Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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Sombras de un compromiso
El amanecer había traído una bruma espesa sobre los jardines de la mansión Davenport. La neblina se deslizaba entre las estatuas de piedra y las fuentes dormidas como un velo húmedo que parecía empeñado en ocultar todo lo que respiraba. Eleanor Whitmore se había despertado antes que el resto; el sueño había sido intranquilo, plagado de imágenes de fuego y cenizas, de sombras que se reían a su alrededor.
Se sentó en el borde de la cama, con los cabellos oscuros enredados y la piel pálida todavía marcada por las pesadillas. El espejo de cuerpo entero que reposaba frente a la ventana le devolvió un reflejo extraño: no reconocía a esa muchacha con los ojos apagados y la boca entreabierta. Desde el incendio, ya no era del todo Eleanor Whitmore, la joven heredera de los salones londinenses. Ahora era un fantasma refugiado en la mansión de una familia que apenas conocía, y cuyo secreto apenas alcanzaba a intuir.
Para despejarse de todos sus pensamientos se preparo una bañera caliente y se relajo alli durante un buen rato hasta que decidio bajar a desayunar, salio, se puso un vestido negro con decoraciones en rojo que le habia dejado Selene y se dispuso a bajar al comedor.
Durante el desayuno, Selene dejó un pequeño montón de sobres lacrados sobre la mesa. Eleanor reconoció de inmediato el sello de los Montclair: rojo, con arabescos dorados.
—Invitaciones para todos nosotros —comentó Víctor con una sonrisa burlona, rompiendo el lacre con desgana—. Parece que se avecina un acontecimiento social.
Eleanor alzó la mirada, expectante.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Víctor desplegó la hoja y leyó con voz teatral:
—Lady Beatrice Montclair tiene el honor de invitar a la familia Davenport a su enlace con Lord Henry Ashford.
El silencio cayó sobre la mesa. Eleanor no dijo nada, pero sintió cómo la sangre le hervía. No era dolor lo que la invadía, porque nunca había amado a Henry. Era algo mucho más amargo: la certeza de que Beatrice había ganado terreno en la sociedad mientras su propia familia ardía entre las llamas.
—Qué inesperada unión —comentó Víctor con sorna, sirviéndose café—. Beatrice y Henry. La sociedad londinense no dejará de hablar de ello por meses.
—Ni falta que hace —murmuró Eleanor, con una aspereza que sorprendió a los presentes.
Selene, que percibía los movimientos del alma con una facilidad inquietante, inclinó la cabeza hacia ella.
—Te incomoda más de lo que quieres admitir —dijo suavemente.
Eleanor no respondió. No era Henry lo que le dolía, nunca lo había sido. Lo que la desgarraba era Beatrice, esa sonrisa triunfante que podía imaginar con nitidez, como una daga clavándose en su orgullo. No sufría por el hombre perdido, sino por la victoria de quien siempre había buscado hundirla. Era como si el destino hubiera premiado la crueldad y castigado su silencio. Beatrice con su sonrisa de víbora, con sus ojos de triunfo disfrazados de dulzura. Beatrice, que había lanzado pullas en cada baile, que siempre la había observado como si Eleanor fuera un obstáculo que debía ser derribado. ¿Y ahora? Ahora era ella la que se casaba con Henry, como si hubiese ganado una batalla silenciosa.
Y lo peor, lo que más escocía en el fondo de su pecho, era la sospecha que germinaba como una mala hierba imposible de arrancar: ¿y si Beatrice había tenido algo que ver con el incendio?
El pensamiento la estremeció. No tenía pruebas, solo una intuición venenosa. Pero en su interior, cada detalle encajaba con un ajuste cruel.
Ese día Eleanor vagó por los pasillos de la mansión como un alma errante. Los tapices antiguos, las lámparas de hierro forjado, los corredores infinitos: nada lograba aquietar la tormenta que llevaba dentro. Se refugió en la galería del ala oeste, donde los ventanales daban a los bosques. Desde allí podía ver cómo la niebla se levantaba lentamente, revelando copas de árboles que parecían susurrar secretos en lenguas olvidadas.
No escuchó los pasos hasta que la voz de Alaric la sacó de su ensimismamiento.
—Te turba más de lo que aparentas.
Eleanor se giró. Él estaba apoyado en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y esa expresión inescrutable que siempre la desarmaba.
—No lloro por Henry —dijo ella, antes de que él pudiera añadir nada—. Nunca lo quise. Pero Beatrice… —Su voz se quebró—. Beatrice siempre me ha odiado, y ahora sonríe como si hubiese triunfado.
Alaric se acercó lentamente, cada paso midiendo la distancia entre ellos.
—La envidia es un veneno que se disfraza de virtud en los salones —susurró—. Ella puede sonreír todo lo que quiera. Pero eso no significa que haya ganado.
Eleanor alzó la vista, atrapada por la calma peligrosa de su mirada. Por un instante, creyó ver un destello de furia contenida, como si Alaric entendiera demasiado bien lo que significaba cargar con enemigos ocultos.
Esa noche, Eleanor ni siquiera intentó dormir. La rabia y la impotencia le recorrían el cuerpo como fuego líquido. Caminó por el pasillo en silencio, buscando aire en la penumbra. No esperaba encontrarlo a él esperándola frente a su puerta.
—Ven conmigo —dijo Alaric, en un tono que no admitía réplica.
Ella lo miró con recelo, pero su corazón latía tan fuerte que le resultó imposible negarse.
Lo siguió hasta el exterior de la mansión, donde dos caballos oscuros aguardaban. El suyo, con el morro blanco y las patas manchadas como si estuviera vestido de gala; el de Alaric, una criatura imponente de ojos rojos que parecía arrancada de una leyenda.
Cabalgando bajo el cielo nocturno, Eleanor sintió el viento en su rostro y un extraño alivio en el pecho. Atravesaron bosques hasta llegar a un claro oculto. Allí, el río se extendía hasta formar un lago y parecia un espejo de plata bajo la luna, y miles de luciérnagas danzaban sobre la hierba húmeda.
—Este es mi refugio —dijo Alaric, ayudándola a desmontar—. Un lugar que nadie más conoce.
Eleanor giró sobre sí misma, asombrada por la belleza del sitio. El aire olía a tierra fresca y a agua limpia, y el murmullo del río era como una canción adormecida.
—¿Por qué me lo muestras? —preguntó con voz temblorosa.
Alaric la observó en silencio, como si pesara cada palabra antes de pronunciarla.
—Porque quiero que tengas un lugar donde el mundo no pueda alcanzarte.
Alaric pronunció aquellas palabras con una calma solemne, casi un juramento. Eleanor lo miró en silencio. Estaban sentados sobre la piedra fría, el río delante de ellos reflejando la luna como un espejo roto. El aire nocturno era fresco, pero la proximidad de él lo llenaba todo de un calor distinto, más íntimo.
Ella abrazó las rodillas, intentando contener un torbellino que no sabía cómo nombrar. Él, a su lado, parecía tan seguro y a la vez tan frágil en su confesión.
—No sabes lo que dices —murmuró Eleanor, con una sonrisa temblorosa.
—Lo sé más de lo que imaginas. —Alaric se inclinó apenas hacia ella, lo justo para que la distancia se volviera insoportable—. Y tú también lo sabes.
Alaric se movió apenas, lo justo para que su hombro rozara el de ella. Eleanor, incómoda por la postura, dejó de abrazar sus rodillas y apoyó la mano en el suelo. Fue entonces cuando notó lo cerca que estaba de la de él, tan próxima que bastaba con estirar un dedo para tocarlo.
—Tengo miedo —susurró ella, sin atreverse a mirarlo.
—Entonces mírame. —Su voz fue un susurro grave, envolvente.
Eleanor alzó la vista y se encontró con esos ojos oscuros que parecían contener más de lo que debía ser humano. Y, aun así, había en ellos una vulnerabilidad que la desarmó.
Él inclinó la cabeza despacio, sin prisas, como quien teme romper un hechizo. Eleanor, sin pensarlo, buscó su cercanía. Sus hombros se rozaron primero, luego sus manos, y cuando los labios de Alaric se posaron sobre los suyos, fue con una suavidad tan cautelosa que parecía pedir permiso.
Ella respondió con un leve temblor, después con más certeza, como si todo lo que había callado hasta entonces se condensara en aquel beso. El mundo desapareció: no hubo fuego, ni tragedias, ni rumores… solo la caricia de su boca, el roce de sus dedos en su mejilla, el pulso acelerado que no lograba controlar.
Cuando se separaron, todavía tan cerca que compartían el mismo aliento, Eleanor bajó la mirada, aturdida.
——¿Por qué siento que el mundo desaparece cuando me tocas? —murmuró Eleanor, apenas un suspiro.
Alaric cerró los ojos un instante, como si esas palabras le dolieran y le calmaran al mismo tiempo. Cuando los abrió, su voz sonó baja, casi rota:
—No lo sé… —admitió, con una leve sonrisa amarga—. Créeme, llevo tiempo preguntándome lo mismo.
Eleanor lo miró sorprendida, con el corazón acelerado. Sus dedos buscaron los de él sin pensarlo, y los encontró.
Esa noche, al regresar a la mansión, Eleanor se tumbó en la cama con los labios aún ardiendo y el recuerdo del claro iluminado en su mente. Por primera vez desde el incendio, no soñó con llamas ni cenizas. Soñó con el roce de unos labios que prometían tanto peligro como consuelo.