Alma Rota

Alma se veía tan frágil. El terror en sus ojos era una emoción pura, real, y por un instante, conmovió algo en mí que no creí que existiera. Me acerqué con cautela, buscando no ser otra figura de miedo en su vida, pero mi esfuerzo fue inútil. Estaba a la defensiva, sus hombros tensos y su cuerpo listo para huir.

—¿Por qué me trajeron aquí? —Su voz, apenas un susurro, temblaba.

La compasión que había sentido se evaporó. Los negocios eran negocios, no había lugar para la debilidad.

—Pensé que ya lo sabías... Tus padres te vendieron a mí para pagar sus deudas.

El brillo de sus ojos, esa chispa de desafío, se apagó. Su mirada se perdió en el vacío del abismo.

—Eso no es cierto... Ellos... Ellos nunca me harían algo así —murmuró, como si la mentira pudiera hacer que el dolor desapareciera.

—Pues estás aquí. ¿Y sabes quién te trajo? Tu propia madre —respondí, dejando que mis palabras fueran cuchillos afilados.

A pesar de su evidente devastación, el fuego volvió a encenderse en sus ojos. Su barbilla se alzó con valentía.

—No soy mercancía y usted no me puede tener aquí en contra de mi voluntad.

Su determinación era un desafío, un espectáculo fascinante. Esta no era la chica sumisa y tranquila de la que me habían hablado.

—Puedes irte cuando quieras... solo debes cumplir con tu pago —dije con voz grave y determinada, dejando que la verdad se asentara entre nosotros. Luego, llamé al ama de llaves. —¡Sandra!

La mujer apareció en un abrir y cerrar de ojos.

—Sí, señor —dijo con la cabeza gacha.

—Llévala a mi habitación — ordené.

El rostro de Alma palideció, su boca se abrió para protestar, pero no salió ningún sonido. Se había congelado, la realidad de la situación la había golpeado con toda su fuerza. Parecía entenderlo: si quería su libertad, tendría que pasar por mí.

—Sígame, señorita —dijo Sandra con respeto, con la mirada fija en el suelo.

—No es necesario tanto formalismo —intervine, mis ojos clavados en Alma. —Ella es solo otra empleada más de esta casa, contratada para atenderme.

Sandra guio a Alma escaleras arriba, mientras yo me quedaba en la sala, con un vaso de whisky en la mano. La observé subir, su figura tan frágil y pequeña, preguntándome si el fuego en sus ojos se extinguiría o si se convertiría en un incendio que quemaría a todos a su paso.

Una hora más tarde, decidí que era hora de ir a la habitación. El simple hecho de saber que Alma estaba allí despertó en mí una emoción que se disipó tan rápido como el peso de la verdad se asentó en mis hombros. Ella estaba allí, sí, pero en contra de su voluntad. Cada paso que daba al subir las escaleras era un castigo, como si miles de cuchillas se clavaran en mis pies. Lo que estaba a punto de hacer era lo más ruin que había hecho en mi vida, y la culpa me rompía el alma en mil pedazos.

No supe en qué momento llegué a la puerta. Un nudo se formó en mi garganta, impidiendo que el aire entrara en mis pulmones. Con lentitud, abrí la puerta y encontré la habitación sumida en la oscuridad, las luces apagadas. Un silencio helado me recibió. El pánico se instaló en mi pecho, cada célula de mi cuerpo gritaba ante la posibilidad de que se hubiera escapado. No le sería difícil; lo había hecho antes en su propia casa.

Encendí las luces con brusquedad. El corazón se me salía del pecho al no verla por ningún lado, y una ira creciente me consumió. Quería encontrarla y hacerla pagar su osadía. Pero entonces, unos sollozos apagados me detuvieron. Venían del baño. Eran los lamentos desesperados de alguien que lloraba con el alma. La puerta estaba cerrada por dentro. Una sonrisa de alivio se dibujó en mis labios, una mueca de victoria y culpa.

Fui al balcón, con un cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra. Miré al cielo nocturno, sintiendo que las estrellas sabían que yo era el ser más despreciable del mundo.

—Ya estoy lista —la voz de Alma, apenas un susurro, me hizo voltear.

Parecía un ángel. El atuendo blanco que había elegido para este momento le quedaba a la perfección, pero su mirada estaba apagada, y sus ojos, hinchados y rojos por el llanto, contaban una historia de terror y desesperanza.

—Te ves hermosa —dije, y por primera vez en mucho tiempo, mis palabras fueron totalmente sinceras.

—No es necesario el formalismo. Terminemos con esto —su voz sonaba vacía, despojada de cualquier emoción, apagada en su totalidad.

Aunque moría por tenerla, no podía. La forma en que estaba aquí, el precio de su silencio, era una línea que no estaba dispuesto a cruzar.

—Ve a descansar. Mañana hablaremos —ordené, volteando de nuevo hacia la oscuridad del bosque.

Escuché su suspiro de alivio, un sonido que me atravesó como una bala. ¿Era tan horrible para ella pasar una noche conmigo? La pregunta me quemó por dentro.

Terminé el cigarrillo y el whisky de un trago. Caminé hacia el baño y el olor de su cuerpo, el perfume de su piel, aún impregnado en el aire y en cada rincón, hizo que la tensión en mi cuerpo se intensificara. Esto sería más difícil de lo que pensé.

Cuando salí, la encontré acurrucada en un sillón, tiritando de frío. Había dejado la ventana abierta, y las noches aquí eran despiadadas. Cerré la ventana y tomé una manta, cubriendo su delicado cuerpo. Me quedé un momento, la mirada fija en su rostro inocente. Alma era más peligrosa de lo que creía. No por lo que hacía, sino por lo que me hacía sentir.

Me acosté en la cama, el fuego en mi interior clamando por salir y consumirla. Sin embargo, no tuve el valor de lastimarla. Cerré los ojos, tratando de ignorar su presencia, su respiración suave, el silencio que hablaba de su miedo.