Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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Raíces en la Niebla
Eirian
La huida no terminó en el bosque. Comenzó allí.
Los cascos golpeaban la tierra con un ritmo frenético, pero la espesura del bosque lo tragaba todo: el sonido, la luz, la esperanza. Cada árbol parecía un guardián dormido, cada rama un obstáculo que podía sellar nuestro destino.
Corin iba delante, guiando el caballo con una destreza silenciosa. Su respiración era controlada, pero yo sentía el temblor de sus músculos tensos, listos para luchar o morir.
La barricada había sido un golpe, una advertencia: el Emperador ya no sospechaba, sabía.
—No podemos ir al norte —dijo Corin en voz baja, al detenerse junto a un arroyo casi invisible—. Las patrullas cruzan esa zona a diario. Pero al oeste… hay un lugar.
—¿Qué lugar?
Me miró, y por primera vez vi en sus ojos no solo determinación, sino miedo.
—Una aldea olvidada entre la niebla. Abandonada por la guerra, maldita por las leyendas. Nadie va allí. Nadie los busca allí.
Lo comprendí al instante.
—Y por eso es perfecta.
Cabalgamos hasta que los primeros hilos de luz comenzaron a teñir el cielo de un gris sucio. El amanecer no trajo paz, sino urgencia. El bosque parecía eterno, pero ya no podíamos permitirnos detenernos.
Finalmente, tras cruzar una colina envuelta en bruma, lo vimos: un conjunto de ruinas cubiertas de musgo y niebla, casas de piedra agrietada, techos vencidos por el tiempo. Y en el centro, una vieja iglesia sin campana, donde el viento susurraba entre las vigas rotas como si contara secretos olvidados.
—Aquí descansaremos —dijo Corin—. Por unas horas.
No era un refugio… pero tampoco una celda. Y eso bastaba.
Dentro de la iglesia, el silencio era espeso, pero no hostil. Me dejé caer sobre una alfombra de hojas secas, y por primera vez en días, respiré sin fingir.
Corin encendió una pequeña hoguera con madera húmeda y esencias que enmascaraban el humo. Nos sentamos en silencio, compartiendo un poco de pan endurecido y agua fría.
—¿Crees que lo lograré? —pregunté al fin, rompiendo la quietud.
Él me observó con una mezcla de respeto y asombro.
—Ya lo estás haciendo. Escapaste del lugar del que nadie escapa.
Bajé la mirada a mi vientre. Una punzada me atravesó el cuerpo. No era dolor… era vida.
—Debo lograrlo —susurré—. Por él. O ella.
Corin asintió con gravedad. Luego, tras una pausa, dijo:
—No todos los héroes llevan espadas, Eirian. Algunos solo cargan con la verdad.
Y esa verdad, esa libertad que buscaba, pesaba más que cualquier arma.
Dormí unas horas envuelto en una paz tensa. Soñé con campos abiertos, con manos pequeñas aferradas a las mías, con una risa que no había escuchado aún.
Pero al despertar, los ecos del imperio volvieron como una amenaza.
Habíamos ganado tiempo… no la guerra.
Corin había ocultado el caballo entre los árboles, preparado trampas rudimentarias en caso de que alguien nos siguiera. Cuando volvió, traía noticias.
—Hay rumores —dijo, dejando caer una bolsa con pan fresco robado—. El Emperador ha cerrado las fronteras del sur. Ha ordenado una caza. No menciona tu nombre, pero describe tus ojos. Tu cabello. Tu condición.
No necesitaba nombrarme. Yo era la flor que huyó.
Esa noche, frente al fuego, Corin me ofreció un cuchillo pequeño. Ligero, pero afilado.
—No quiero que lo uses para atacar —explicó—. Solo para no ser tomado sin pelear.
Tomé el arma con manos temblorosas. No por miedo a usarla, sino por lo que significaba.
Ya no era solo el objeto de un escape. Era un símbolo de que no volvería a fingir.
Mientras Corin dormía, salí de la iglesia y me adentré en la niebla. Me arrodillé junto a un árbol y hablé en voz baja.
—A ti, que creces dentro de mí… no sé a dónde vamos. No sé si lograremos llegar. Pero te prometo esto: jamás serás una pieza en su juego. Jamás serás una corona vacía ni una prisión dorada.
Me quedé allí, hasta que el viento me acarició con suavidad, como una respuesta.
Al amanecer, no solo desperté… renací.
Ya no era la flor del emperador.
Era la raíz de algo nuevo.