En los últimos estertores del Reino Nazarí de Granada, cuando el esplendor andalusí comenzaba a desvanecerse ante el avance implacable de los Reyes Católicos, se tejió una historia olvidada por el tiempo, pero viva en las piedras de la Alhambra.
Isabel de Solís, hija de un noble castellano, nunca imaginó que la guerra la arrebataría de su hogar para convertirla en prisionera en el corazón del mundo musulmán. Secuestrada por soldados nazaríes y llevada a la Alhambra, se convirtió en esclava de una princesa que la humillaba y despreciaba por su origen cristiano. Vista como una extranjera, una infiel y una mujer sin valor, Isabel vivió sus días bajo la sombra del miedo, cubierta por velos que no solo ocultaban su rostro, sino también su libertad.
Pero todo cambió el día en que los ojos del sultán Muley Hacén se posaron sobre ella.
Conocido por su poder, su temperamento y su lucha contra los cristianos, Muley Hacén vio en Isabel algo más que una cautiva. La belleza de la joven,
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capitulo 12
Había limpiado el palacio, pero no la ciudad.
Las noticias que llegaban de los muros exteriores no eran alentadoras. Castilla y Aragón respiraban más cerca cada día. Isabel la Católica había roto la paz y presionaba las fronteras. Mientras los hombres hablaban de espadas, yo escuchaba en susurros.
Los comerciantes del zoco murmuraban sobre nuevos impuestos. Los campesinos decían que sus hijos eran llamados a la guerra. La paz se deshacía como una prenda sin remate. Y aunque no era visir, ni general… era madre. Y esposa. Y eso me bastaba.
Empecé a citar a escribas y sabios en mis jardines privados. Sin avisar al emir. Me traían cartas interceptadas, mapas de caminos vulnerables, listas de nombres que se vendían al enemigo por monedas de cobre. Leí cada pergamino con paciencia. Observé. Aprendí.
Una tarde, mientras cosía un velo de seda para cubrirme durante las oraciones, entró el visir de tributos, pálido y sudando.
—“Sultana, hay rumores de que vos queréis ver los informes del tesoro general. ¿Es eso cierto?”
—“Sí. Si el oro del emir lo administra un ciego, la culpa no es del ciego. Es de quien lo deja con la caja abierta.”
Se sentó. Me mostró las cuentas. Descubrí tratos sucios con nobles de la frontera. Tierras entregadas a cambio de votos. Puentes no construidos. Impuestos desviados. Lo miré con una calma cruel.
—“¿Sabe qué pasa con los puentes que no se construyen? Que cuando los ejércitos enemigos vienen… no hay por dónde huir.”
Esa noche, Muley entró a mis aposentos y me encontró rodeada de mapas y libros.
—“¿Qué haces con eso? ¿Planeas ser general también?” —bromeó.
Yo levanté la vista.
—“Planeo ser tu escudo donde tú no miras. Yo no peleo con espadas. Peleo con datos.”
Muley se sentó a mi lado. Acarició mi mejilla.
—“Algunos te temen más que a una guerra.”
—“Entonces, que tiemblen con razón.”
Pero mi mayor prueba no vino del norte, sino del interior. Aixa.
Ella ya no disimulaba el odio. Se paseaba por el harén con el veneno en la lengua.
—“Una bastarda cristiana no puede salvar Granada. La va a hundir. Ella no es de aquí.”
Las concubinas más cobardes le reían. Otras bajaban la cabeza.
Yo no respondía. Hasta que una tarde, en el baño de mármol, escuché su voz alta tras una cortina:
—“¿Sabe bordar? Bien. Que borde su tumba.”
Salí del vapor envuelta solo en seda. La miré con una sonrisa cortante.
—“¿Sabes qué más sé hacer, Aixa? Gobernar. Bordar, parir, leer, orar. Todo lo que tú hiciste… pero sin odio. Y eso, créeme, es lo que te tiene enferma.”
Ella intentó gritar. Pero mis ojos ya no temblaban.
Días después, Muley organizó una audiencia con los visires y príncipes vasallos. Me pidió que lo acompañara. Yo no estaba anunciada oficialmente. Pero entré. Vestida de blanco y dorado, cubierta hasta los ojos, solo mis manos hablaban. Y hablaban con fuerza.
—“Granada no caerá por culpa de los cristianos. Caerá por nuestras propias grietas. Y si las grietas están en el oro, en el harén o en los oídos de los que murmuran... yo seré quien las selle.”
Aquel día, un anciano visir murmuró entre dientes:
—“Ella no lleva corona, pero camina como si el reino le perteneciera.”
Mi hijo tenía ya seis meses. Cuando me acuesto con él en brazos, mientras canta la fuente de mi alcoba, me digo a mí misma:
“Que me llamen extranjera. Que me escupan. Que me difamen. Yo no nací aquí. Pero aquí voy a morir. Como madre de Granada.”
Mi nombre no aparecía en los edictos ni era pronunciado en voz alta durante las asambleas del consejo. Sin embargo, las puertas del poder no siempre se abren con llaves visibles. A veces basta con una mirada, una palabra a tiempo, una sonrisa contenida. En la Alhambra, bajo el murmullo de las fuentes y la sombra de los alminares, mi voluntad comenzaba a tejer su influencia.
1.3 - Exigí disciplina donde antes reinaba el caos.
Una mañana cualquiera, cuando el sol apenas había besado las cúpulas del palacio, me vestí con una túnica de lino blanco, bordada a mano en los bordes con hilos de oro y zafiro. Caminé por los corredores de piedra con paso firme, acompañada solo por mi doncella Samira y dos escribas silenciosos. No anuncié mi llegada. Entré sin aviso a las cocinas reales.
Los fogones estaban encendidos, las manos agitadas con rapidez, pero el orden brillaba por su ausencia. Carnes mezcladas con pan viejo, bandejas sin cubrir, aceite reutilizado. Observé todo sin pestañear. Pregunté por el jefe de cocina. Temblaba al hablar.
—¿Así alimentas al emir? —le dije sin elevar la voz—. ¿O es que la realeza ya no merece respeto?
Ordené su reemplazo inmediato. En su lugar, puse a una mujer mayor, silenciosa, experta en cocina de campaña y estricta como una nodriza. Revisamos los inventarios, los gastos, los almacenes. El despilfarro era tal que escribí una orden que luego llevó mi sello. Los despilfarradores y ladrones no tendrían lugar bajo mi vigilancia.
La lavandería fue mi siguiente parada. Ropas revueltas, manchas mal lavadas, telas reales tratadas como harapos. Cambié el orden, establecí turnos y castigué la pereza con tareas extras. Una vez restablecido el equilibrio, pude respirar.
1.4 - El harén se convirtió en un centro de disciplina y cultura.
Las mujeres del harén, antes acostumbradas al ocio, comenzaron a seguir un horario que yo misma redacté.
Primera oración del día: obligatoria. Ninguna podía quedarse dormida.
Lectura y escritura: les traje poetas, textos antiguos, sabios de Al-Andalus.
Taller de bordado y tejidos: no para entretener, sino para aprender paciencia y maestría.
Hora del silencio: desde el mediodía hasta la tarde, ninguna palabra debía romper la quietud.
A las que se resistían, las enfrentaba con firmeza. A las que sufrían, les ofrecía apoyo. No era una carcelera. Era una arquitecta de orden. Sabía que si el harén se fortalecía, la Alhambra también.
1.5 - Un sello para una mujer sin trono.
Mandé tallar un sello personal en cera blanca: una granada abierta flanqueada por ramas de laurel, y en el centro, una letra cifrada: la "Z" en escritura kufi. Cuando los visires comenzaron a recibir notas firmadas por mí, dudaron. Algunos llegaron hasta Muley.
—¡Una mujer no puede sellar documentos! —gritó uno.
Él respondió: —¿Y por qué no? Si esa mujer mantiene mi casa en orden mejor que diez hombres.
Desde entonces, mis decretos para el interior del palacio fueron ley no oficial, pero ley al fin. Mis cartas a proveedores, a encargados de seguridad interna y a comerciantes tenían peso. El sello de la Dama del Sello Blanco se había vuelto tan temido como venerado.
Rumores y resistencias
No todo fue aceptación. Escuché insultos, miradas, escupitajos velados. Un día pasé por un grupo de sirvientas que cuchicheaban:
—¡Una cristiana bastarda gobierna la casa del Profeta!
No dije nada. Pero al día siguiente, cada una fue enviada a trabajos lejanos. No con rabia. Con justicia.
Conclusión: El amanecer del mando
Cada noche, antes de dormir, escribía mis memorias. No por vanidad. Sino para que, si algún día mi hijo llegaba al trono, supiera que su madre no solo fue una esclava convertida en esposa. Fue una mujer que comenzó a gobernar sin trono ni espada, solo con inteligencia, orden... y un sello blanco.
Las Sombras del Consejo – Zoraida entre los Visires (Versión extendida)
El cielo de Granada ardía en tonos anaranjados cuando las campanas del palacio anunciaron la convocatoria al consejo privado. Era una tarde cargada de presagios, con nubes negras arremolinándose en el horizonte. En los pasillos del palacio, los pasos de sirvientes y visires resonaban con urgencia. La Alhambra no dormía. No aquella noche.
Zoraida, consorte del emir, se encontraba en su sala de lectura, escribiendo en su cuaderno de memorias. Sentía el peso del embarazo, pero su mente estaba despierta. Cuando una criada se acercó para anunciarle la convocatoria del emir, no preguntó el motivo. Cerró el cuaderno con delicadeza, se cubrió con un velo azul de muselina fina que dejaba entrever sus ojos verdosos, y descendió con paso firme por las escaleras del ala sur del palacio.
El Salón de las Columnas estaba adornado con tapices finos de seda, inscripciones coránicas y una mesa de ébano donde se reunían los hombres más poderosos del reino. Al entrar, Zoraida sintió las miradas de los visires. Unos mostraban desprecio velado, otros respeto cauteloso. Ella era extranjera, cristiana convertida, y ahora madre del hijo del sultán. Su influencia era creciente, y su presencia, inevitable.
El emir le indicó que se sentara a su derecha. Aquello, para muchos, era una declaración. Una señal de que Zoraida era más que una consorte: era consejera, era poder. El gran visir abrió la sesión con voz grave:
—Hemos recibido carta de la reina Isabel de Castilla. Exige los pagos acordados por la tregua... y algo más.
Todos se miraron.
—Pide al príncipe Boabdil como rehén.
La palabra "rehén" cayó como una daga en la mesa. Zoraida apretó los labios. Que Isabel, una reina cristiana como lo fue ella, exigiera un heredero musulmán como garantía de paz, era una provocación.
Un visir, anciano y temeroso, habló:
—Si evita la guerra...
Zoraida lo interrumpió con frialdad:
—Evitar la guerra a costa del alma del reino no es paz. Es servidumbre.
Otro visir, más joven y desafiante, se levantó:
—¡Con todo respeto, éste no es asunto del harén! ¡Ni de una mujer!
Zoraida abrió su abanico con lentitud. De entre sus ropajes sacó un pergamino.
—Esta carta fue interceptada por mis criadas. Estaba oculta entre cestas de fruta. Promete entregar la Puerta del Albaicín a los cristianos. Está firmada por uno de ustedes.
Un murmullo recorrió la sala.
—Granada no se cae por las espadas de Isabel. Se pudre desde dentro, por la codicia de los que venden la ciudad por oro cristiano.
El sultán se puso en pie:
—Mi esposa habla con más claridad que muchos de ustedes. Quien atente contra el corazón del reino, no dormirá seguro esta noche.
Zoraida se giró al visir que la desafió:
—No tema, señor visir. No deseo su cabeza. Aún. Pero tómeme en serio: no necesito espada para defender Granada. Me basta la palabra y la verdad.
Aquel día, Zoraida no ganó un título. Ganó el temor de sus enemigos y la lealtad silenciosa de muchos. En la cocina del palacio, los sirvientes ya hablaban:
—La Dama del Velo Azul ha hablado. Y Granada la escuchó.
Zoraida despertó antes de que el alba acariciara los muros rojizos de la Alhambra. La brisa matinal entraba suave por los arcos entrelazados del balcón, y el murmullo de las fuentes la envolvía como una oración eterna. Envuelta en su túnica de lino blanco con bordados de hilo azul, caminó descalza por los azulejos frescos hasta asomarse al jardín de arrayanes. Su mirada, aunque serena, guardaba la tensión de quien lleva una corona invisible pero pesada.
Su hijo dormía en la cuna, protegido por la nodriza y por una guardia silenciosa. La criatura era su luz, su fuerza. En sus ojos verdes y cabellos oscuros, Zoraida veía el legado de su padre perdido y la sangre real de Muley. Una mezcla poderosa que debía ser cuidada con garras y con alma.
Esa mañana no era como otras. Era el día en que Zoraida comenzaría a ejercer el poder de forma abierta. Había ordenado auditorías internas en todos los rincones del palacio: en las cocinas, los patios, las lavanderías, los graneros, las cuentas de los visires. Los resultados la habían dejado helada: sobornos, despilfarros, compadrazgos. Y todo bajo la sombra de Aixa y su red de aliados leales a la vieja nobleza nazarí.
Se vistió con un vestido de seda color marfil, ajustado con un cinturón de oro fino y una capa liviana sobre los hombros. Su velo cubría su rostro casi por completo, dejando ver solo sus ojos, que hablaban más que cualquier palabra. Al llegar al salón del harén, ya todas las mujeres la esperaban.
Se sentó en el centro, sobre un cojín elevado de terciopelo rojo, y comenzó con voz pausada:
—Hoy no hablaremos de perfumes ni de bordados. Hoy hablaremos de justicia. El palacio tiene goteras invisibles, y no estoy hablando del techo.
Varias concubinas se miraron entre ellas. Algunas bajaron la cabeza, otras se irguieron con orgullo. Desde una esquina, la joven hija de una esclava murmuró:
—Habla como si fuera sultana...
Zoraida la oyó, y sonrió.
—No necesito títulos para hablar como una leona. Soy la que soy, porque el sultán así lo quiere. Pero también porque lo merezco.
Aquel día comenzó a imponer nuevas normas: horarios para la lectura, el bordado, la oración. Inspecciones sorpresivas en las cocinas, castigos a quienes robaban comida, y premios a quienes cumplían con excelencia. La disciplina no sería negociable. Nadie estaba por encima del deber.
Horas más tarde, recibió a dos visires en su despacho privado. Ya no era raro que hablaran con ella. De hecho, algunos comenzaban a temerla más que al propio Muley. Colocó sobre la mesa los documentos que había ordenado revisar.
—Aumento de precio en el azafrán del doble del mercado. Pago de doscientos dinares a un "mensajero" que no existe. Caravanas con "mercancía perdida" que, sin embargo, aparecen en las tiendas de los familiares de ustedes...
El visir más viejo intentó hablar:
—Mi señora, hay muchas cosas que no se entienden en los registros, usted es nueva en esto...
Zoraida lo interrumpió con firmeza:
—No estoy aquí para entender, sino para limpiar. Y recuerde, visir: puedo no tener sangre nazarí, pero tengo el sello del emir. Y si fuera necesario, lo usaría para sellar su destierro.
El silencio cayó como un velo grueso.
Más tarde, en sus aposentos, tomó a su hijo en brazos y lo alzó hacia la luz del atardecer. En sus ojos había fuego y determinación.
—Mi amor... tú serás un gran hombre. Pero si algún día todo esto cae, que caiga con honra. Que se diga que hubo una mujer que no nació aquí, pero que amó esta tierra como si fuera suya.
La Alhambra, desde las alturas, la miraba y la guardaba. Las fuentes seguían cantando. Granada temblaba con los cambios. Y en el corazón del palacio, una nueva reina sin corona escribía su historia, letra por letra, con fuego en el alma y acero en la mirada.
"Sombras en las fronteras"
El viento soplaba con un silbido seco entre los jardines de la Alhambra. Era como si la tierra misma susurrara que la guerra se acercaba. Ese amanecer, Muley Hacén entró en los aposentos de Zoraida con el ceño fruncido y los labios apretados. Ella estaba terminando de envolver a su hijo en un manto de lana fina, bordado con la media luna de Granada y los laureles de su estirpe.
—Atacaron Alhama —dijo sin más.
Zoraida lo miró, sin parpadear. El nombre resonó como un golpe seco. Alhama, una aldea cercana, protegida por las colinas y custodiada por pactos viejos, ahora estaba en llamas.
—¿Fue Isabel? —preguntó con tono grave.
—Sí. Sus hombres cruzaron durante la noche. Han incendiado establos, robado ganado... y degollado a quienes no huyeron —respondió Muley, con rabia contenida—. Es una provocación.
Zoraida dejó al niño en la cuna y caminó hacia la mesa del mapa. Extendía sus dedos sobre los caminos marcados en tinta roja y azul. Su mirada era la de una estratega, no de una concubina. A su lado, los comandantes ya esperaban su palabra, y ella no dudó.
—Envía emisarios falsos al norte. Que vayan con cartas pacíficas para los cristianos... documentos diplomáticos y promesas vacías. Solo necesitamos tiempo. Que ellos crean que dudamos. Mientras tanto... nos movemos por dentro.
Uno de los comandantes levantó una ceja.
—¿Nos movemos, señora?
Zoraida asintió, y su voz fue firme.
—Sí. Quiero los mapas antiguos. Aquellos que los sabios escondieron tras la caída de Jaén. Necesito las rutas subterráneas, los túneles de piedra que se usaban cuando los zíríes eran perseguidos. Haremos que el desierto nos oculte.
Muley la miró con un extraño respeto. Aquella mujer que un día llegó como prisionera, hablaba ahora como una reina nacida de la sangre de emires. Zoraida llamó a su escriba y comenzó a dictar instrucciones. Cada frase era breve, cada palabra, precisa. Selló los documentos con su propio emblema: una flor de almendra cruzada por una media luna.
En medio de esas reuniones, Zoraida también se reunió con los encargados del correo diplomático. Disfrazaron a sus emisarios como comerciantes y religiosos, y a través de rutas de caravanas fingidas, comenzaron a moverse entre Granada y otras plazas menores.
Horas más tarde, en uno de los patios secundarios, un soldado irrumpió cubierto de polvo y sudor. Arrastraba a un hombre encapuchado y sangrante.
—¡Un espía! —gritó—. Lo atrapamos cerca de la torre sur. Llevaba esto escondido en su túnica.
El capitán se lo entregó a Muley. Era un pergamino pequeño, enrollado y sellado con cera ajena a la corte. Lo rompió con fuerza. Leyó en silencio. Su rostro se endureció. Zoraida se acercó.
—¿Qué dice?
—No es sobre los ejércitos… es sobre ti —respondía el emir, con los ojos cargados de sombras—. Este hombre llevaba informes detallados sobre los movimientos en el harén. Horas, nombres, posiciones. Y lo más grave... sobre el niño.
Zoraida sintió que la sangre se le helaba. Dio un paso atrás. Miró al espía y luego a Muley. No habló, pero en su mirada ardía algo nuevo: determinación absoluta.
—Tomen a este perro y que hable —ordenó ella, con voz tan firme que hizo temblar a los eunucos—. Si no lo hace, que conozca el hierro. Pero yo sabré quién le paga. No permitiré que toquen a mi hijo… ni a esta corte.
Durante el interrogatorio, Zoraida fue informada de cada detalle. Al espía le habían pagado desde Castilla, y alguien dentro del palacio —alguien del harén— le había permitido el acceso. Las sospechas se esparcieron como pólvora. Zoraida no dudó en ordenar registros nocturnos, cerrar accesos y reubicar a las mujeres más cercanas al niño.
Muley no dijo nada. Solo asintió. Sabía que ella tenía razón. Esa noche, los jardines ya no olían a jazmín, sino a humo de guerra. Granada no dormía. Y en el corazón de la Alhambra, Zoraida ya había comenzado a luchar.
La ciudad se preparaba para resistir, pero también para obedecer a una nueva voz. Una voz femenina, aguda, firme, y decidida a proteger aquello que ahora amaba: su hijo, su lugar… y Granada.