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"¿Qué pasa cuando la fachada de galán encantador se transforma en un infierno de maltrato y abuso? Karina Sotomayor, una joven hermosa y fuerte, creció en un hogar tóxico donde el machismo y el maltrato doméstico eran la norma. Su padre, un hombre controlador y abusivo, le exige que se case con Juan Diego Morales, un hombre adinerado y atractivo que parece ser el príncipe encantador perfecto. Pero detrás de su fachada de galán, Juan Diego es un lobo vestido de oveja que hará de la vida de Karina un verdadero infierno.
Después de años de maltrato y sufrimiento, Karina encuentra la oportunidad de escapar y huir de su pasado. Con la ayuda de un desconocido que se convierte en su ángel guardián y salvavidas, Karina comienza un nuevo capítulo en su vida. Acompáñame en este viaje de dolor, resiliencia y nuevas oportunidades donde nuestra protagonista renacerá como el ave fénix.
¿Será capaz Karina de superar su pasado y encontrar el amor y la felicidad que merece?...
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Juegos y control...
Nada en el magnate español era hecho al azar. Cada gesto, cada palabra, cada regalo… todo estaba estratégicamente calculado.
Durante la gala, no paró de adular a su esposa. Karina lo soportaba con estoicismo, vestida en un vestido de diseñador, sonriendo solo cuando las cámaras la enfocaban. A su lado, Juan Diego le susurraba palabras dulces que le sabían a veneno.
—Estás preciosa, cariño… esta noche no podría haber traído una mejor reina de, mi brazo —susurraba, fingiendo una ternura que jamás había sentido realmente.
La dulzura que fingía la empalagaba. "Tanta miel y tanta mentira… me va a provocar un coma diabético," pensaba Karina con ironía.
Cuando por fin llegaron a casa, todo ese falso afecto se desvaneció apenas la puerta se cerró tras ellos.
Juan Diego se acomodó el cuello de la camisa, la miró con una mezcla de autoridad y deseo contenido, y dijo con voz suave, casi afectuosa:
—Karina… necesito hablar contigo.
Ella arqueó una ceja y se dejó caer con elegancia en el sillón más cercano.
—Dime, cielo —respondió, en ese tono medido que usaba para no desatar tempestades innecesarias.
—Quiero pedirte disculpas por lo que pasó la otra noche en Dubái —dijo mientras caminaba lentamente hacia ella con las manos en los bolsillos, con ese aire de lobo disfrazado de cordero—. A veces, cuando bebo… pierdo el control. Pero no volverá a suceder. Empezaremos de nuevo. Tú no me provocarás… y yo te trataré como lo mereces: como la reina que eres.
Karina mantuvo su rostro imperturbable, pero por dentro el asco se le revolvía en el estómago.
"Como si yo tuviera la culpa de su brutalidad… como si mi silencio fuera un permiso para ser destruida en nombre del amor". Pensó para sí misma
Como si su discurso necesitara algo más para sonar creíble, sacó una pequeña caja de terciopelo negro. Al abrirla, una gargantilla de diamantes relució bajo la luz cálida de la sala.
—Es para ti. Porque mereces lo mejor… y porque quiero que recuerdes que eres mía —dijo mientras se lo ofrecía.
Ella tomó la joya con la misma frialdad con la que tomaba cada regalo de él. Sonrió apenas. Pero en su interior, su rencor ardía más que nunca.
Después, sin pedir permiso, él se inclinó hacia ella y la besó. Lento. Casi reverente.
Pero Karina no sintió ternura. Sintió lo de siempre: ese control inconfundible. Ese dominio disfrazado de pasión. Su cuerpo se tensó, el estómago se le contrajo, y sus labios se quedaron quietos mientras los de él la reclamaban como propiedad.
Ese beso que debía encenderla, solo la hacía desear escapar.
—Ven conmigo… —dijo él con suavidad mientras la tomaba de la mano y la conducía a la alcoba matrimonial.
El cuarto olía a perfume caro, a poder y a encierro.
La recostó sobre la cama con una supuesta delicadeza. Le quitó el vestido lentamente, como si aquello fuera un ritual sagrado. Luego la tocó, la besó y la tomó como él creía que era hacer el amor: con control, con seguridad, sin pausa… pero también sin alma.
Karina cerró los ojos, deseando estar en otro lugar, deseando que ese cuerpo encima de ella no la hiciera sentirse tan invadida, tan vacía, tan insignificante.
Terminó rápido, como si con eso pudiera marcar territorio. Luego, la abrazó por la cintura, orgulloso de sí mismo.
—Te lo dije… esto es lo nuestro, lo que nadie puede entender —murmuró.
Ella no respondió. Se quedó inmóvil, con la mirada perdida en el techo de la habitación. Su cuerpo aún temblaba, pero no de deseo. De repulsión. De rabia contenida.
"Ese no fue amor… fue una sentencia. Una que algún día pagarás, Juan Diego. Porque de esta cárcel yo saldré, aunque tenga que hacerlo a costa de fuego y sangre". Le dijo mentalmente mientras lo miraba a los ojos.
Y en la oscuridad de esa alcoba, Karina juró que no se dejaría romper más. El rencor ya no dormía… y su deseo de huir se convertía en determinación.
A Karina la apasionaba la arquitectura como pocas cosas en la vida. Entre planos, maquetas y trazos de ideas brillantes, se perdía por horas mientras el mundo exterior se desvanecía. Era su refugio, su única vía de escape. Aunque su presencia en la universidad era limitada, aquellos momentos eran un respiro entre tanto encierro emocional.
Llegaba cada día escoltada por dos hombres fornidos, de rostros duros y expresión imperturbable. Sus trajes oscuros, gafas negras y orejas atentas los hacían imposibles de ignorar. Cualquiera que se atreviera a mirar más de la cuenta a la esposa del magnate español recibía de ellos una mirada fulminante, como si anunciaran que el simple acto de observar podría tener consecuencias.
En la universidad, Karina respiraba con más tranquilidad. Allí no sentía el peso constante de esa mirada obsesiva que la desnudaba aún con la ropa puesta. Tampoco estaba su jaula de oro, ni las manías asfixiantes de Juan Diego. Era, por breves horas, solo ella: una estudiante brillante, apasionada, libre... al menos en apariencia.
Juan Diego, con su perfeccionismo enfermizo y su necesidad constante de control, había creado un itinerario milimétrico para cada día de su esposa.
—Te levantas a las seis —le decía cada noche, como si ella fuera una niña que necesitaba recordatorios—. Ejercicio de seis y media a siete y media. Luego, el desayuno. Ya está servido cuando bajas, no tardes. A las ocho tu chofer estará listo para llevarte. Y recuerda: entras a las nueve, sales a las dos. Ni un minuto más, Karina.
Cualquier retraso, por pequeño que fuera, debía ser informado… o más bien, debía pedirse permiso con anticipación. Si el tráfico la demoraba, si un profesor decidía alargar la clase o si una compañera intentaba entablar conversación, debía notificarle al instante.
—¿Con quién hablabas? —le preguntaba él con voz pausada, pero gélida—. ¿Por qué no me avisaste que saldrías a las dos y cinco?
Las tareas grupales estaban tajantemente prohibidas.
—No confío en nadie más que en mí. Y menos en universitarios mediocres que podrían aprovecharse de ti. Haz todo tú sola, como siempre —decía con un tono de aparente preocupación, aunque su verdadero rostro se dejaba ver en sus ojos fríos y su mandíbula tensa.
Su círculo social estaba cuidadosamente reducido al mínimo. Las empleadas de la mansión eran las únicas que podían estar cerca de ella, pero no eran amigas, solo sombras obedientes. Los empleados hombres tenían una orden clara:
—No deben hablar con Karina. Solo con ella si es estrictamente necesario y siempre con respeto. Nada de miradas, nada de acercamientos —decía Juan Diego frente a todos—. Ella es mi esposa, no una cualquiera.
Karina se sentía un objeto de lujo. Parte del mobiliario de la mansión. Uno que él cuidaba, exhibía y poseía. Estaba en una vitrina invisible, adornada con vestidos caros, joyas exclusivas y una sonrisa fingida para las cámaras. Pero su alma… esa estaba llena de grietas.
Juan Diego ya estaba considerando contratar solo mujeres para encargarse de la seguridad y cuidado personal de su esposa.
—Me molesta que los hombres te miren, aunque sea con respeto —le confesó una noche mientras acariciaba su cabello—. No quiero compartir ni tu sombra con otro varón.
Ella guardó silencio, como siempre. Aprendió a hacerlo. Aprendió que cualquier palabra mal dicha podía transformarse en una discusión, en un castigo disfrazado de preocupación.
Pero por dentro, mientras su cuerpo se sometía, su espíritu empezaba a despertar.
Un domingo por la tarde, Karina se encontraba entre planos y trazos detallados, inmersa en los trabajos finales de arquitectura. El silencio reinaba en la mansión, y varias de las empleadas estaban en su día libre. Sintiendo antojo por algo dulce, la pelinegra decidió bajar a la cocina, aprovechando ese raro momento de tranquilidad.
Abrió el refrigerador con una leve sonrisa y tomó algunos chocolates y un pequeño postre. Se sentó en una de las altas sillas del desayunador y comenzó a comer lentamente, saboreando cada bocado como si fuera un tesoro escondido en su rutina opresiva.
Fue entonces cuando Juan Diego apareció, vestido como siempre de forma impecable: camisa blanca entallada, pantalón oscuro perfectamente planchado, y ese aroma costoso que lo acompañaba como una sombra. Su rostro, aunque atractivo para muchos, estaba endurecido por una expresión de desagrado.
—¿Qué estás haciendo, Karina? —preguntó con frialdad—. ¿Quién te dijo que podías comer esas porquerías? ¿Acaso quieres engordarte como una vaca?
Su voz, seca y mordaz, cortó la paz del momento.
—¡Antonia! —gritó, sin despegar la mirada de su esposa.
La mujer apareció rápidamente en la puerta de la gran cocina.
—Señor —respondió con respeto.
—Antonia, ¿quién te autorizó a ti para que mi esposa coma chocolates y exceso de dulce? ¿Acaso perdiste el juicio?
Karina tragó con rabia, su mirada se volvió desafiante.
—Juan Diego, yo no tengo por qué pedirle permiso a nadie para comer lo que deseo. Además, unos cuantos chocolates no me harán poner como vaca —respondió con ese tono de rebeldía que aún le ardía dentro.
La vena en la frente de Juan Diego palpitó visiblemente. Su mirada se tornó asesina.
—Antonia, encárgate de que estas porquerías solo las consuman los empleados. Desde ahora, mantén todo esto fuera del alcance de mi esposa. Es más, Karina tiene prohibido entrar a la cocina. Si tú, o cualquiera de las empleadas, permite que vuelva a hacerlo, habrá consecuencias.
Karina, furiosa, se levantó y salió de la cocina a paso acelerado. Juan Diego fue tras ella. En un impulso de ira, la tomó del brazo con fuerza y la arrastró hasta el baño más cercano.
—¡Quiero que te induzcas el vómito! —le ordenó con la voz rota por la rabia—. No quiero una esposa gorda y fea.
—¿¡Estás loco!? ¡No voy a vomitar nada, no seas imbécil! —gritó ella, forcejeando.
—Vamos a ver si no lo haces.
Juan Diego tomó un cepillo de dientes y, sin contemplaciones, lo introdujo bruscamente en su garganta. Karina luchó con todas sus fuerzas, pero no logró evitarlo. Terminó vomitando una y otra vez, hasta que el hombre quedó satisfecho.
—Ve a bañarte, apestas. Y ponte bella. Esta noche tendremos una cena con gente importante.
Karina, con el rostro desencajado, lo miró llena de ira.
—¡No voy a ponerme bella, ni voy a ir a ningún lado! ¡Me tienes harta, Juan Diego Morales! Estoy harta de ser tratada como un maldito objeto de colección. Si quieres exhibir a alguien, lleva a la estúpida de Casandra. Ella se muere por ser tu acompañante. ¡Yo no voy a actuar hoy!
Juan Diego la miró con tal furia que la respiración se le volvió pesada. Sin pensarlo, levantó la mano y le propinó un golpe seco que la hizo estrellarse de frente contra el lavamanos. El impacto la dejó inconsciente en el suelo, con un hilo de sangre deslizándose por su labio partido.
Por un instante, el mundo de Juan Diego se detuvo. Una imagen de su infancia emergió con violencia en su memoria: su madre, tirada en el suelo de la cocina, un charco de sangre junto a su cabeza… sin vida.
El pánico lo invadió. Se inclinó sobre Karina y la alzó en brazos con urgencia...