Una esposa atrapada en un matrimonio con uno de los mafiosos
más temidos de Italia.
Un secreto prohibido que podría desencadenar una guerra.
Fernanda Ferrer ha sobrevivido a traiciones, intentos de fuga y castigos.
Pero su espíritu no ha sido roto… aún. En un mundo donde el amor se mezcla con la crueldad, y la lealtad con el miedo, escapar no es solo una opción:
es una sentencia de muerte.
¿Hasta dónde está dispuesta a llegar por su libertad?
La historia de Fernanda es fuego, deseo y venganza.
Bienvenidos al infierno… donde la reina aún no ha caído.
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CICATRICES INVISIBLES
El silencio lo cubría todo como una niebla espesa. Afuera, la noche era apenas un susurro entre los muros de la mansión Bianchini. Adentro, el tiempo parecía detenido.
Fernanda estaba sentada frente al tocador de su habitación, una habitación que bien podía confundirse con una jaula de terciopelo. Tenía todo: comodidad, lujo, incluso una ventana por la que entraba la brisa italiana. Pero no era libre. Ni siquiera podía elegir cuándo abrir la puerta. Había dos guardias en el pasillo y cámaras discretas entre las esquinas del techo.
Acariciaba lentamente una cicatriz en su antebrazo. No era visible. No era reciente. Era una de esas marcas que el cuerpo no olvida aunque la piel ya no la muestre. Una de esas heridas que no se curan con tiempo, sino que se entierran, se apilan, se entienden con los años.
Habían pasado tres días desde el fallido intento de rescate. No lo hablaban. Nadie lo mencionaba. Pero ella lo sabía. Lo sintió en la mirada diferente de los guardias. En cómo ahora cerraban la puerta desde afuera sin siquiera intentar fingir cortesía. En cómo Nicolaok la ignoraba con un silencio aún más inquietante que su violencia.
No sabía si Isabella había logrado escapar del operativo. No sabía si alguien más había muerto. No sabía nada, y ese desconocimiento era como un cuchillo oxidado girando lentamente dentro del estómago.
El único contacto con el exterior era Enzo. O lo era. Hasta que Nicolaok decidió eliminarlo.
Y ahora, el silencio lo invadía todo.
Se miró al espejo. Había algo nuevo en su rostro. No era madurez. No era dolor. Era una determinación invisible, apenas perceptible en la rigidez de su mandíbula, en la forma en que sus ojos ya no pestañeaban al escuchar pasos acercándose.
Estaba cambiando. Se lo debía a los muertos. A los que aún vivían. Y a ella misma.
—No puedes seguir siendo una víctima.
se dijo en voz baja, con el tono firme que usaba su madre cuando la corregía de niña.
—Si vas a morir aquí, que sea luchando.
En ese instante, la puerta se abrió. No tocaron. Nunca lo hacían.
Nicolaok entró.
El aire pareció congelarse por un segundo. Él estaba impecable, como siempre. Camisa negra, pantalón oscuro, el cabello peinado hacia atrás, ni una arruga, ni una grieta. Pero algo en su mirada era diferente esta vez. Algo más profundo, más letal.
—Nicolaok:¿No vas a saludar?
preguntó, cruzando los brazos mientras la observaba.
Fernanda giró apenas el rostro.
—Fernanda: Ya no tengo palabras para regalarte.
Nicolaok sonrió, pero era una sonrisa hueca.
—Nicolaok:Curioso.
Porque el día del intento de fuga gritaste bastantes. Supongo que aún tienes reservas.
Ella no respondió. Se obligó a mantener la compostura. Si mostraba miedo, él ganaba.
—Nicolaok: Te traje algo
dijo finalmente. Y lanzó un sobre manila sobre la cama.
Léelo. Te abrirá los ojos.
Fernanda lo miró sin moverse. Nicolaok se inclinó levemente, como un padre dándole un consejo a su hija.
—Nicolaok: No confíes en nadie, Fernanda. Ni siquiera en quienes dicen estar del “bando correcto”.
Y sin más, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Esperó hasta que escuchó la puerta cerrarse antes de acercarse al sobre. Lo abrió con dedos tensos, sintiendo que cada segundo se estiraba como una condena. Dentro había un puñado de fotos impresas.
Su corazón se detuvo.
Isabella.
Isabella entrando en una cafetería en Marsella.
Isabella reunida con un hombre desconocido.
Isabella… ¿sonriendo?
La última imagen mostraba algo peor. Una conversación con alguien más. Franchesco.
Fernanda cerró los ojos. Sabía que las imágenes podían ser manipuladas. Sabía que Nicolaok usaría cualquier cosa para quebrarla. Pero esa punzada en el pecho… esa maldita punzada...
Se dejó caer sobre la cama, las fotos aún entre sus dedos.
Las palabras de Nicolaok volvieron como un eco: “No confíes en nadie.”
¿Estaba sola? ¿Había algo de verdad en esas imágenes?
En otro extremo de Italia, Isabella descansaba en un almacén subterráneo. Tenía los pies vendados, una herida en la frente y un plan que apenas se sostenía con alambres.
El contacto en Marsella la había traicionado.
Por poco cae en una trampa. Franchesco, desde las sombras, había intervenido sin que nadie más supiera, cambiando coordenadas, desactivando un rastreador.
Pero no podía hacer más.
Franchesco era Bianchini. Y aunque su sangre hervía por dentro al pensar en Fernanda encerrada, sabía que no podía actuar directamente. No sin destruirlo todo. No sin mancharse para siempre.
—Fernanda: ¿Crees que ella esté bien?
preguntó Isabella, acurrucada en una manta vieja.
—Fernanda es más fuerte de lo que tú o yo imaginamos
respondió el contacto aliado, un viejo compañero del padre de Isabella.
-Pero si fallamos de nuevo, no habrá segunda oportunidad.
En la mansión, Fernanda seguía despierta mientras la noche avanzaba.
Tomó las fotos una vez más. Esta vez no como víctima. Esta vez con frialdad.
Empezó a escribir detrás de cada imagen. Notas, pistas, posibles códigos en las marcas del fondo, detalles en los rostros. Como su madre le enseñó.
Ella no era una presa.
Era la hija de una mujer que desafió a los Romanov, que sobrevivió al caos, que la crió para resistir, no para obedecer.
Y si Nicolaok pensaba que podía quebrarla con imágenes…
Pronto descubriría lo que era despertar a un monstruo dormido.
Porque las cicatrices invisibles son las más peligrosas. Son las que te enseñan a no tenerle miedo a la oscuridad.