El destino de los Ling vuelve a ponerse a prueba.
Mientras Lina y Luzbel aprenden a sostener su amor en la vida de casados, surge una nueva historia que arde con intensidad: la de Daniela Ling y Alexander Meg.
Lo que comenzó como una amistad se transforma en un amor prohibido, lleno de pasión y decisiones difíciles. Pero en medio de ese fuego, una traición inesperada amenaza con convertirlo todo en cenizas.
Entre muertes, secretos y la llegada de nuevos personajes, Daniela deberá enfrentar el dolor más profundo y descubrir si el amor puede sobrevivir incluso a la tormenta más feroz.
Fuego en la Tormenta es una novela de acción, romance y segundas oportunidades, donde cada página te llevará al límite de la emoción.
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Tormentas bajo el sol
Capítulo 10: Tormentas bajo el sol
El sol brillaba con una intensidad casi insultante cuando finalmente llegamos a nuestro destino: una cabaña de lujo frente al mar, rodeada de palmeras que se mecía suavemente con la brisa y arena blanca como azúcar.
No era el típico hotel ruidoso, ni un resort lleno de niños gritando y corriendo por todos lados.
Era un rincón privado, casi secreto, un santuario perfecto para nosotras.
Justo lo que necesitábamos después de semanas de caos emocional, rupturas, traiciones y dramas familiares.
—¡Dime que no es un sueño! —exclamó Lina desde el asiento del copiloto mientras se quitaba las gafas de sol, sus ojos brillando con la emoción de una niña que acaba de encontrar un tesoro.
—No, hermanita —respondí, bajando del auto—. Este paraíso existe… y fue reservado por mí, con mi tarjeta universitaria y, probablemente, con el alma que vendí para poder pagarla —bromeé, dejando escapar un suspiro de alivio al sentir la brisa marina acariciar mi rostro.
Lina estiró los brazos al cielo, cerrando los ojos, como si quisiera absorber cada átomo de aire salado y paz que nos rodeaba.
—Gracias, Dani. Esto es justo lo que necesitaba —dijo, y por primera vez en semanas sentí que podía relajarme de verdad.
—Lo sé. Y yo también. Ahora entra, el minibar es mío y solo mío —le advertí, mientras ella intentaba tomarme por asalto la nevera portátil.
—Ni lo sueñes —dijo, en tono burlón.
Después de instalar nuestras cosas, pasar media hora debatiendo si el agua del jacuzzi se medía en grados Celsius o en “puro placer”, y probar todos los tipos de jugos exóticos del refrigerador, finalmente nos sentamos en la terraza con vistas al mar.
—¿Sabes algo de Emiliano? —preguntó Lina mientras removía su smoothie de piña con la pajilla, mirándome con ojos inquisitivos.
—No, nada —dije, con una mueca de frustración—. Después de la última vez que hablamos, me dejó en visto. Supongo que entendió la indirecta de Luzbel.
Lina suspiró, con esa tristeza tranquila que no duele pero pesa.
—Me dijo que lo mejor sería alejarse. Que ahora que yo estoy con Luzbel, sería lo mejor… pero aun así sentía que él estaba… esperando.
—Tal vez es lo que realmente necesita —contesté, con voz más suave de lo que hubiera querido—. También él tiene derecho a ser feliz. Aunque sea estéril, puede adoptar. Él merece formar una familia también. Tiene que aceptar que contigo no será posible.
Lina asintió, sumida en sus pensamientos.
La veía tan madura, tan serena… y aún así, podía notar la sombra de melancolía en su rostro.
—Tienes razón. Solo espero que esté bien —susurró.
—Lo estará —afirmé con convicción, aunque dentro de mí algo retumbaba con inseguridad.
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Tres días después, estábamos tiradas en los camastros como sirenas modernas.
Bikinis que harían escupir agua bendita al Vaticano, gafas de sol que podrían competir con cualquier celebridad de alfombra roja y nuestras personalidades listas para un detox emocional absoluto.
Lina usaba un bikini blanco que hacía resaltar su bronceado; yo, un rojo fuego que me hacía sentir como Beyoncé versión latina.
La brisa marina me revolvía el cabello y me llenaba de esa sensación de libertad que no recordaba desde hacía meses.
Todo estaba perfecto.
O al menos, eso creía.
Hasta que el universo decidió jugarme una mala pasada.
—¿Les podemos invitar una piña colada? —preguntó un chico alto, moreno y con sonrisa de modelo de pasta dental, acercándose con esa confianza que hace que una quiera tirar su sombrero de sol al mar.
El otro era más tímido, pero igual de encantador.
Lina soltó una risita incómoda.
Yo, por mi parte, levanté una ceja y contesté con sarcasmo:
—Solo si no traen intención de hablarnos de criptomonedas —dije, y ellos rieron, aliviando un poco la tensión.
Pero justo cuando uno de ellos se acercaba un poco más a Lina… la temperatura bajó diez grados.
Literal.
Como si el sol se hubiera asustado y decidido tomar vacaciones.
Una sombra cayó sobre nosotros.
—Te sugiero que te alejes… si es que aprecias tu sonrisa perfecta —dijo una voz tan fría, dominante, que incluso las gaviotas parecieron quedarse quietas.
Era Luzbel.
Con su hijo Belian colgado en la cangurera, luciendo un sombrero ridículo de tiburoncito, pero eso no le quitaba ni una pizca de su aura de muerte elegante.
—¡Amor! —exclamó Lina, levantándose como un resorte.
El chico retrocedió con las manos en alto, como si acabara de robar un banco.
—Solo fue una piña colada… —murmuró, antes de salir casi corriendo, temblando de miedo.
No pude contener la risa.
—¿Acabas de marcar territorio con un bebé colgado del pecho? —susurré a Lina, entre carcajadas.
Luzbel me lanzó una mirada de advertencia.
Lina, en cambio, lo besó en la mejilla como si nada hubiera pasado.
Pero entonces lo vi.
Alexander.
Vestido de lino blanco, gafas oscuras y esa maldita forma de caminar que hacía que hasta las palmeras parecieran girarse hacia él.
Y junto a él… Rita.
Ella llevaba un vestido corto, ceñido, con el cabello suelto y una sonrisa tan falsa que casi me dan ganas de usar protector solar con sabor a veneno.
—¡Mierda! —murmuré para mí misma, sintiendo cómo el corazón se me encogía en el pecho—. Esto no me lo esperaba.
Alexander nos miró a lo lejos.
Yo intenté disimular, pero mis entrañas ardían.
Rita se acercó más a él, como marcando territorio, susurrándole algo al oído.
Quería arrancarle la lengua.
—Daniela —susurró Lina, notando mi tensión mientras sujetaba mi vaso con fuerza—. Estás apretando el vaso como si fuera el cuello de alguien.
—No estoy celosa —le contesté, aunque mi voz no sonó convincente—. Solo me molesta ver a cierta psicóloga pavoneándose con un hombre que solía ser… interesante.
—Claro, claro —dijo ella, divertida.
—Además, ¿por qué ella? —continué—. ¡Tiene la personalidad de una lechuga!
—Ya suelta el vaso antes de que explote —rió Lina—. Si estás tan molesta, ¿por qué no haces algo?
—Porque soy una dama, Lina. Una dama educada… que en este momento está planeando mentalmente cómo rasurarle las cejas a Rita mientras duerme —susurré con dramatismo.
—¡Daniela! —rió Lina, sin poder contenerse.
Pero no podía apartar los ojos de Alexander.
Él me estaba mirando.
Solo a mí.
Y en ese instante, todos los recuerdos regresaron.
Su mano sobre mi cintura, su mirada intensa, su voz ronca.
Todo mezclado con la furia que me provocaba verlo con ella.
Un cóctel de emociones que me dejó sin aliento.
Quería llorar, gritar, besarlo, abofetearlo… o todo a la vez.
Mientras caminábamos de regreso a la cabaña, Lina y yo nos adelantamos un poco para poder hablar tranquilas.
—¿Estás bien? —preguntó ella, radar de hermana activado.
—Nunca mejor —mentí, aunque mi corazón latía como si corriera una maratón—.
—¿Segura? —insistió, aunque sabía que la respuesta era más un acto de fe que realidad.
—Lina, por favor. Estoy en la playa, con mi bikini, mi piña colada… y un casi mafioso que ahora es niñero profesional. ¿Qué más puedo pedir? —intenté bromear, pero su mirada me dijo que no la había engañado.
La verdad es que no estaba bien.
No desde que lo vi con ella.
Y mucho menos desde que su mirada seguía hablándome… aunque sus labios ya no me besaban.
El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de naranja y rosa.
Y yo, sentada frente al mar, entendí que este viaje no sería solo un descanso… sino una prueba.
Una prueba para enfrentar lo que realmente sentía por Alexander, y para descubrir si podía proteger su corazón sin renunciar al mío.