Cuando Seraphine se muda buscando paz, jamás imagina que su nuevo vecino es Gabriel Méndez, el arquitecto que le rompió el corazón hace tres años… y que nunca le explicó por qué.
Ahora él vive con un niño de seis años que lo llama “papá”.
Un niño dulce, risueño… e imposible de ignorar.
A veces, el amor necesita romperse para volver a construirse más fuerte.
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La maldición de amarla
...CAPÍTULO 14...
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...GABRIEL MÉNDEZ ...
Entré a mi apartamento y apenas cerré la puerta, mis piernas simplemente… fallaron. Me dejé caer al piso, recargando la espalda contra la madera fría.
Me llevé las manos a la cara.
Golpeé la parte de atrás de mi cabeza contra la puerta.
Despacio.
Una y otra vez.
—¿Por qué soy tan idiota con ella? —susurré, sintiendo la garganta arder.
Otro golpe.
—¿Por qué?
Otro.
—Dios… ¿por qué me desquité con ella? ¿Por qué siempre…?
Me quedé en silencio.
Solo mi respiración rota llenando la sala.
La verdad era simple:
Tenía miedo.
Siempre lo tuve.
Miedo de lo que Sera me hacía sentir.
Miedo de que yo la rompiera a ella otra vez.
Caminé por el apartamento, desesperado.
De un lado a otro.
Pasándome las manos por el cabello.
Pensando en su cara.
En sus ojos heridos.
En cómo temblaba cuando me gritó: “¿Alguna vez te importé?”
Claro que me importó.
Me importaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Después de unos minutos que parecieron horas, tomé una decisión.
Tenía que ir.
Tenía que disculparme.
Tenía que arreglarlo, aunque fuera solo un poco.
Fui hacia la salida con el corazón apretado y la mente hecha un desastre. Cuando abrí mi puerta para ir al apartamento de enfrente…
Ella estaba ahí. Con la mano levantada, justo a punto de tocar el timbre.
Los dos nos quedamos congelados. Sus ojos estaban rojos; seguramente los míos también.
Algo dentro de mí simplemente… enloqueció.
No pensé.
No razoné.
No me detuve.
Solo avancé, la tomé por la cintura, la atraje hacia mí y la besé.
Ella respondió al instante.
Sus manos se fueron a mi cabello, aferrándose como si no quisiera soltarme jamás. Gimió contra mi boca, sintiendo cómo su cuerpo se pegaba al mío.
Era un beso de tres años conteniéndonos, afilado por el dolor, la nostalgia y la necesidad.
La cargué sin romper el beso y ella rodeó mi cintura con las piernas, aferrándose a mis hombros.
Entramos tropezando hasta el sofá. Caí encima de ella, nuestras respiraciones chocando, las bocas buscándose una y otra vez, desesperadas.
Apreté mi agarre en su cadera, sintiendo la tela del pijama bajo mis dedos.
Bajé una de mis manos desde su cintura hasta el borde de su pijama corto, sintiendo la calidez de su piel.
Ella arqueó la espalda y deslizó sus manos por mi pecho, desabotonando mi camisa con movimientos temblorosos.
Nos separamos apenas lo suficiente para que ella pudiera deslizar la camisa de mis hombros. La arrojó al suelo y me tomó del rostro de nuevo.
La tela de su pijama era la única barrera que quedaba. Empecé a deslizarla hacia arriba, impaciente. Ella me ayudó, levantando sus caderas.
Mientras nos liberábamos de la ropa, el beso se intensificó.
Su piel bajo mis dedos…
Dios, la había extrañado tanto.
Hasta que…
Ella detuvo el beso.
—Gabriel… —su voz salió temblorosa, casi un susurro—. Para…
Sus manos siguieron en mi pecho, pero no para atraerme; esta vez para detenerme.
—Esto no está bien.
Me quedé quieto, respirando agitado sobre sus labios.
—Sera…
—Tú estás saliendo con alguien —continuó, apartando la mirada—. Y yo… yo no puedo… no debemos…
La interrumpí antes de que siguiera alejándose de mí mentalmente también.
—Sera —susurré contra su cuello, mi voz rasgada—. Ya te dije que Adelina no es mi novia.
Ella me apartó un poco más, sus ojos buscando sinceridad en los míos.
—De todas formas… esto no está bien —repitió, bajito, con una tristeza que me perforó el pecho—. No podemos hacer esto como si nada. No después de todo lo que pasó.
Me quedé sobre ella, respirando hondo, tratando de no volver a besarla como un idiota.
Ella seguía debajo de mí, respirando agitada, con las mejillas calientes y los labios hinchados por mis besos. Yo estaba que me moría por seguir… pero su mirada me detuvo más que sus manos.
—No podemos hacer esto —repitió Seraphine con la voz quebrada—. No después de todo… Gabriel, tú y yo somos un desastre.
—Siempre lo fuimos —respondí con una sonrisa triste—. Pero eso nunca evitó que… —mi mirada bajó a sus labios— …que nos consumiéramos vivos cuando estamos juntos.
Ella rodó los ojos para ocultar que estaba a punto de derretirse.
—No hagas eso.
—¿Qué?
—Ese tonito tuyo… —ella lo imitó burlona— “nos consumiéramos vivos”, por favor. Parece el diálogo de una novela barata.
Me reí bajito.
—¿Quieres que te hable feo entonces? ¿Más directo?
—No.
—¿Segura?
—¡Gabriel!
Su grito fue tan adorable que me eché a reír. Ella me empujó para apartarme… y al intentar levantarse del sofá, su rodilla chocó contra mi nariz.
Yo me agarré la cara mientras maldecía; ella se llevó las manos a la boca.
—¡Ay! ¡Perdón! ¡Perdón, perdón, perdón! —se subió a horcajadas encima de mí para revisar mi nariz—. Yo… ¡Dios! ¿Te la rompí?
Yo, con la nariz adolorida y ella sentada sobre mí…
—No, no me la rompiste —dije con voz gangosa—, pero si sigues así vas a romperme otra cosa.
Ella se quedó helada, miró hacia abajo… y se puso roja como un tomate.
—¡Gabriel!
—¿Qué?
—¡Te dije que pararas!
—¿Y tú crees que tu rodilla ayudó? —alcé una ceja.
Ella puso cara de ofendida… y luego se deslizó de encima de mí para buscar su camiseta. Tropezó con la alfombra de lo nerviosa que se había puesto y casi se cae de cara.
—Ay, por Dios —murmuré—. Deja, yo la recojo.
—¡No! Yo puedo sola —dijo, elevando la barbilla.
La vio en el suelo… se agachó… se dio un golpe con la mesa, tratando de recogerla …y yo simplemente me llevé una mano a la frente.
—Sera… —me levanté, la tomé suavemente del brazo—. Ven acá.
Ella trató de hacer un berrinche, pero apenas me miró se le quebró algo en los ojos.
—¿Por qué viniste a mi puerta? —pregunté bajito.
Ella tragó saliva.
—Porque… —tomó aire— no quería quedarme con esa pelea como lo último del día. Quería pedirte perdón por lo que dije… por lo que grité. Yo también me pasé, Gabriel.
—No —negué despacio—. Esta vez fui yo que te hablo como un cobarde.
Ella volvió a mirarme. Sus ojos brillaban.
—Es que… —su voz salió temblando—Yo…para mí fue difícil todo.
Sentí el alma salírseme del cuerpo.
—Te extrañé mucho, Sera—respondí sin pensarlo.
Ella parpadeó.
—No digas esas cosas…
—¿Por qué? —mi voz salió ronca, más de lo que quería—. ¿Te incomoda?
Ella abrió la boca… la cerró… dio un paso hacia atrás como si quisiera escapar…pero yo la tomé de la muñeca suavemente, atrayéndola hacia mi.
—Sera, mírame.
Yo sabía lo que estaba a punto de pasar.
Ella también.
—No podemos —susurró ella, más por inercia que por convicción.
Seraphine apoyó las palmas en mi pecho, firme pero temblando.
—Gabriel… para. —Su voz salió suave, rota—. En serio. No podemos hacer esto.
Me quedé inmóvil.
Mis manos aún en su cintura.
Mi respiración pegada a la suya.
Otra vez estábamos en ese punto en el que el corazón avanzaba, pero la cabeza decía que no.
—Sera… —susurré, pero ella negó despacio.
—Lo siento —dijo cerrando los ojos—. No está bien. No así. No ahora. Tú… tú tienes tu vida, tus cosas… yo tengo las mías y si volvemos a cruzar esta línea sin pensar… vamos a salir heridos otra vez.
Sentí un nudo incómodo en la garganta.
Ella seguía allí, tan cerca que podía sentir su aliento en mi piel, pero tan lejos como si hubiera un abismo entre los dos.
Deslicé mis manos hacia atrás, dándole espacio.
—Está bien —dije, aunque mi voz salió más ronca de lo que quería—. No voy a presionarte.
Ella abrió los ojos y parecía que se sentía culpable otra vez.
Yo odiaba esa expresión.
Se incorporó un poco, y yo, sin pensarlo, levanté una mano y acomodé un mechón rebelde detrás de su oreja.
—Siento haber… perdido la cabeza —admití en voz baja.
Ella rió apenas, como si la risa le costara.
—Los dos la perdimos.
Un silencio pequeño, tierno, se extendió entre nosotros.
Seraphine suspiró y apoyó su frente en mi hombro, agotada.
—¿Podemos… solo descansar? —preguntó bajito—. No quiero pelear más hoy. No quiero confundirme. Solo… estar tranquila.
Me acomodé a su lado en el sofá, sin prisa, como si cualquier movimiento brusco fuera a espantarla. Ella se recogió un poco, como una gatita asustada, y yo la rodeé con mis brazos.
Sus dedos tocaron mi pecho desnudo.
Mi nariz quedó hundida en su cabello, que tenía una aroma a jabón y a palomitas de caramelo.
Le di un beso suave, tímido, en el hombro descubierto.
—Buenas noches, tormentita —murmuré, casi sin voz.