Esther renace en un mundo mágico, donde antes era una villana condenada, pero cambiará su destino... a su manera...
El mundo mágico también incluye las novelas
1) Cambiaré tu historia
2) Una nueva vida para Lilith
3) La identidad secreta del duque
4) Revancha de época
5) Una asistente de otra vida
6) Ariadne una reencarnada diferente
7) Ahora soy una maga sanadora
8) La duquesa odia los clichés
9) Freya, renacida para luchar
10) Volver a vivir
11) Reviví para salvarte
12) Mi Héroe Malvado
13) Hazel elige ser feliz
14) Negocios con el destino
15) Las memorias de Arely
16) La Legión de las sombras y el Reesplandor del Chi
17) Quiero el divorcio
18) Una princesa sin fronteras
19) La noche inolvidable de la marquesa
** Todas novelas independientes **
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Miedo
Arturo sostuvo el rostro de Esther entre sus manos aún tibias, obligándola a mirarlo. Su mirada, que antes ardía de furia, ahora se suavizaba con una preocupación que le apretaba el pecho.
—Ya está… —murmuró con voz baja, casi un susurro—. Ya terminó, Esther. Nadie volverá a tocarte, te lo prometo.
Ella, todavía temblando, sollozó contra sus labios, incapaz de controlar el torrente de emociones.
—Pensé que no volvería a verte… pensé que… —la voz se le quebró, y sus dedos se aferraron con desesperación a su cuello, como si temiera que se desvaneciera si lo soltaba.
Arturo la apretó con fuerza contra su pecho, cerrando los ojos un instante, intentando transmitirle con ese gesto toda la seguridad que las palabras no lograban.
—Estoy aquí. —La acarició suavemente, apartando un mechón húmedo de lágrimas de su rostro—. Y aunque hubiera tenido que quemar el mundo entero, habría llegado a ti.
Las lágrimas de Esther fluyeron con más intensidad, pero ahora mezcladas con un alivio profundo. Arturo inclinó su frente hasta apoyarla contra la de ella, respirando hondo, como si también necesitara convencerse de que era real, de que la tenía entre sus brazos.
—Shhh… —susurró, besando su sien con ternura—. No llores más. Eres fuerte, demasiado fuerte para que ellos pudieran doblegarte. Ahora solo descansa… déjame a mí cargar con todo lo demás.
El silencio que siguió estuvo lleno del crujir de las brasas extinguiéndose a su alrededor, pero para ambos, en ese instante, nada más importaba que la certeza de estar juntos.
El carruaje avanzaba en silencio por las calles oscuras. Afuera, el pueblo seguía con su vida nocturna, indiferente al infierno que había quedado atrás. Dentro, en cambio, la tensión era casi palpable, aunque teñida ahora de un aire distinto, más íntimo.
Esther iba recostada contra Arturo, todavía con los ojos enrojecidos por el llanto. Sus dedos, sin darse cuenta, se aferraban a la tela de su abrigo, como si temiera que, al soltarlo, todo lo vivido se desvaneciera en pesadilla.
Arturo, por su parte, no apartaba la mirada de ella. La observaba con una mezcla de preocupación y un alivio que le pesaba en el pecho. De vez en cuando, acomodaba el manto sobre sus hombros o le acariciaba el cabello, gestos pequeños, pero constantes, como si necesitara recordarse a sí mismo que estaba a salvo.
Cuando el carruaje se detuvo frente a la mansión, el aire cambió por completo. Los sirvientes salieron apresurados, alarmados por la noticia del secuestro, pero Arturo levantó una mano firme, ordenando silencio.
—Nadie la molestará esta noche —dijo con una voz grave que no admitía réplica—. Que preparen sus aposentos y dejen a todos afuera.
El tono protector, casi posesivo, sorprendió a más de uno. Esther lo sintió también, pero en lugar de rechazarlo, apoyó la cabeza en su hombro, agotada.
Al atravesar los pasillos iluminados por candelabros con cristales mágicos, el ambiente se había transformado: ya no era la relación de intrigas y juegos de ingenio que siempre habían tenido, sino algo más cercano, más frágil y humano.
Arturo no la soltó en ningún momento. Y cuando finalmente llegaron a su habitación, la ayudó a sentarse en el diván, inclinándose para mirarla a los ojos.
—Hoy… casi te pierdo —confesó en voz baja, dejando escapar la dureza de su máscara.
Esther lo miró en silencio, pero en sus labios apareció una leve sonrisa cansada, como si en medio de todo lo vivido, aquella vulnerabilidad de él fuese el mayor consuelo.
Esther permanecía sentada en el diván, con el manto sobre los hombros y la mirada baja. Sus manos temblaban levemente, todavía marcadas por las cuerdas. Arturo, de pie frente a ella, la observaba en silencio, con una mezcla de rabia contenida y alivio.
Por un instante, ninguno de los dos habló. El único sonido era el crujir del fuego en la chimenea. Hasta que Esther levantó la mirada, con los ojos brillantes, y rompió ese silencio.
—Gracias… —susurró, la voz quebrada—. Si no hubieras llegado, no sé qué habría sido de mí.
Arturo parpadeó, sorprendido. Estaba acostumbrado a su astucia, a sus juegos de palabras, a las provocaciones que siempre escondían dobles intenciones. Pero ahora no había nada de eso: no había burla, ni picardía. Solo ella, desnuda de defensas, hablándole con una sinceridad que lo desarmaba.
Se arrodilló frente a ella, tomando con cuidado sus muñecas marcadas, como si temiera lastimarla aún más.
—No vuelvas a agradecerme algo que nunca estuvo en duda —dijo en voz baja—. Mientras yo respire, nadie podrá tocarte. Ni Fabio, ni sus hombres, ni nadie.
Ella asintió y entro a darse un baño, se sorprendió al salir, encontrarlo aun en su habitación.
Esther lo miró fijamente, y sus labios temblaron antes de pronunciar las siguientes palabras:
—Quédate conmigo esta noche… hasta que me duerma.
No fue una petición con segundas intenciones, no fue un reto, ni un juego. Fue un ruego vulnerable, humano, cargado de miedo y necesidad. Una súplica nacida del temblor de haber estado tan cerca de perderlo todo.
Arturo sintió que algo en su pecho se aflojaba. Asintió sin dudar, y con un gesto suave se acomodó junto a ella. Esther se recostó despacio, y apenas su cabeza tocó la almohada, buscó su mano, entrelazando sus dedos con los de él.
El fuego de la chimenea iluminaba sus rostros con un resplandor cálido. Esther cerró los ojos, y por primera vez, se dejó llevar por la seguridad de su presencia.
Arturo la contempló en silencio, viendo cómo sus respiraciones se volvían más lentas y profundas, hasta que el sueño comenzó a vencerla. Y allí, en esa quietud, se permitió mostrarse vulnerable: acarició su cabello y murmuró casi sin voz, como un secreto que nadie más debía escuchar.
—No sabes cuánto miedo tuve de perderte.
Ella ya no lo escuchaba, pero se aferraba todavía a su mano. Arturo la dejó así, y en esa unión silenciosa comprendió que aquella noche había cambiado algo entre ellos de forma irreversible.