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El Otoño De Los Eternos

El Otoño De Los Eternos

Status: En proceso
Genre:Vampiro / Fantasía épica / Mitos y leyendas
Popularitas:856
Nilai: 5
nombre de autor: Kris Salas Valle

Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.



Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.

Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.

Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.

Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.

NovelToon tiene autorización de Kris Salas Valle para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

🩸Capítulo 12: “Lo que florece en la penumbra”

Annabelle

Había algo en el amanecer que dolía.

No por el frío, ni por la luz tenue que se colaba entre los vitrales rotos del claustro este—sino por la forma en que el mundo parecía reconfigurarse alrededor de mí. Como si, tras pronunciar aquellas palabras en el Cónclave, algo hubiese girado en silencio. Un engranaje oculto que ya no podía detener.

No recordaba el idioma. No sabía de dónde lo había aprendido. Pero las miradas… las miradas de todos los Eternos eran suficientes para saber que había cruzado un umbral invisible.

Me alejé de los corredores, de las sombras que me observaban. Caminé hasta los jardines, donde la niebla aún danzaba sobre los setos como un velo que se niega a caer.

Era el único lugar donde podía respirar sin sentir que el aire me interrogaba.

 

Los jardines de la Academia eran antiguos. Incluso más que el propio edificio. Los árboles no seguían el curso de las estaciones, sino un ritmo que nadie comprendía. Las flores florecían a destiempo, y algunos arbustos susurraban en lenguas que ningún aprendiz podía entender.

Pero a mí me escuchaban.

Desde aquella noche.

Caminé entre los rosales dormidos. Toqué un pétalo negro que no debería existir en primavera.

Y entonces sentí… algo.

Como un eco en mi sangre.

Una vibración sutil.

Una voz que no era mía.

Ni humana.

Ni Eterna.

Solo... antigua.

“Llave.”

“Fragmento.”

“Reinicio.”

Cerré los ojos.

Y vi un castillo rodeado por oscuridad.

Una niña encerrada tras un espejo de agua.

Y un cuervo que se posaba sobre su hombro, sin ojos.

—¿Qué soy? —susurré.

La respuesta no llegó.

Solo el viento.

 

—Sabes que no estás sola —dijo una voz detrás de mí.

Giré. Y allí estaba él.

Théodore.

Vestía de negro, como siempre, pero sus ojos no eran los mismos. Había en ellos una grieta que no había visto antes. Como si él también estuviera descubriendo que el mundo en el que había crecido comenzaba a resquebrajarse.

—¿Me estás siguiendo? —intenté sonar firme.

—No. Estoy... cuidándote.

—No necesito que nadie me cuide.

—Tal vez no. Pero después de lo que hiciste… muchos no saben si deben temerte o adorarte.

—¿Y tú?

—Yo… —se acercó un paso—. Solo quiero entenderte.

 

Nos sentamos en una banca de piedra cubierta de musgo. Silencio. Unos segundos que parecieron horas.

—¿Crees que hice algo malo? —pregunté por fin.

—Creo que hiciste algo imposible.

—¿Eso es peor?

—Aquí, lo imposible siempre tiene un precio.

Lo miré. Por primera vez, sin escudo.

—¿Y si no quiero pagar por algo que no pedí?

Théodore desvió la mirada. Luego, murmuró:

—Nadie lo quiere. Pero aquí, nadie es inocente.

 

Entonces lo sentí. Como un latido subterráneo.

Algo bajo la tierra de los jardines.

Algo que respondía a mi presencia.

Algo que dormía… y que mi voz había comenzado a despertar.

Théodore también lo percibió. Lo vi en la tensión de sus hombros. En cómo colocó una mano sobre el medallón que nunca se quitaba.

—Hay algo aquí —susurré.

—No deberías sentirlo aún.

—Pero lo siento.

—Entonces es verdad.

—¿El qué?

Él no respondió. Solo se levantó. Me tendió la mano.

—Ven. Hay algo que debo mostrarte.

Lo dudé. Pero la tomé.

Porque algo me decía que lo que florece en la penumbra… también puede envenenar.

---

Su mano estaba fría.

No como el mármol, no como la indiferencia.

Fría como el agua de un río nocturno, como la hoja de una daga que lleva demasiado tiempo sin usarse.

Y, aun así, la tomé.

Caminamos en silencio por un sendero oculto entre los muros de hiedra. Théodore parecía conocerlo bien, pero cada paso que daba lo hacía con la cautela de quien cruza una frontera sagrada. Como si las raíces que crecían en espiral a nuestros lados pudieran volverse manos si se les ofendía.

—¿A dónde vamos? —pregunté, sin soltarlo.

—A un sitio prohibido. Uno que solo los descendientes de Velharrow conocen. Y ahora tú.

—¿Por qué yo?

—Porque lo que eres… puede romper lo que somos.

---

El sendero nos condujo a un muro cubierto de líquenes, donde el tiempo parecía haberse detenido. Théodore alzó la mano y rozó una marca apenas visible: un símbolo de líneas entrelazadas, como dos alas cerradas sobre una espina.

La tierra tembló.

Y una puerta se abrió.

No de madera, ni de piedra. Sino de sombra. Pura y viva.

Dimos un paso adentro.

La temperatura descendió.

Y el silencio se volvió tan espeso que podía oír mi propia sangre.

---

Bajamos por una escalera en espiral hasta llegar a una cripta antigua, enterrada bajo los cimientos de la Academia. Allí, custodiadas por esculturas sin ojos, se alzaban tres tumbas.

No había nombres.

Solo fechas.

Y un símbolo en cada una: llama, luna, cuervo.

—Son los Fundadores —dijo Théodore, apenas en un hilo de voz.

—¿Esto es su tumba?

—No. Es su eco.

—¿Y por qué estoy aquí?

Él me miró entonces, con una mezcla de temor y certeza.

—Porque hay un cuarto símbolo que nunca fue tallado. Uno que nadie recuerda. Salvo tú.

No entendí. Pero algo en el aire cambió. Las esculturas susurraron.

Y, detrás de la última tumba, una grieta se abrió.

En ella, un altar de obsidiana esperaba.

Y sobre el altar… un fragmento.

Una pieza de cristal oscuro.

Como una lágrima congelada.

Como si el alma de la noche hubiese sido arrancada del cielo.

---

Me acerqué.

El fragmento vibraba.

Y yo… también.

Lo toqué.

El mundo se quebró en luz.

---

Vi fuego.

Vi un pacto sellado con sangre y silencio.

Vi a una mujer que llevaba mi rostro, llorando mientras entregaba algo a una figura velada.

Vi la marca en su pecho: el cuarto símbolo.

Una espiral de ramas.

Una semilla.

Un ojo abierto.

—Eres más que humana —dijo una voz.

—Eres lo que nunca debió despertar.

Caí de rodillas.

Théodore me sostuvo.

—¿Qué viste?

—A ella. A mí. A todas. Algo enterrado… algo vivo.

—Entonces es verdad —repitió—. El Fragmento ha despertado.

—¿Qué soy?

Él no respondió.

Pero en su mirada no había dudas.

Solo reverencia.

Y miedo.

Perfecto. Cerraremos el Capítulo XI con una escena íntima que resuma la confusión, vulnerabilidad y soledad de Annabelle después de lo que ha presenciado. La intención es dejar al lector con un susurro de tensión emocional, manteniendo la atmósfera oscura, reflexiva y profundamente personal.

---

Esa noche, el silencio pesaba más que nunca.

La habitación que me habían asignado en la torre sur era pequeña, abovedada, con muros de piedra antigua y una ventana estrecha por donde la luna entraba como una herida de luz. Me senté al borde de la cama sin desvestirme, aún con el tacto de aquella piedra negra en las yemas.

El fragmento.

El eco.

El símbolo.

Cerré los ojos.

No había consuelo.

Ni lágrimas.

Solo preguntas que golpeaban desde dentro como pájaros encerrados.

¿Qué había despertado dentro de mí?

¿De quién era ese rostro en la visión?

¿Por qué Théodore no parecía sorprendido… sino resignado?

---

El viento rozó la ventana.

Escuché un leve crujido.

Miré.

La silueta de un cuervo se dibujaba tras el cristal. Estático. Observándome.

Un parpadeo.

Y desapareció.

---

Me recosté, dejando que el frío me envolviera.

Mi cuerpo temblaba, pero no era de miedo.

Era… una anticipación. Como si mi sangre supiera algo que yo aún no podía nombrar.

Recordé la voz en los jardines.

Recordé el susurro del fragmento.

“Llave.”

“Fragmento.”

“Reinicio.”

Y entonces, sin pensarlo, sin saber por qué, murmuré una frase que surgió desde el lugar más profundo y olvidado de mí.

—“Nox erit lumen. Et lumen… mors est.”

La vela parpadeó.

La piedra tembló.

Y yo, por primera vez, no me sentí sola.

Sino parte de algo.

Terrible.

Inmenso.

Irreversible.

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