Cleoh era solo un nombre perdido en una línea secundaria de una novela que creyó haber olvidado. Un personaje sin voz, adoptado por una familia noble como sustituto de una hija muerta.
Pero cuando despierta en el cuerpo de ese mismo Cleoh, dentro del mundo ficticio que alguna vez leyó, comprende que ya no es un lector… sino una pieza más en una historia que no le pertenece.
Sin embargo, todo cambia el día que conoce a Yoneil Vester: el distante y elegante tercer candidato al trono imperial, que renunció a la sucesión por razones que nadie comprende.
Yoneil no busca poder.
Cleoh no busca protagonismo.
Pero en medio de intrigas cortesanas, memorias borrosas y secretos escritos en tinta invisible, ambos se encontrarán el uno en el otro.
¿Y si el destino no estaba escrito en las páginas del libro… sino en los espacios en blanco?
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CAPÍTULO 14
Un golpe suave resonó en la puerta de la habitación de Cleoh.
—Joven maestro —anunció un sirviente al inclinar la cabeza—, Su Excelencia el Duque solicita su presencia en el Estudio.
Cleoh levantó la vista del libro que tenía abierto sobre su regazo, por un instante, una brizna de inquietud se deslizó en su pecho.
El Duque rara vez llamaba directamente por él.
—¿Dio alguna razón? —preguntó Cleoh mientras se levantaba.
—No, joven maestro —respondió el sirviente, manteniendo los ojos bajos—. Solo pidió que acudiera de inmediato.
Cleoh asintió y salió al pasillo.
El trayecto hasta el Estudio era silencioso. Los pasillos, bañados por la luz tenue del invierno, parecían más largos de lo usual.
Cada paso resonaba con un eco suave, como si el aire mismo contuviera la respiración.
Frente a la puerta doble tallada en madera oscura, el sirviente se detuvo, anunció su llegada y la abrió.
—Pasa —se escuchó la voz grave del Duque desde el interior.
El Estudio olía a pergamino, tinta y madera antigua, el Duque estaba de espaldas, observando el jardín nevado a través del ventanal.
Su figura, recta y amplia, parecía tan inamovible como una montaña.
—Has venido —dijo sin voltearse.
—Sí, señor Duque —respondió Cleoh con calma.
Un silencio, prolongado, como si las palabras necesitaran encontrar la forma correcta de aparecer.
Finalmente, el Duque giró la cabeza, su mirada seria pero no severa.
—Siéntate.
Cleoh se acomodó frente al escritorio, tomando asiento con la serenidad de quien sabe que cada gesto es observado.
El Duque permaneció de pie unos instantes más, como si sopesara con cuidado el peso de lo que estaba a punto de decir, antes de finalmente sentarse frente a él.
Al levantar la vista, el Duque lo observó nuevamente, y un pensamiento cruzó su mente: “El tiempo realmente vuela”. pensó, mientras el recuerdo se deslizaba por su memoria con la claridad y la nitidez de un espejo: la primera vez que aquel niño había cruzado el umbral del ducado, de la mano de su esposa. Un niño de apenas ocho años, vestido con andrajos, sucio y tembloroso, apenas capaz de articular palabra. Ahora, ante él, se encontraba un joven transformado: elegante, sereno, con modales refinados que hablaban de educación y disciplina.
En un principio, la idea de adoptar a aquel niño únicamente por su extraordinario parecido con su difunta hija, Chloe, le había parecido un acto de irracionalidad desmedida, casi una afrenta a la lógica y al dolor de la pérdida. Pero presenciar cómo el rostro marchito de su esposa, consumido por la pena de una hija perdida, se iluminaba de nuevo, le hizo reconsiderarlo. Aquella chispa de vida recuperada en sus ojos lo persuadió, más de lo que hubiera imaginado, a ceder ante el impulso de su esposa.
Para su esposa, la llegada de Cleoh—nombre que ella había elegido con un retorcido intento de aferrarse a la memoria de su hija—hhabía supuesto un consuelo, un tenue bálsamo sobre la herida abierta de su duelo. Para él, sin embargo, la presencia del niño despertaba un cúmulo de emociones más complejas:, mezclando deber, curiosidad y una silenciosa vigilancia sobre aquel reflejo casi espectral de lo que habían perdido.
El Duque apoyó las manos entrelazadas sobre la mesa, y en el aire se produjo un cambio imperceptible, como si el mismo ambiente intuyera el peso de lo que estaba a punto de pronunciar.
—Desde la fundación del Imperio Darcon —dijo, con una calma que no ocultaba la gravedad— todas las familias nobles están obligadas a ofrecer a uno de sus hijos para servir en la Guardia Real. No como mero símbolo… sino como escudo viviente. Un juramento antiguo de servicio y protección.
Cleoh sostuvo la mirada del Duque, firme, aunque en silencio.
—Ese hijo siempre ha sido Eloy —dijo.
—más bien lo era —rectificó el Duque—Con su regreso, la sucesión debe ajustarse a lo que dicta la tradición. Tu hermano asumirá plenamente sus responsabilidades como heredero legítimo de la casa.
Cleoh no dijo nada, pero su atención no flaqueó.
La voz del Duque era firme, pero no dura:
—Cuando el heredero regresa para ocupar su lugar, los demás miembros de la familia deben tomar el suyo. No es cuestión de preferencia, ni de mérito individual. Es… lo que sostiene el equilibrio de este linaje.
Su mirada se clavó en la de Cleoh con un peso que no necesitaba elevar el tono
—Cuando Eloy tome su lugar, tú deberás tomar el tuyo.
Las palabras cayeron entre ambos como una piedra lanzada a un lago helado, rompiendo la superficie en un silencio profundo.
Cleoh sintió un pulso sordo en los oídos, pero permaneció inmóvil.
Los ojos del Duque, firmes e impenetrables, no retrocedieron.
—Hay obligaciones que esta casa no puede eludir —continuó
Se inclinó apenas hacia adelante.
—Por lo tanto, tú asumirás el rol que antes correspondía a Eloy.
No hubo pausa para atenuar el impacto.
—No es una petición, Cleoh —dijo el Duque, con la claridad de un veredicto pronunciado—. Es una obligación.
Un silencio final, absoluto
—Ingresarás a la Academia de Caballeros al comenzar la primavera —dictó—. Y serás preparado para servir en la Guardia Real cuando llegue el momento.
Cleoh no respondió. Ni asentimiento ni protesta.
El silencio que siguió no era vacío; era un espacio medido, como si él estuviera observando la forma exacta que tenían las palabras ahora que ya habían sido pronunciadas.
La Guardia Real.
La Academia de Caballeros.
Sus dedos, apoyados sobre sus rodillas, permanecieron relajados.
Así que éste era el punto donde la historia dejaba de ser historia.
En la novela, ese detalle jamás se mencionaba.
Cloeh desaparecía de escena para “servir al imperio” y la trama se centraba en Ashton y su ascenso. Nunca se explicaba quién tomaba el lugar de Eloy en el Ducado porque para la novela no importaba.
La historia no había tenido necesidad de escribirlo.
Pero ahora estaba aquí, dentro de ese vacío, dentro del espacio que la historia no había llenado.
No era miedo, tampoco resignación. Solo la percepción nítida de estar de pie al borde de algo que no estaba previsto.
Su respiración fue lenta, constante.
La Academia de Caballeros implicaba entrenamiento, disciplina, cuerpo y espada.
Un mundo completamente distinto al de los salones tranquilos, los libros. Un mundo que exigiría ruido, movimiento, choque, sangre, quizás.
Pero si ese era el papel que debía ocupar para que todo continuara…
Entonces lo aprenderé, no porque fuese obligación, no porque el Duque lo dijera, no porque Eloy regresara. Si no porque era la única dirección visible adelante, y quedarse quieto no era una opción que existiera para él.
Cleoh se levantó lentamente cuando el Duque lo despidió, e inclinó la cabeza con cortesía perfecta.
Al salir y cerrar la puerta con suavidad detrás de él, el pasillo parecía más frío que antes, pero no más oscuro. Solo… más real.
Mientras caminaba, una sola idea enraizó con calma, clara como una vela que se enciende sin temblar:
Después de la coronación, la historia pierde su guion.
Entonces, tendré que escribir el mío.