¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Los problemas me encuentran
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No había nada como terminar un ensayo musical cuando las cosas salían bien. Me dolía la garganta, sí, y el estómago me hacía reclamos desde hacía horas, pero estaba feliz. Habíamos cuadrado la armonía de la canción nueva y el productor de la disquera nos daría feedback el lunes.
Guardé las partituras con cuidado y metí mi botella de agua vacía en el bolso. Al asomarme por la ventana del salón, me di cuenta de que el cielo ya estaba naranja. El instituto se sentía como un esqueleto silencioso; solo se oían las máquinas de limpieza automáticas rondando por los pasillos. Yo era la última. Otra vez.
—Genial, Lía. Premio a la más dedicada… o la más lenta —murmuré para mí misma, saliendo del salón.
No había nadie. Ni un alma. Ni los del equipo de fútbol, ni los del club de ciencias, ni siquiera los frikis de ajedrez que vivían aquí. Me ajusté la mochila y avancé por el pasillo que conectaba al área de salidas.
Fue ahí cuando escuché unos pasos.
Al principio pensé que era el eco de los míos, pero entonces oí las voces. Risas contenidas. Murmullos. Luego, algo más claro:
—Ahí viene.
Me giré justo a tiempo para ver a un grupo de chicas salir de un aula vacía. Vanessa iba al frente. La reconocí de inmediato: cara dura, ojos entrecerrados, y esa expresión de odio puro que me tenía reservada desde hacía semanas.
—¿Qué quieren? —pregunté, sin detenerme.
—Hablar —dijo ella, con esa sonrisa que no era sonrisa.
Las otras dos chicas (una de natación, otra del equipo de porristas) se acercaron también.
—¿Ahora? No estoy de humor, la verdad.
—No pregunté si querías. Dijimos que vamos a hablar —Vanessa hizo un gesto con la cabeza y antes de que pudiera reaccionar, las otras dos me tomaron de los brazos.
—¡Ey! ¡Suéltenme! —luché, pero me apretaron más fuerte.
—Cállate, no te va a pasar nada —dijo una.
—A menos que lo busques —añadió la otra, empujándome.
—¿¡Qué les pasa!? —Mi voz se quebró cuando me llevaron a la fuerza hacia el fondo del pasillo, donde estaban las escaleras traseras que daban al gimnasio viejo, el que estaba en remodelación y cerrado desde hacía meses.
—Tranquila, estrellita —dijo Vanessa detrás de mí, con tono venenoso—. Vamos a darte una pequeña charla. Solo tú y nosotras. Un encuentro de… bienvenida. Porque ya que ahora eres la novia oficial de Nico, deberías saber algunas cosas.
Mi corazón latía tan fuerte que sentía el eco en los oídos.
Intenté zafarme de nuevo, grité, pero nadie respondió. Nadie parecía estar cerca.
Y ahí supe que algo estaba muy, muy mal.
Las risas se hicieron más agudas cuando me empujaron por una de las puertas de emergencia que daba al patio trasero del instituto. Esa zona siempre estaba vacía, cubierta por muros altos y con cámaras rotas desde que hubo un incendio en el almacén hace años. Nadie pasaba por allí.
El aire estaba más frío afuera. Y más denso.
Las chicas me hicieron tropezar hasta que caí de rodillas. Intenté levantarme, pero una de ellas me sostuvo por los brazos y la otra me empujó por la espalda.
—¡Déjenme en paz! —grité, forzando el cuerpo hacia arriba.
Pero era inútil.
Vanessa caminó lentamente frente a mí, sacó un cigarro de su bolso brillante y lo encendió con una calma que helaba la sangre. Dio una calada profunda, echando el humo como si estuviera en una pasarela.
—Mírate… —bufó, bajando la mirada hacia mí—. No sé qué te ve Nicolás, sinceramente. Eres tan… simplona.
La miré directo a los ojos, sin bajar la cabeza.
—Tal vez… porque no soy una zorra.
La sonrisa se le borró de golpe. El silencio se volvió una amenaza espesa.
—¿Te crees muy valiente, maldita mojigata? —me gritó, levantando la mano.
No tuve tiempo de esquivarla. El golpe fue seco. Un ardor me subió por la mejilla mientras me tambaleaba con el impacto.
—No me esperaba esto. En serio. Pensé que ustedes dos eran como… hermanos —escupió la palabra—. Como esos que se crían juntos y luego se vuelven repulsivos si se imaginan besándose. Debería darte asco.
Las otras dos chicas rieron, sosteniéndome con más fuerza cuando traté de soltarme.
—¿No te da vergüenza? ¿No te da pena quitarte la ropa para un chico que te vio llorar por perder tu primer diente? —se acercó más—. Qué asco. Que repugnante de tu parte.
Otro golpe. Esta vez fue con el dorso de la mano. Sentí un pinchazo en la boca y supe que me había partido el labio.
Tenía rabia, pero también miedo. Y el miedo empezaba a ganar.
—No eres más que una niñita. Una niña jugando a ser mujer. Creyendo que por cantar lindo y sonreír mucho te vas a quedar con él.
Vanessa tomó el cigarro. Y algo en sus ojos cambió.
—Esto es para que entiendas. Para que quedes advertida.
Y antes de que pudiera entender a qué se refería, me sostuvo el muslo con fuerza y apoyó la brasa del cigarro sobre mi pierna.
Grité. Fue instintivo. Un chillido de dolor que me sacó el aire y la dignidad en un solo segundo. El olor a carne quemada me revolvió el estómago. Las otras se tensaron. Una soltó una risa nerviosa. Vanessa no se inmutó.
—Te alejas por tu cuenta, niñita. Porque si no… la próxima vez no será tan simbólico.
Me soltaron de golpe, y caí al suelo como si me hubieran desconectado del mundo.
Oí sus pasos alejarse. Risas ahogadas. Una de ellas preguntó si no se había pasado. Vanessa le respondió:
—Ella se lo buscó.
Quedé allí. Temblando. Con el sabor metálico de la sangre en la boca… y el ardor en la pierna haciéndome ver estrellas.
Sentí las lágrimas correr por mi cara… pero ni siquiera podía moverme para limpiarlas.
El viento me seguía calando los huesos cuando logré salir del patio trasero. Caminé como un fantasma por los pasillos vacíos del instituto y tratando de no llorar más. Ya había llorado suficiente.
Mi celular vibró en el bolsillo de la chaqueta.
Era Nicolás.
¿Ya terminaste de desgastarte las cuerdas vocales? Está muy tarde, voy por ti al instituto.
Tragué saliva con fuerza. No podía dejar que me viera así.
Ya voy camino a casa, no te preocupes. En serio. Descansa mejor.
Esperé que creyera la mentira. No tenía energía para inventar más.
Los minutos que tardé en llegar a casa se sintieron horas. No había nadie en la sala, ni en la cocina. Subí las escaleras con dificultad, sintiendo cada músculo herido.
Abrí la puerta de mi habitación. Cerré detrás de mí… y me congelé del susto.
—¿¡Qué carajos…!?
Nicolás estaba acostado en mi cama, con el celular en la mano y cara de “¿y tú por qué te haces la sorprendida?”. Tenía el pelo un poco revuelto, la chaqueta tirada en el respaldo de mi silla y una botella de agua a medio tomar sobre la mesita de noche.
—¿No venías cerca? ¿Por qué demoraste?—dijo, sin moverse.
No supe qué decir. Me sentía desnuda. Expuesta.
—¿Por qué no puedo tener privacidad por un maldito minuto en mi casa?! —estallé, más alto de lo necesario, yendo directo al baño sin mirarlo.
Cerré la puerta de un golpe y me apoyé en ella.
Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho.
Me senté en la tapa del inodoro, temblando. Me levanté la falda con cuidado y vi la marca roja en mi muslo. Todavía ardía.
Como si Vanessa me hubiera dejado una firma.
Llevé los dedos a mi labio partido.
Maldita sea.
Tenía que ocultarlo.
Tenía que actuar normal.
Maldita zorra…
No lo quería preocupar, me daba miedo de cómo podría reaccionar. Además, ese era un asunto que quería arreglar directamente con esa idiota. Porque esto… no se va a quedar así.
Afuera, Nicolás tocaba la puerta del baño preocupado.
—¿Estás bien, Li?—trató de girar la manija—Lo siento…no quería estresarte.
Luego de un rato, solo escuché un suspiro, probablemente resignado a que me encerrara en el baño como una loca.