En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 14: "El forastero"
La mansión reposaba en un silencio solemne, envuelta en la penumbra de una tarde invernal. El viento gemía entre los ventanales altos, y el fuego de la chimenea crepitaba con un fulgor anaranjado que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes revestidas de madera oscura. El aroma a cera derretida y papel antiguo impregnaba el aire, mezclándose con el tenue perfume de las flores que Eliza ordenaba con paciencia sobre un jarrón de porcelana. Sus dedos, delicados y firmes, acomodaban cada tallo como si temiera quebrar aquel frágil instante de calma.
Lyonel, reclinado en un sillón de respaldo alto, hojeaba un libro en silencio, aunque sus ojos no parecían fijarse del todo en las letras. Cada tanto levantaba la vista hacia las brasas que ardían como corazones al rojo vivo, como si buscara en ellas una respuesta muda. Era una tarde suspendida, sin prisa ni sobresaltos, un respiro efímero dentro de las murallas de piedra que habían visto siglos de historias.
Entonces, tres golpes secos quebraron la quietud. El sonido resonó por los corredores de la mansión como un presagio, obligando a ambos a intercambiar una mirada rápida. Eliza, con el ceño levemente fruncido por la sorpresa, dejó el jarrón sobre la mesa y caminó hacia la puerta principal. El eco de sus pasos sobre el mármol se extendió como un murmullo solemne.
Cuando la puerta se abrió, la penumbra del vestíbulo se iluminó con la presencia de un hombre. La expresión de Eliza se transformó en un destello de incredulidad, y en un instante sus labios se abrieron en un grito ahogado de alegría. —¡Vincenzo!—. La exclamación se rompió en el aire antes de que ella se arrojara a sus brazos, abrazándolo con fuerza.
El visitante, alto y de porte impecable, vestía un traje clásico que parecía sacado de otra época. Su cabello castaño, peinado con elegancia, brillaba bajo la débil luz del vestíbulo, y sus ojos verdes —profundos y luminosos, con un fulgor que oscilaba entre la calidez y el misterio— se posaron en Eliza con intensidad. En ese instante, la mansión dejó de ser un refugio silencioso para convertirse en escenario de un reencuentro que Lyonel, desde la distancia, apenas podía comprender.
Eliza reía con una emoción contenida, su voz vibraba en el aire como un eco cálido que llenaba el vestíbulo. Lyonel, oculto entre las sombras del salón, observaba en silencio. No se movía, apenas respiraba, con los dedos crispados sobre el respaldo del sillón.
¿Quién es ese hombre? pensó, su mirada fija en el visitante. ¿De dónde conoce Eliza a alguien que la hace brillar de esa manera? Nunca la he visto tan… conmovida.
En el umbral, el extraño se inclinó levemente hacia ella.
—Has cambiado tan poco, Eliza —dijo con voz grave y melódica, teñida de un acento italiano que alargaba las sílabas como si fueran notas musicales.
Eliza sonrió, con los ojos encendidos de alegría.
—Y tú, Vincenzo… es como si apenas hubiera pasado un día desde la última vez que nos vimos.
Lyonel apretó la mandíbula, incapaz de comprender del todo aquello que lo atravesaba por dentro. Vincenzo. Así se llama. ¿Por qué le habla con tanta familiaridad?
Entonces, el hombre sacó lentamente una mano de detrás de su espalda. En ella sostenía un ramo de rosas rojas, frescas y perfumadas, que parecían encenderse contra el gris de la tarde.
—Para ti —murmuró, ofreciéndolas con un gesto elegante.
Eliza llevó las manos a sus labios, sorprendida.
—¡Oh, Vincenzo! No debiste…
Ese instante bastó para empujar a Lyonel hacia adelante. No sabía qué ardía en su pecho —¿curiosidad?, ¿incomodidad?, ¿celos?—, pero sus pasos resonaron sobre el mármol hasta detenerse junto a ellos.
—No sabía que esperábamos visitas —dijo con una calma apenas teñida de tensión. Sus ojos se clavaron en el desconocido—. Soy el dueño de esta mansión. ¿Y usted es…?
Eliza giró hacia él, aún emocionada.
—Lyonel, déjame presentarte. Este es Vincenzo Leopardi. Nos conocimos hace tres años; mi padre me pidió que le mostrara Londres cuando él vino desde Italia.
—Qué raro… no lo recuerdo —comentó Lyonel, arqueando una ceja.
Eliza rió suavemente. —No seas tonto, en ese tiempo estabas estudiando en el extranjero.
Vincenzo inclinó la cabeza con una sonrisa cortés.
—Encantado de conocerlo, señor.
Lyonel dio un paso más cerca y le ofreció la mano. El apretón fue firme, casi instintivo. Vincenzo parpadeó, sorprendido por la fuerza, antes de esbozar una breve risa.
—Tiene un agarre sólido.
—Lo mismo diría de usted —respondió Lyonel, sin apartar la mirada, aunque sus pensamientos ya divagaban.
Eliza, deseando aligerar el ambiente, añadió enseguida:
—Vincenzo ha venido de Italia. Es comandante en la guerra. Tuvo que regresar a Inglaterra por asuntos urgentes y… decidió buscarme.
—Así es —respondió Vincenzo con una leve inclinación de cabeza. Su voz, grave y cadenciosa, bajó un tono mientras sus ojos se fijaban en los de Eliza—. Pasé primero por tu casa en Londres; allí me dijeron que estabas aquí, en este lugar apartado. Y comprendí que no podía irme sin ver con mis propios ojos a mi bella Eliza que tanto recordaba...
El corazón de Lyonel dio un vuelco, aunque él mismo no supo bien por qué. ¿Bella Eliza? Se endureció un instante, pero su rostro permaneció sereno, el del anfitrión cordial que dominaba la situación.
—Entonces, comandante —dijo Lyonel con un destello en la mirada—, ¿no piensa pasar?
Vincenzo lo observó con una sonrisa tranquila.
—Sería un placer.
Eliza se apartó apenas para invitarlo a entrar, sus manos aún aferradas al ramo de rosas, como si esas flores fueran la prueba tangible de que el pasado no había quedado tan lejos como pensaba. Vincenzo cruzó el umbral con la seguridad de quien conoce su lugar, y su porte llenó el vestíbulo como si hubiese nacido para caminar por mansiones antiguas. Eliza cerró la puerta con suavidad, y Lyonel, desde su posición junto a la chimenea, no perdió detalle de cada gesto: la inclinación de cabeza, la leve sonrisa que parecía dibujada para ella, incluso el modo en que el italiano sacudió el abrigo oscuro antes de dejar que colgara de su brazo.
—No puedo creer que estés aquí —dijo Eliza, todavía maravillada, con una voz que parecía más ligera de lo habitual—. Ha pasado tan poco tiempo, y aun así se siente como una eternidad.
—Un año puede ser toda una vida, si se mide en recuerdos —respondió Vincenzo, mirándola con intensidad—. Y tú, Eliza, eres un recuerdo demasiado fuerte para desvanecerse.
Lyonel sintió un movimiento en su pecho, una incomodidad que no tenía nombre. No era ira, tampoco tristeza; era algo extraño, nuevo, que lo obligaba a apartar la mirada de la escena por un instante, como si con ello pudiera deshacer la sensación. Sin embargo, volvió a clavar los ojos en ellos, observando cada palabra, cada roce de las miradas.
—¿Y cómo está tu padre? —preguntó Vincenzo, rompiendo el silencio.
—Bien, gracias a Dios —contestó Eliza con ternura—. Me habla de ti a veces, ¿sabes? Dice que le sorprendió la rapidez con que te adaptaste a Londres.
—Fue gracias a ti —replicó Vincenzo, sonriendo con esa calma estudiada—. Sin tu guía, me habría perdido en aquella ciudad interminable.
Lyonel carraspeó, no con rudeza, pero lo bastante fuerte para recordarle a ambos que no estaban solos. Caminó hacia ellos con paso medido y se colocó a un lado de la conversación.
—Debe de haber sido un recorrido interesante —dijo, con voz neutral—. Londres siempre exige más de lo que ofrece.
Vincenzo lo miró de reojo, como calibrando la intención oculta tras esas palabras. Luego asintió, con una cortesía imperturbable.
—Así es. Pero algunas ciudades se comprenden mejor cuando se recorren de la mano de alguien que las ama. Y Eliza fue una guía excepcional.
Eliza bajó la mirada, ruborizada, y jugó con el tallo de una rosa entre sus dedos. Lyonel, en cambio, se mantuvo erguido, con los hombros tensos y el gesto tranquilo.
—¿Y qué lo trae de regreso a Inglaterra, comandante? —preguntó al fin, acentuando deliberadamente el título.
Vincenzo apoyó una mano en el respaldo de una silla, con naturalidad, como si la casa fuese tan suya como la de Lyonel.
—Asuntos militares. La guerra en Italia nunca concede descanso. Pero tuve la fortuna de que mis superiores me enviaran aquí por un encargo diplomático. Y pensé… ¿qué clase de hombre sería si dejara pasar la oportunidad de visitar a una dama tan querida para mí?
Eliza sonrió, sin notar el peso de esa última frase, pero Lyonel lo percibió como un filo que se hundía despacio.
—La cortesía es un arma tan peligrosa como cualquier espada —replicó Lyonel, dejando escapar una media sonrisa—. Pero admito que no todos saben blandirla con la misma elegancia.
Los ojos de Vincenzo brillaron con un destello que no era burla ni enojo, sino el reconocimiento de alguien que entendía el reto enmascarado en las palabras.
—Supongo que es un elogio, señor —contestó—. Y si es así, lo recibo con gratitud.
Eliza los miraba a ambos, como si no terminara de comprender que bajo aquel intercambio cortés se agitaba una corriente subterránea de rivalidad.
—Lyonel, ¿no sería mejor que llevemos a Vincenzo al salón? —dijo ella, con un dejo de nerviosismo en la voz—. Debe de estar cansado por el viaje.
Lyonel inclinó apenas la cabeza, su mirada aún fija en Vincenzo.
—Por supuesto. Esta casa recibe a sus invitados con hospitalidad.
Vincenzo sostuvo la mirada un instante más, luego sonrió y extendió el brazo hacia Eliza para que ella lo guiara.
—Sería un honor —dijo.
Mientras avanzaban por el pasillo hacia el salón, Lyonel los siguió de cerca. Sus pensamientos, sin embargo, estaban enredados en una maraña de preguntas que no lograba resolver. ¿Qué es lo que siento? ¿Celos? ¿Desconfianza? ¿O simplemente miedo de perder algo que aún no comprendo?
El fuego de la chimenea los recibió con su calor. Eliza colocó las rosas en un jarrón de cristal, y el rojo intenso de los pétalos iluminó la estancia como una herida abierta. Vincenzo tomó asiento, cruzando las piernas con naturalidad, mientras Lyonel se mantenía de pie, erguido, observando. La guerra de palabras apenas comenzaba.
El salón estaba iluminado por el fuego de la chimenea y por la débil luz que entraba desde los ventanales altos. Eliza, con el ramo de rosas en brazos, sonrió a ambos con un entusiasmo difícil de ocultar.
—Esperen un momento —dijo de pronto, como si hubiera recordado algo importante—. Tengo algo para ti, Vincenzo. Una carta… ¿recuerdas? La guardé todo este tiempo.
Y antes de que Lyonel pudiera preguntar nada, Eliza salió del salón con pasos ligeros, desapareciendo en dirección a la biblioteca.
Lyonel se quedó inmóvil, observando el espacio vacío que había dejado ella al irse. ¿Una carta? repitió para sí, incrédulo. ¿Guardó una carta de este hombre? ¿Por qué la conservaría? El pensamiento lo atravesó con una incomodidad que apenas lograba controlar.
Vincenzo, sentado con una pierna cruzada sobre la otra, acomodó el cuello de su chaqueta con un gesto pausado, como quien no tiene prisa. Luego levantó la mirada y encontró la de Lyonel.
—Parece sorprendido —dijo el italiano, con tono neutro, aunque en sus labios se insinuaba la sombra de una sonrisa.
—No esperaba que Eliza conservara cartas de alguien a quien apenas conoció en Londres —replicó Lyonel, con voz serena, aunque su mandíbula se tensaba al pronunciar cada palabra.
Vincenzo apoyó un codo en el brazo del sillón y entrelazó los dedos.
—Tal vez no me conoció tan poco como usted cree. A veces, uno años basta para dejar huellas más profundas que décadas enteras.
Hubo un silencio denso. El fuego crepitó en la chimenea, lanzando chispas que parecían acompañar la tensión. Lyonel, de pie junto a la ventana, lo miraba con frialdad, intentando descifrar las intenciones del hombre que se había presentado con tanta seguridad.
—¿Y qué es exactamente lo que quiere de Eliza? —preguntó al fin, con un tono bajo, cargado de intención.
La sonrisa de Vincenzo desapareció. Su rostro se volvió serio, y sus ojos verdes adquirieron un brillo acerado.
—Lo que quiero… —dijo despacio, como midiendo cada palabra— es llevarla conmigo. Quiero pedirle matrimonio y que viva a mi lado en Italia.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como una daga. Lyonel sintió que algo se quebraba en su interior, un golpe inesperado que lo dejó momentáneamente sin respuesta. El calor del fuego parecía insoportable; la sangre le hervía en las sienes.
—¿Casarse con Eliza? —repitió con incredulidad, avanzando un paso hacia él—. ¿Y acaso cree que puede venir aquí, a esta casa, a decir semejante cosa como si… como si ella le perteneciera?
Los ojos de Vincenzo brillaron con una calma peligrosa.
—No he dicho que me pertenezca. He dicho que la amo. Y pienso luchar por ella.
Lyonel sintió que sus manos se cerraban en puños, que las palabras estaban a punto de escapar cargadas de rabia. ¿Luchar por ella? ¿Quién se cree que es este hombre? Un torbellino lo invadía: celos, enojo, confusión.
Justo cuando estaba a punto de responder, con la voz levantada y la furia al borde de estallar, se escucharon pasos ligeros en el pasillo. Eliza apareció en el umbral, sosteniendo entre las manos un sobre amarillento, gastado por el tiempo.
—Aquí está —dijo con una sonrisa, sin notar la tensión que impregnaba el aire—. La guardé todo este tiempo. No podía perder algo tan especial.
Lyonel y Vincenzo guardaron silencio. La escena se congeló por un instante, como si ninguno de los dos quisiera revelar lo que acababa de ocurrir en su ausencia. Eliza caminó hacia ellos, ajena al filo que colgaba sobre la estancia.
Eliza sostuvo la carta con delicadeza, como si temiera que el papel se deshiciera entre sus manos. Se sentó junto a la mesa y acarició el sobre antes de abrirlo, sus ojos brillando con una mezcla de nostalgia y ternura.
—Esta carta —dijo con voz suave, mirando a Vincenzo— la escribiste la noche antes de marcharte. Dentro pusiste un poema… ¿recuerdas? Me hiciste prometer que siempre la guardaría conmigo, y eso hice.
Vincenzo inclinó la cabeza, y en sus labios se dibujó una sonrisa lenta, casi felina, cargada de una provocación silenciosa. Sus ojos verdes se alzaron hacia Lyonel, quien permanecía erguido junto a la ventana. La intención era clara: no se trataba solo de un gesto de amistad, sino de una afirmación de cercanía, de intimidad.
Lyonel sintió un calor extraño recorrerle las manos. Su puño se cerró con fuerza contra el costado de su cuerpo, y tuvo que apartar la mirada para que no se notara el temblor que lo atravesaba. ¿Por qué guardó esa carta? ¿Qué clase de promesas se hicieron?
Eliza, ajena a la tormenta invisible, sonrió al recordar.
—Me escribiste sobre el cielo de Londres, cómo la niebla parecía abrazar las calles, y cómo, en medio de esa sombra, encontraste luz. Dijiste que era yo esa luz.
—Y lo sigo creyendo —interrumpió Vincenzo, con un tono grave, seguro, que provocó que Eliza bajara los ojos y sonriera con timidez.
La charla continuó con anécdotas. Eliza contaba cómo habían recorrido los mercados, cómo Vincenzo se perdía entre los callejones y ella tenía que guiarlo, cómo terminaron riendo bajo la lluvia junto al Támesis. Cada recuerdo era una aguja que se hundía en Lyonel sin que él pudiera detenerlo. Escuchaba, en silencio, cómo las risas del pasado parecían revivir en la sala, y cuanto más hablaban, más pesado se volvía el aire a su alrededor.
Finalmente, no pudo más. Se levantó con un movimiento brusco y caminó hacia el patio. El aire nocturno lo recibió con un soplo frío, y se apoyó en la baranda de hierro forjado, respirando hondo como si quisiera expulsar la opresión que sentía en el pecho.
Eliza lo notó enseguida. Dejó la carta sobre la mesa y salió tras él, cerrando la puerta del salón con cuidado. Lo encontró de espaldas, mirando hacia el jardín oscuro, sus hombros tensos.
—Lyonel… —dijo con suavidad.
Él giró apenas, forzando una sonrisa débil.
—Estoy bien. Solo necesitaba aire.
—Dime la verdad —insistió ella, acercándose un paso más—. No estás bien. Lo noto.
Lyonel bajó la mirada, luego la alzó con una seriedad que no pudo ocultar.
—No me cae tu amigo. Y no me parece que haya venido solo a recordarte viejos tiempos. Está aquí por otra cosa.
Eliza soltó una risa breve, como si quisiera disipar la tensión.
—No seas así. Vincenzo siempre ha sido caballeroso, y si te incomoda por sus halagos… bueno, es solo su forma de ser.
—No tiene derecho a hablarte de ese modo —replicó Lyonel, con voz más dura de lo que pretendía.
Eliza lo miró, sorprendida por el tono.
—¿Y qué problema hay? Estoy soltera, Lyonel. Puedo escuchar lo que quiera.
Él dio un paso hacia ella, la sombra de la rabia marcando su voz.
—Así no se debe hablar a una dama.
Eliza enarcó las cejas, sus labios se endurecieron en una línea recta.
—¿Así? ¿Y de qué manera le hablas tú a Anna, Lyonel?
Las palabras lo golpearon como una piedra. Lyonel se quedó en silencio, su garganta seca, incapaz de articular una respuesta. Eliza lo observó un instante más, sus ojos llenos de reproche, antes de girar sobre sus talones y volver al salón con paso firme.
La puerta se cerró tras ella con un golpe suave, y Lyonel quedó solo en el patio, el aire frío calándole los huesos mientras la noche parecía envolverlo en un silencio cada vez más denso.
La mañana amaneció con un cielo grisáceo, cubierto por nubes bajas que filtraban una luz mortecina a través de los ventanales de la mansión. Lyonel descendió las escaleras con paso lento, aún con el peso de la noche en los hombros. Apenas había dormido: su mente había estado dando vueltas una y otra vez sobre las imágenes del día anterior, las risas compartidas entre Eliza y Vincenzo, aquella carta con un poema escondido, la confesión velada de sus intenciones.
El silencio que esperaba encontrar en la casa fue quebrado por un murmullo alegre proveniente de la cocina. Al abrir la puerta, la escena lo detuvo en seco. Allí, sentados a la mesa, Eliza y Vincenzo compartían el desayuno. El aroma del pan recién tostado y el café llenaba el aire, y entre ellos había un ambiente ligero, íntimo, como si estuvieran solos en el mundo.
Eliza levantó la vista y sonrió con naturalidad.
—Buenos días, Lyonel. ¿Dormiste bien?
Él se quedó un instante en la puerta, sin avanzar, su expresión endurecida.
—Sí —respondió breve, con un tono que heló la calidez de la estancia.
Eliza parpadeó, sorprendida por su seriedad, pero trató de mantener la cordialidad.
—¿No vas a desayunar con nosotros? Aún queda café y preparé panecillos.
Lyonel apartó la mirada hacia la ventana, evitando observar cómo Vincenzo cortaba un trozo de fruta con absoluta calma.
—Se me quitó el hambre —dijo con voz baja, firme.
Eliza dejó la taza sobre la mesa con un leve golpe.
—¿Y eso?
—Tengo que salir —añadió Lyonel, sin mirarla todavía—. Iré a visitar a Anna. Regresaré para el almuerzo.
Las palabras quedaron flotando como un reproche implícito. Eliza se inclinó hacia adelante, con la ceja arqueada, su tono repentinamente áspero.
—Si es así, entonces quédate a almorzar allá. Nadie te obliga a volver si no quieres.
Lyonel levantó la vista por fin, pero no dijo nada. Sus labios permanecieron apretados, su respiración pesada. En ese instante, una risa contenida escapó de los labios de Vincenzo, una risa breve, casi sofocada, pero lo bastante clara para que Lyonel la escuchara.
El aire en la cocina se tensó como una cuerda a punto de romperse. Lyonel lo miró fijamente, y por un instante pareció que iba a responder con la rabia acumulada de la noche anterior. Pero en lugar de eso, se volvió hacia la puerta, la abrió con violencia y salió, cerrándola de un portazo que retumbó en toda la mansión.
Dentro, Eliza suspiró, frotándose las sienes, mientras Vincenzo bebía un sorbo de café con la misma tranquilidad con que un actor contempla su obra terminada.
Lyonel salió de la mansión como un torbellino. El portazo aún resonaba en sus oídos mientras montaba a Gapola, que resopló impaciente bajo sus manos. Tiró de las riendas con fuerza y, apenas lo sintió listo, lo espoleó con violencia. El caballo salió disparado por el camino de piedra, levantando polvo y hojas muertas. El viento frío le azotaba el rostro, pero no lograba despejarle la mente.
¿Por qué estoy así? pensaba mientras cabalgaba a toda velocidad. ¿Por qué no puedo soportar verlo junto a ella? Ni siquiera sé lo que siento… y sin embargo, cada palabra suya me hiere como un puñal.
Gapola trotaba con brío, sus cascos golpeaban la tierra como un tambor que acompasaba los pensamientos confusos de su jinete. El paisaje se desdibujaba a los lados, pero la furia contenida no lo abandonaba. No sabía si huía de la mansión o de sí mismo.
Cuando al fin llegó al pueblo, redujo la marcha. El ruido de la herrería, las voces del mercado y el murmullo constante de la gente lo devolvieron a la realidad. Había venido a buscar a Anna, aunque no tenía idea de dónde vivía exactamente. Recorrió las calles una y otra vez, preguntándose si acaso la encontraría en algún puesto, en algún rincón del mercado.
De pronto, en la banca de piedra frente a la iglesia, distinguió una figura conocida. Era Rose, la hermana menor de Anna. Estaba sentada sola, con las manos entrelazadas sobre las rodillas, mirando al suelo como si cargara con un peso demasiado grande para su edad. Lyonel frunció el ceño, sorprendido de verla allí, y se acercó.
—Hola, pequeña —dijo con una voz más suave de la que había usado en toda la mañana—. ¿Qué haces aquí sola?
Rose levantó la cabeza de golpe, sorprendida. Sus mejillas se tiñeron de un leve rubor y sus ojos se abrieron grandes al verlo. Durante unos segundos no supo qué decir. ¿Qué hago ahora? pensó con desesperación. Anna me dijo que no debía decirle nada, que si preguntaba le repitiera la misma historia…
La niña tragó saliva, intentando que no se notara su nerviosismo.
—Yo… estaba en la iglesia —balbuceó al fin—. Tengo unos amigos allí, huérfanos, y a veces voy a visitarlos.
Lyonel la miró con ternura, sin sospechar nada.
—Eso está muy bien. Pero dime, ¿dónde está tu hermana?
Rose recordó las palabras de Anna como si fueran un eco. “Si Lyonel pregunta, dile que fui con padre a vender ganado a otro pueblo. No más.” Repitió la mentira con un hilo de voz:
—Se fue con papá… a vender ganado otra vez.
Lyonel arqueó una ceja.
—¿Otra vez lejos? ¿Por qué no hacen negocios aquí, en este pueblo?
Rose apretó los labios, inventando sobre la marcha.
—Porque… porque aquí hay mucha competencia. Allá venden mejor, y papá dice que es más seguro.
El silencio se instaló por un momento. Lyonel no la interrogó más; simplemente asintió despacio, aunque sus ojos permanecieron clavados en ella, como si quisiera leer lo que no decía. Luego, con un gesto más ligero, se dejó caer en la banca junto a ella.
Rose lo miró de reojo, dudando si hablar. Al final, con voz tímida, preguntó:
—¿Está bien, señor Lyonel? Lo noto… distinto.
Él respiró hondo y se recostó contra el respaldo de la banca.
—Estoy bien, pequeña. Solo que… discutí con Eliza hace un rato.
—¿Y por qué discutieron? —se atrevió a decir ella, inclinando la cabeza con curiosidad infantil.
Lyonel sonrió con amargura.
—Por cosas tontas de adultos, nada que debas preocuparte.
Rose asintió, comprendiendo que no debía insistir. Se quedaron en silencio, compartiendo un instante en que solo el viento que corría entre los árboles de la iglesia llenaba el espacio.
—¿Sabes qué? —dijo de pronto, con un tono que rompía la seriedad—. ¿No tienes hambre?
Los ojos de Rose brillaron con entusiasmo inmediato.
—¡Sí!
—Bien, entonces dime —sonrió Lyonel por primera vez en la mañana—. ¿Qué quieres comer?
La niña se mordió el labio, indecisa, pero su rostro se iluminó al confesar:
—Quiero comer pastel de arándanos.
Lyonel soltó una risa breve, sincera, y se puso de pie.
—Pastel de arándanos será. Vamos.
Juntos caminaron hacia la plaza, donde las panaderas colocaban sus bandejas humeantes. Rose caminaba a su lado con paso ligero, como si el peso de la mentira que llevaba dentro se aligerara un poco con la promesa de aquel dulce. Lyonel, sin embargo, aunque sonreía para no inquietarla, seguía arrastrando en su interior la tormenta que lo había empujado a salir de la mansión.