.

Eirik se quedó quieto. Ese nombre. Ese despertar. Todo se aceleraba.

—Te protegeré.

Ella levantó la vista, los ojos brillando con intensidad.

—No quiero que me protejas. Quiero que luches a mi lado.

Y Eirik supo, en ese instante, que ya no se trataba solo de ella. Se trataba de ellos.