Soy Salma Hassan, una sayyida (Dama) que vive en sarabia saudita. Mi vida está marcada por las expectativas. Las tradiciones de mi familia y su cultura. Soy obligada a casarme con un hombre veinte años mayor que yo.
No tuve elección, pero elegí no ser suya.
Dejando a mi único amor ilícito por qué según mi familia el no tiene nada que ofrecerme ni siquiera un buen apellido.
Mi vida está trasada a mí matrimonio no deseado. Contra mi amor exiliado.
Años después, el destino y Ala, vuelve a juntarnos. Obligándonos a pasar miles de pruebas para mostrarnos que no podemos estar juntos...
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Soy compatible
El aire en la casa de mis padres se sentía denso, cargado de años de silencio y de un miedo que podía sentir. Las paredes, que antes le habían albergado con calidez, ahora parecían albergar fantasmas de un pasado doloroso.
Mis padres, sentados frente a mi, lucían envejecidos, sus rostros surcados por la preocupación y la cautela.
—Emir... hijo...— dijo mi madre, y pude sentir su voz temblorosa, y sus ojos esquivando los míos —Nos alegra volver de verdad que sí... pero...—
Mi padre, con la mirada fija en las manos que jugueteaban nerviosamente en su regazo, intervino con un tono bajo y urgente. —Emir, no sabemos si esto es prudente... el señor Jalil Hassan... si se entera de que hemos regresado, de que estamos aquí contigo...—
La mención de ese nombre desató una oleada de furia contenida en mi.
Mis puños se cerraron a los costados, los nudillos están blanqueándose. La rabia, que había sido su compañera constante durante cinco largos años de exilio, burbujeaba en mi interior aún, amenazando con desbordarse.
—¿Temer?— La palabra salió de mis labios con una aspereza que me sorprendió incluso a mi mismo. Me incliné hacia adelante, sin dejar de mirarlos —¡Ya no tienen que temer! ¡No permitiré que ese hombre nos amenace de nuevo! ¡No permitiré que nos exilie una vez más!—
Me levantó abruptamente, y el sonido de la silla raspando el suelo resonó en el tenso silencio. Caminé hacia la ventana, contemplando el paisaje familiar que se me había sido arrebatado.
La tierra que lo vio nacer, la tierra que ahora era suya de nuevo, y sin embargo, sentía la amargura del exilio aún clavada en mi alma.
—Cinco años— continué con mi voz cargada de resentimiento. —Cinco años fuera de mi hogar, lejos de todo lo que amaba. Todo por la ambición y la crueldad de un hombre. ¿Y ustedes me hablan de prudencia? ¿De incomodidad?— Dirigí mi mirada de nuevo hacia ellos, vi como sus ojos brillaron con una mezcla de dolor y determinación. —Esto es mi tierra. Y ustedes están aquí, conmigo. Nadie, absolutamente nadie, nos va a quitar esto de nuevo—
Mi madre intentó hablar de nuevo, pero la interrumpí con un gesto. —No quiero escuchar excusas. Entiendo que tengan miedo, pero ese miedo se acabó. Ahora, el que tiene el poder soy yo. Y no dudaré en usarlo para protegerlos—
La tensión en la habitación era casi insoportable. Sentía en todo mi ser la rabia bullir hasta en mis venas, la injusticia de todo lo vivido pesa sobre mis hombros.
La necesidad de proteger a mis padres se mezclaba con el deseo ardiente de confrontar a Jalil Hassan y reclamar lo que me pertenecía.
El peso muerto de mi pasado se sentía en cada rincón de mi ser, un lastre que me arrastraba hacia abajo. Estaba inmerso en los ecos de la casa de mi infancia, intentando descifrar las sombras que proyectaban los recuerdos, cuando un sonido agudo y persistente rompió el silencio.
Mi teléfono.
Un número desconocido.
Una punzada de inquietud se instaló en mi estómago.
En mi mundo, las llamadas inesperadas rara vez traían buenas noticias.
Con un suspiro resignado, saqué el dispositivo del bolsillo. La pantalla mostraba un número que no reconocía. Dudé un instante, pero la curiosidad, o quizás un instinto más profundo, me impulsó a responder.
—¿Hola?— Mi voz sonó más áspera de lo que pretendía, un reflejo de la tensión que me embargaba.
—¿Señor Emir?—
—Sí, soy yo—
Hubo una breve pausa, el sonido de lo que parecían ser papeles moviéndose.
—Le hablamos del Hospital Central. Hemos recibido los resultados de la prueba de compatibilidad que solicitó de forma anónima—
La prueba.
La prueba que había aceptado hacer, más por una mezcla de necesidad de hacer algo por esa niña.
Cuya imagen se había filtrado en mis pensamientos como un espectro.
—Sí— logré articular, con mi voz apenas un susurro.
—Los resultados indican que usted es un donante compatible para la paciente con el nombre de Senre. La compatibilidad es alta—
Compatible.
La palabra resonó en mi cabeza, pero no de la forma que mi mente, en su momento de pánico inicial, había querido interpretar.
Era... una posibilidad.
Una posibilidad de ayudar.
Una oleada de emociones contradictorias me recorrió: sorpresa, incredulidad, y una extraña y punzante sensación de responsabilidad.
Yo que había jurado mantenerse al margen, el que había construido muros de acero a su alrededor, era ahora la posible salvación de una niña que ni siquiera era mía, ni tenía nada que ver.
—¿Compatible?— repetí.
—Sí, señor Emir. La compatibilidad es alta— confirmó la enfermera, —Procederemos con los siguientes pasos. Le enviaremos la información detallada sobre el proceso de donación y los requisitos. ¿Podría confirmar su dirección de correo electrónico?—
Mientras ella pedía mi correo, mi mente se aceleró. Tenía que ser discreto. Tenía que ser inteligente. Si Salma se enterara que estoy detrás de esto, entonces toda la situación se volvía mucho más compleja.
No podía permitir que ella supiera que yo estaba involucrado, no sin antes entender la verdad completa.
—Escuche con atención. Nadie debe enterarse de que soy yo quien está haciendo esto. Absolutamente nadie. Ni su familia. Y sobre todo, Salma. Ella no debe saber nada de esto. Me ha entendido?—
Hubo un breve silencio al otro lado, un momento de vacilación antes de que la voz profesional respondiera, con un matiz de cautela. —Señor Emir, la confidencialidad es crucial en estos casos. Su identidad será protegida—
—Bien— asentí. —Envíen la información a mi correo. Pero no me contacten por teléfono a menos que sea absolutamente vital. Y si Salma pregunta por mí, o por alguna prueba relacionada conmigo, usted no sabe nada. Nada en absoluto—
La enfermera pareció sopesar mis palabras. —Entendido, señor Emir. Su discreción será mantenida—
Colgué el teléfono, el silencio que siguió a la llamada se sintió más pesado que antes. La compatibilidad. La enfermedad de Senre. Tenía la clave para ayudar, pero también había abierto una caja de Pandora de preguntas sin respuesta.
Y la primera regla era clara: nadie debía saberlo. Ni siquiera Salma.
Necesitaba desenredar esta madeja por mi cuenta...