Manuelle Moretti acaba de mudarse a Milán para comenzar la universidad, creyendo que por fin tendrá algo de paz. Pero entre un compañero de cuarto demasiado relajado, una arquitecta activista que lo saca de quicio, fiestas inesperadas, besos robados y un pasado que nunca descansa… su vida está a punto de volverse mucho más complicada.
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Inconveniente sorpresa
*⚠️Advertencia de contenido⚠️*:
Este capítulo contiene temáticas sensibles que pueden resultar incómodas para algunos lectores, incluyendo escenas subidas de tono, lenguaje obsceno, salud mental, autolesiones y violencia. Se recomienda discreción. 🔞
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A esa hora —cerca de las nueve de la noche— era casi un santuario vacío. Sólo se escuchaba el susurro del aire acondicionado, algún clic de teclado esporádico y el pasar tímido de las páginas.
Yo estaba sentada frente a él, con una libreta abierta, un lápiz entre los dedos y una concentración ficticia.
En teoría, estábamos terminando de ajustar los últimos detalles del proyecto que debíamos presentar al día siguiente.
En teoría.
Porque la verdad era que yo no podía dejar de mirar a Manuelle.
Estaba diferente.
No en lo obvio —su postura recta, los dedos veloces sobre el teclado, los audífonos puestos con la música apenas audible—, sino en algo más sutil.
Algo que antes me pertenecía y ahora se había evaporado. Antes, cuando estudiábamos juntos, no pasaban más de quince minutos sin que soltara algún comentario sarcástico, una burla a mis subrayados excesivos o una imitación ridícula de mi voz. A veces era tan fastidioso que me daban ganas de lanzarle el resaltador.
Pero hoy… nada.
Ni una mirada.
Ni una palabra fuera de lugar.
Y yo —que al principio agradecí el silencio, el enfoque, la eficiencia— ahora me sentía incómoda. Como si el mismo chico que antes insistía en pincharme el ego ahora fuera un extraño con el que compartía mesa por obligación.
Intenté provocar algo.
—Tú sabes que si esto nos sale mal, será tu culpa, ¿no?
Él no levantó la vista.
—Tienes razón —dijo, serio.
Me incliné un poco sobre la mesa, esperando que por lo menos se diera cuenta del sarcasmo.
—Y que seguro podrías haber hecho mejor tu parte si dejaras de escuchar rock mientras diseñas. Eso no inspira arquitectura, Manuelle, eso inspira a la rebeldía.
Él apenas sonrió por un segundo, sin despegar los ojos de la pantalla.
—Tienes razón —repitió.
Fruncí el ceño.
¿Dónde estaba el Manuelle de siempre? ¿El que me sacaba de quicio? ¿El que me hacía querer ahorcarlo y reírme al mismo tiempo?
El lápiz se me cayó sin querer y ni siquiera lo notó.
Fue entonces cuando escuché unos tacones aproximarse. Levanté la mirada justo a tiempo para ver a Clarissa detenerse junto a la mesa.
—Hola, linda —dijo con una sonrisa de dientes perfectamente blancos—. ¿Muy concentrados?
—Clar —respondí, alzando apenas la voz—. Qué sorpresa verte por aquí.
Ella tenía puesta una blusa azul medianoche que le resaltaba el tono de piel y unos pantalones de corte alto. En la mano sostenía su teléfono, que vibraba cada tanto. Tenía esa actitud de quien sabe que atrae miradas y está perfectamente cómoda con ello.
Manuelle levantó la vista.
Y entonces la vi.
La sonrisa.
No una cualquiera. Esa. La sonrisa ladeada, medio pícara, medio cómplice. La que solía lanzar cuando decía alguna estupidez y buscaba que yo reaccionara.
Pero no era para mí.
—¿Hola —dijo él—. Te perdimos del radar esta semana, eh?
Ella lo miró como si acabaran de retomar una conversación que yo no conocía.
—Estuve organizando unas cosas para la tienda —le contestó sin quitarle los ojos de encima—. Todo para el evento de este fin de semana. Aina, ¿vas a poder ir?
Tardé un segundo en reaccionar.
—¿Ah? Sí, claro. Me habías dicho algo… creo. ¿Es el sábado?
—El domingo. Pero igual voy a pasar la invitación por chat —dijo, mirando otra vez a Manuelle, como si él fuera quien más necesitaba estar enterado—. Me encantaría que fueras tú también —añadió, sin romper contacto visual.
Yo solo asentí, sintiendo que algo me pasaba por debajo de la piel y no sabía si era molestia, desconfianza o simple intuición.
Clarissa se despidió con un gesto raro. Algo entre un guiño y una despedida teatral. Apenas desapareció entre las estanterías, Manuelle se levantó.
—Voy al baño.
—Ok —respondí.
Pero no volvió.
No al menos en los siguientes cinco… siete… doce minutos.
Miré la hora.
Dieciocho con cincuenta y dos.
Apagué la pantalla de mi laptop. Algo no cuadraba.
Me levanté y empecé a caminar por los pasillos silenciosos de la biblioteca. La luz cálida caía como terciopelo sobre las filas de libros. Algunas estanterías parecían tragarse los sonidos. Miré entre los cubículos. Nada.
¿Será que ese idiota me dejó tirada?
Pasé por la sala de lectura.
Silencio.
Caminaba por el corredor lateral cuando escuché el ruido. Un leve golpe seco, como si algo de madera hubiese caído. Me detuve. Giré la cabeza y vi que la puerta de la sala de películas antiguas —ese pequeño rincón que más parecía un escondite que un espacio académico— estaba entreabierta.
Mi respiración se volvió densa.
Di un paso hacia adelante. Luego otro.
El corazón latía con un ritmo que no entendía.
Me acerqué y empujé apenas la puerta.
Y me congelé.
Clarissa estaba ahí. Con el torso apenas cubierto por su blusa abierta, montada sobre Manuelle, quien estaba recostado en uno de los sillones de terciopelo rojo, jadeando, con las manos enredadas en sus caderas. Los dos gemían en voz baja. Los pantalones de él a medio muslo. Las piernas de ella enredadas como serpientes, su cabello desordenado y salvaje. El sonido de los besos, de los cuerpos chocando con frenesí, llenaba la pequeña sala junto a la tenue luz azulada de la pantalla encendida al fondo.
La escena me golpeó como una ola de sal.
No supe cuánto tiempo me quede ahí. Apenas uno o dos segundos. Lo suficiente para que algo dentro de mí se desacomodara.
No era celos. O quizás sí, pero de un tipo extraño, que no alcanzaba a nombrar. Era una mezcla de decepción, incomodidad y una punzada absurda de desprotección. Como si acabara de ver algo que nunca debí ver. Algo que no era mío, pero aún así, de alguna forma me incomodaba.
Giré sobre mis talones.
Me obligué a caminar derecho, aunque las piernas me temblaban.
Volví a mi mesa, recogí mis cosas sin orden, tiré los libros en el bolso y salí sin mirar atrás.
Antes de cruzar la puerta de salida, le escribí:
Guardé el celular y caminé hasta el aparcamiento. El campus ya estaba casi vacío. Las farolas lanzaban sombras largas y los árboles se mecían despacio con el viento de la noche.
Mi carro estaba a pocos metros.
Saqué las llaves. Pulsé el botón de desbloqueo.
Sonó el pitido típico y las luces delanteras parpadearon.
Di un paso más.
Y entonces…
El coche estalló
Fue una explosión ensordecedora.
Fuego.
Vidrio.
Un rugido violento que sacudió el suelo.
Mi cuerpo voló hacia atrás, como una muñeca lanzada al azar.
Todo se oscureció a mi alrededor.